15
Esa noche no regresamos a casa. En La Salamandra Loca nos encontramos con una pareja muy desequilibrada: Elena, una sevillana joven, alegre, desenfadada, buena bailadora, compañera de oficina de Agneta. Y su esposo, un sueco calvo, treinta años mayor que ella, incapaz de bailar. Usaba camisa blanca, corbata gris y un traje negro. Me dijo que se llamaba Svensson y que era director comercial de unas grandes tiendas. Me fui a bailar salsa con la sevillana al centro de la pista y nos divertimos muchísimo. Cuando Agneta se ponía demasiado celosa bailaba un poco con ella. Svensson ni siquiera lo intentaba.
A las tres de la mañana la sevillana insistió: «Vamos a casa y dormís allá. Está muy cerca. Mañana desayunamos juntos.» Aceptamos. Fuimos caminando. Amanecía en Estocolmo y no sucedía nada. Pasaban algunos autos clásicos de los cincuenta —Chevy's, Cadillacs, Ford— con gente borracha vociferando. Un tipo pegaba carteles para un concierto de heavy metal. En la casa de Svensson y Elena bebimos un poco más. Agneta prefirió una taza de leche tibia. Y nos acostamos. Nos prestaron una pequeña habitación. Era totalmente de día. Cuatro de la mañana, con el sol brillando y el cielo azul. Agneta se durmió al instante. Yo no tenía sueño. Medio borrachito, me senté junto a la ventana. Al frente había un kino club. Algunos hombres salen, muy discretos. Si tuviera llave de la casa me iría a beber la última copa, la penúltima con las tailandesas. Todos estos kino clubs son iguales: una pequeña porno shop y al fondo una escalera, resguardada por un Joe Palooka disuasor lleno de músculos. Diez escalones más abajo está el club, la bebida más cara del mundo, música, pocas luces y putas de todos los tipos, con tarifas fijas. Creo que también son las putas más caras del mundo. Hasta los preservativos son los más caros del mundo. De pronto frente al kino club llega un hermoso auto negro con dos señoras tailandesas muy delgadas, muy profesionales, elegantes, de unos cincuenta años muy bien llevados. Se bajan apresuradamente, entran. Dos minutos después salen acompañadas por dos empleados. Traen bultos en grandes bolsas plásticas. Sábanas y toallas sucias. Lo ponen todo en el maletero del coche. La señora mayor dirige la operación, es enérgica, de ese tipo de mujer que igual puede regentar con éxito un burdel que encabezar la fracción opositora en el Parlamento. La elegancia se disuelve porque está muy enfadada. Les grita a los dos empleados, los empuja, les amaga para abofetearlos. Los tipos, sumisos, se dejan hacer. Se ha enfadado a tope. Sube al coche y sale disparada como un cohete. Es evidente que algo funciona mal. Esta señora necesita un encargado con más carácter en este kino club. Me acuesto, cierro los ojos y me duermo en un segundo.
Despierto con dolor en la cervical, cansadísimo y con resaca. Voy al baño y topo con Elena. Ya está despierta y lista para seguir la rumba, aunque son las nueve y media de la mañana. No se cansa. Hasta con sueño habla sin parar y se ríe de todo. Admirable. Yo, con un marido como Svensson, estaría llorando siempre.
Desayunamos. Sobre una mesilla descansa el esqueleto de madera de un dinosaurio. Lo miro. Sólo por mirar a algún sitio. Tengo una resaca de queridos amiguitos. Svensson me pregunta:
—¿Está mirando el dinosaurio?
—¿Eh?
—El dinosaurio.
—Ah, sí.
—Encierra toda una filosofía. Tengo otro sobre mi mesa de trabajo, en la oficina.
—¿Y?
—Desaparecieron hace millones de años. Y no son necesarios. Todo está bien, y quizás mejor, sin ellos. Al menos para nosotros está mejor sin esos animales tan gigantescos. Ahora bien, podemos desaparecer también. Y todo seguirá igual. O mejor. Por tanto, querido amigo, todo puede suceder. Todo. Y no debemos tomarnos tan en serio.
—Muy bien, Mr. Svensson. Gracias por compartir sus ideas con nosotros.
Estaba tan complacido por su exposición. Tan absolutamente satisfecho de la brillantez y originalidad de sus ideas, que desmentía eso de no tomarse en serio. Sí, se tomaba muy en serio. Si la sevillana lo dejaba de repente, el tipo se desmoronaba y se pegaba un tiro. Tenía cierto temblor en las manos que lo delataba. Al parecer leyó mis pensamientos. Hay que reconocer que es sagaz. Me dijo:
—Flowers every Friday. That's the secret. Platicábamos mezclando español, inglés y sueco.
—¿Cómo?
—Cada viernes, a lo largo de siete años, le he regalado flores a mi esposa.
Elena asintió sonriendo. Muy complacida.
—Cuando Elena se encuentra con las esposas de mis amigos les pregunta si sus esposos les regalan flores. Ellas dicen «no.» Elena, entonces, les dice: «Ah, pues mi esposo sí. Sin falta. Suceda lo que suceda, tengo flores cada viernes.»
