6

La mañana pasa lentamente y escucho una y otra vez un disco de Jeff Buckley. Hay unos 25 grados y tomo sol en el balconcito, mientras se asa un pollo en el horno. Detrás del edificio, a unos cincuenta metros, hay un pequeño cementerio y una iglesia. Más bien es una capilla. A veces alguien lo visita, ponen flores en una tumba. Pero habitualmente está desierto. Sólo los árboles enormes y antiguos, el césped verde, las tumbas discretas y simples y el silencio y la soledad. Muy diferente de esos cementerios católicos, llenos de lujo absurdo, con mármoles y esculturas y orgullo post mortem, encubriendo la pudrición y la asquerosidad de los cadáveres y los gusanos. Me gusta mirar este cementerio tan apacible y escuchar ese rock lento y triste.

A las doce regresa Agneta. Almorzamos juntos, con un tinto de Navarra muy bueno. Redondo, cerrado, perfecto. Agneta quiere un vaso de leche.

—Si te comes ese pollo con leche te puede caer mal.

—¿Por qué?

—El vino ayuda a la digestión.

—A esta hora no. Tengo que volver al trabajo. Ella es así. De todos modos, disfrutamos el almuerzo juntos. Escuchamos a Jeff Buckley.

—¿Te gusta?

—Sí. Tienes buena música, Agneta.

—Hacía tiempo que no oía ese disco. Se suicidó con veinticinco años.

—Ohh.

—Compré ese disco por una sola canción: Lilac wine.

—Y ahora no quieres beber lilac wine.

—Jajajá.

—Mejor. Más queda para mí.

Me quedo pensando un instante. Suicida con veinticinco años. Atormentado el tipo.

—Hay que cuidarse, Agneta. Uno se cuida a sí mismo, pero la posibilidad siempre sigue ahí.

—¿De qué?

—De meterte un balazo en la cabeza.

—Oh.

—A veces es terrible. La materia prima del artista es su propia vida. Eso es tremendo. Un escritor, por ejemplo, tiene que revolver su propia mierda. Y saca cosas de ahí.

—Lo imagino.

—Una persona normal deja que la mierda se seque. Y la olvida. Una persona normal se olvida de todas las mierdas de su vida. De las que le hicieron y de las que hizo. Deja que toda esa mierda sedimente y se seque y ya no apesta más. Pero un artista convierte esa mierda en materia prima. Material de construcción. Hace esculturas, cuadros, canciones, novelas, poemas, cuentos. Todo apestando a mierda fresca.

—Oh, Pedro Juan. ¿Por qué hablas así?

Agneta alejó el plato, asqueada. Yo hablaba con los ojos cerrados y sólo bebía vino. Había comido suficiente pollo con ajo. No quería más. Abrí los ojos. La vi asqueada. Cerré de nuevo los ojos. Seguí hablando:

—El asunto no es si uno se pega un tiro en la sien o no. Te puedes meter un balazo y ya. Cuando no resistas más. Pero no hacerlo joven. Hay que joder primero. Que se jodan los hijoputas. Que tengan que soportarme. Que no les quede más remedio que soportar mis libros y cagarse en mi madre. Después ya veré qué hago. A lo mejor tampoco me doy un tiro. Y vivo por mis cojones, alegremente. Hasta los noventa años. O hasta los cien.

Agneta regresó a las seis. Se preparó un plato de leche cuajada con cereales y se alimentó sanamente, al sol, en el balcón. Yo leí un poco más, pero no resisto la inactividad forzada. A regañadientes logré arrastrarla hasta un canal cercano, frente a un castillo. Hacen regatas de canoas vikingas de remos. Un pequeño carnaval de tres días como adelanto del Midsommar. Las tripulaciones se disfrazan. Los más cómicos eran unos parodiando a Clinton y a la Lewinsky. Remaron duro y pasaron a finales. Otros teams se disfrazan de cowboys, de vikingos, de bebés, de Elvis Presley. En fin, me dio sed.

—¿Bebemos una cerveza? Ven.

—Oh, no, no. Hay mucho viento.

—¿Y qué? Una cervecita...

—No, no. Mi garganta.