Guardé silencio. Observándolo. Ahora el tipo me soltaría sus conclusiones triunfales:
—So, it's an excellent invest. No podemos ahorrar nada en eso, querido amigo. Invierto un día de la semana y tengo ganancias los seis días restantes. Ése es el secreto de nuestra felicidad.
Todos nos quedamos en silencio. Elena y Svensson satisfechos, amorosos, sonrientes, untaban mantequilla en sus tostadas y se miraban dulcemente. Hubiera querido meterme dentro del cerebro de aquella mujer. ¿Cómo podía resistir un tipo así y encima aparentar felicidad y serenidad de espíritu? Un marido como éste puede enloquecer, deprimir y llevar al suicidio a una mujer. O tal vez no. Quizás el tipo había hecho un lavado de cerebro perfecto y la tenía empapada en su pragmatismo mediocre.
El silencio fue demasiado prolongado. Ya tenía deseos de despedirme y salir caminando hacia el metro. Pero se me ocurrió molestar un poco:
—Al frente tienen un kino club.
—Uhm.
—Pero es muy silencioso. Son tailandesas casi todas.
Svensson ignora el tema. Se entretiene con la mermelada. Elena entra en la conversación:
—¿Las chicas del kino club? No. Son de todas partes. Hay suecas también.
Agneta, aún medio dormida, tampoco tiene interés en el kino club. Elena me dice:
—¿Te interesa la prostitución?
—¿A mí? Bueno, dicho de ese modo...
—No, no. Te explico. De las prostitutas habla todo el mundo, menos ellas mismas. Es un hecho sociológico. Hay que estudiarlo.
—Ah, no sé.
—Yo sí. Conozco algo.
—Ah.
—Te voy a contar. Hace dos años un instituto de estudios sociales de Estocolmo convocó un seminario sobre prostitución. Estuve allí todo el tiempo. Psicólogos, sociólogos, juristas, todos opinando. Y decían que la pobreza obliga a las mujeres a hacer la calle, y todo eso. Y que no hay programas adecuados de rehabilitación. Entonces se levanta una mujer muy hermosa, vestida un poco extravagante, y dice: «¿Pues saben qué? Que yo soy prostituta. Desde muy joven. Hace mucho más de veinte años, quizás treinta. Y yo adoro mi profesión. Yo amo mi trabajo. Me gusta. Nada de eso es cierto. Que si el desempleo, que no hay trabajo. No, no. Nada. Yo soy prostituta porque amo mi profesión. Soy brasileña y vivo muy bien en Suecia. No me gustaría trabajar en otra cosa.»
Terminamos de desayunar. Salimos a un pequeño jardín trasero. Hablamos de las flores y qué lindo todo en el verano y que los tulipanes y los girasoles y al fin nos despedimos. Al regresar en el tren me refresqué un poco. La visión del campo cubierto de verde y de flores, el sol brillante. Mi humor mejoró mucho. Agneta me habló algo de su trabajo y de la jefa, que cada día es más insoportable:
—Esa viejuca necesita un tarrayaso.
—No comprendo. Tú conoces a mi jefa, ¿recuerdas que...? —Sí, lo recuerdo. Aquella tarde que fui a tu oficina y derramé azúcar sobre la alfombra. Se puso histérica.
—Uhmm.
—Necesita un guantazo.
—¿Qué es?
—Un pingazo. Está falta de marido. Y está buena todavía, elegante.
—Ahhh, Pedro.
—Que se me ponga a tiro pa' que tú veas...
—Más vale que lo olvides porque os mato a los dos.
Yo estaba jocoso, de buen humor. Bromeaba, pero me pareció que ella hablaba en serio.
—Os mato y os tiro al agua en este puente. De noche. Y de paso también mato al americano y lo lanzo un poco más adelante.
El americano es un californiano que trabaja en la misma oficina. Fue novio de Agneta. La dejó por la jefa. Al parecer, Agneta no perdona. Se ha puesto acida en cinco segundos.
—Jajajá, y tú vas a la cárcel.
—No me importa. Voy a la cárcel.
—¡Cojones, amaneciste violenta hoy!
—Sí. Además, no le diré a nadie que tu último deseo es que incineren tu cadáver. Así que a la tierra. Será otro castigo más. El último castigo. Te vas a pudrir en la tierra. Y en Suecia. Quizás hago las gestiones para que te entierren en Laponia. Tierra congelada. Bien lejos del trópico y de tus amigos supermachos y tus amantes negras.
—¡Guaooo, el último castigo del latin lover!
—Exacto.
—Demasiados crímenes juntos. No pareces sueca.
—Sí, muy sueca. Muy muy sueca.
Está muy seria. Creo que no juega. Miro un rato por la ventanilla. El tren avanza a mucha velocidad. Tengo deseos de caminar por estos bosques y perderme y no saber adónde voy. Cierro los ojos, respiro profundo, suelto todo el aire, y le digo:
—Es así, Agneta. La vida fluye y nos hacemos daño y todo se acumula dentro. Ese dolor puede acabar con nosotros.
Nos quedamos en.silencio, mirando el bosque a través de la ventanilla. La siento furiosa. Yo estoy muy sereno. Cuatro minutos después llegamos a nuestra estación, bajamos y salimos caminando sin prisa. Estamos agotados.