En realidad el problema no es su garganta. Es que ya hay algunos hombres un poco alegres bebiendo cerveza. La aterran los borrachos. La aterra el alcohol. Estuve a punto de decirle: «Pues te regresas a casita y yo me quedo.» Me contuve. Es mejor no crear crisis. Después de todo, hace un esfuerzo para soportar mi salvajismo. Regresamos aprisa. Me di cuenta de que huía de la multitud, de los borrachos potenciales. Quizás hasta quería huir de mí. La retengo un poco por el brazo.

—Agneta ¿de qué huyes? ¿Por qué vas tan aprisa?

—Siempre camino así.

Me miró y me pareció que iba un poco asustada. Respiré profundamente. Paciencia, Pedro Juan, paciencia, ¿quién sabe cuáles son sus traumas con las borracheras y las multitudes?

—Hoy nos perdimos Los Simpson.

—No. Dejé el vídeo programado.

—Ah, la eficacia escandinava. Qué bien.

Antes de pasar la grabación de Los Simpson vimos las noticias. Muertos en Kosovo. En los últimos días salen decenas, cientos de muertos. Los entierran. Agneta se tapa los ojos cada vez que las cámaras enfocan los rostros lívidos, o un poco morado-azules de los cadáveres. Gente vestida, gente normal, como cualquiera de nosotros, que de repente le meten un plomazo en el hígado y se mueren. Y los entierran sin saber ni sus nombres. En fosas comunes. Ya están medio podridos y huelen mal. Agneta siempre hace un gesto de miedo o de horror o de asco y desvía la mirada.

—¿Te da miedo?

—Sí.

Se me pega. Hunde la cabeza en mi hombro. La aterra la muerte. Después ponen el estado del tiempo. Nublado. Veinticinco por ciento de posibilidad de lluvia para el fin de semana. Descenso de la temperatura y rachas de viento. Máxima de 18 grados.

—Oh, quería ir al bosque contigo, pasear un poco. Hay una amiga que tiene caballos...

—Siempre es lo mismo. El fin de semana se jode el verano sueco.

—Me gustaría pasear contigo. A caballo. ¿Te gustan los caballos?

—Me gustan más las yeguas, jajajá.

—¿Cómo? ¿Por qué las yeguas?

—Jajajá.

Nunca entiende mis chistes. Se recuesta en mi hombro y cierra los ojos. La acaricio y le digo algo dulce. Es una mujer solitaria. Demasiado tiempo sola, pensando en la muerte y el tiempo que pasa, tomando leche cuajada con cereales, escuchando óperas muy dramáticas, ahorrando cada corona y pensando que es una inútil, una oficinista de mierda, y que no tendrá dinero suficiente en su vejez. Jamás se da ni un pequeño gusto. Agneta vive cuidadosamente. Está convencida de que cualquier pequeño desliz puede ser mortal.

Así es imposible vivir. Me gusta acariciarla. Cuando le digo algo tierno le cambia el rostro. O cuando le meto la pinga. Se la meto dulcemente. Poco a poco. Acariciándola. Y le cambia el rostro. Se relaja. Rejuvenece. Mis caricias le restan veinte años. Se me ocurre preguntarle:

—Titi, ¿no estarás embarazada?

—Oh, estamos pensando lo mismo.

—¿Sí? Ya era hora.

—¿De qué?

—De la telepatía.

—¿Tú crees en eso?

—Claro. Siempre me sucede con las mujeres que viven conmigo.

—Ohh.

—Contéstame.

—¿Cómo?

—¿Estarás embarazada?

—No, no, no. Por favor.

—¿Quieres tener un niño?

—Oh, no, no.

—¿Una niña? ¿Jimaguas? ¿Trillizos? Escoge. Yo pongo la semilla a tu gusto.

—Oh, jajajá. No, no. Estoy preocupada.

—¿La menstruación?

—Uhmmm.

—¿No llega?

—No.

—¿Hace días?

—Tres o cuatro.

—Serán las pildoras.

—Eso espero. Las pildoras me alteran.

—¿Y si estás embarazada?

—Oh, no, no, Pedro Juan. No digas eso, por favor.

—Mis hijos salen inteligentes y bonitos, altos, los tres son muy... elegantes.

—Sí, ya sé. No, yo no, no, no.

—Ah, Agneta, no es para tanto. Deja el drama.

—No, no. Yo me mato.

La miré fijamente a los ojos:

—¿Qué tú dices?

—Me mato. No quiero hijos.