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El domingo por la mañana fui temprano a buscar el pan. En la esquina de Laguna todo está arruinado. Hay unos contenedores de basura rebosantes de pudrición, una loma de escombros, charcos de agua hedionda. En el mismo centro de la calle dos hermosos ejemplares, ajenos a todo. Una chica y un chico. Muy blancos y rubios. De unos dieciocho años. Modelaban ropa. Un equipo de japoneses les tomaban fotos. El maquillista pulverizaba algo líquido y brillante con un spray en sus cabellos. La ropa era blanca, rosada y azul pálido. Ropa simple. Encantadoramente simple. Deliciosamente cara. Supongo que con la luz liviana del sol y en medio de tanta suciedad resaltaría aún más el charmé de aquellos dos ejemplares blancos como el papel, y rubios, con caras de dulces e inocentes angelitos. Al fondo siempre tenían algún edificio hecho trizas, perros sarnosos y flacos, y negritos mirándolos con la boca abierta. Había público. Los vecinos miraban embobecidos y guardaban un silencio respetuoso. Ninguno se acercaba a pedir chicles y monedas. Dos policías observaban también, situados discretamente a unos metros. Los vecinos estaban arrobados. Todos negros o mulatos, un poco sucios, un poco destruidos, un poco contaminados. Me detuve a observar aquello. Los japoneses sonreían. Felices y satisfechos. El fotógrafo a veces subía a una escalerilla de aluminio. Pedía a los modelos que se acercaran más a la basura y los escombros. Los muchachos hacían una mueca de repugnancia porque la basura podrida apestaba, pero después se recuperaban y esbozaban una leve sonrisa muy relajada. Profesionalidad creo que se denomina a ese autocontrol. Entonces el fotógrafo captaba imágenes desde lo alto de la escalera. Una señora a mi lado decía que eran extranjeros. Es una negra muy simpática, con siete collares en el pescuezo, que a veces me vende tabacos de contrabando. Yo le contesté que los fotógrafos eran japoneses pero que los modelos eran cubanos. Y ella, muy convencida, me replicó: «¡Qué va! ¿Tú no ves que son rubios y blancos? Mira qué bonitos los dos, son extranjeros.» Yo sabía que eran cubanos. No sé en qué pero les veía la pinta de cubanitos a la legua. ¿En cuál invernadero los encontrarían los japoneses?
Seguí mi camino. Compré el pan. Cuando regresé al edificio Gloria salía disparada como un cohete. La acompañaba un mulato joven, vestido de negro y con una cadena de oro bien gruesa y un medallón colgando por fuera de la camisa. Era un tipo bonitillo, con cara de bujarrón.
—¿Qué volá? ¿Pa dónde vas tan temprano?
—Ay, papi, te veo luego. Ahora voy apurada.
Aspiré fuerte:
—Uhmmmm..., te tiraste un litro de perfume por encima.
—Jajajá. Chao. Nos vemos, mi chino.
Me dio un besito y siguió aprisa. Subí sonriendo. Gloria se iba a luchar un yuma y yo hacía tiempo que no iba a la playa. Me puse un traje de baño debajo del pantalón y me fui para Guanabo. Un camioncito de diez pesos y una hora después estaba sentado debajo de un cocotero. Había mucho viento pero buen sol y todo tranquilo y silencioso. ¿Cuántos años hacía que no iba a la playa? Uf, ya ni recordaba. Sobre la arena había latas, botellas, plásticos, envases de caramelos y de papitas fritas. Estamos entrando en la modernidad. Velozmente. La modernidad nos invade. Me quité la ropa y los zapatos, los guardé en una mochila y me quedé en trusa. Caminé un poco por la orilla. El agua fría me llegaba a los tobillos. Chapoteando fui hasta las piedras. Parecía que la playa terminaba, pero no. Treinta años atrás los rusos decidieron tirar allí millares de enormes piedras, que trajeron de los campos cercanos en camiones KP3. Los rusos no hablaban. Sólo actuaban. Algunos decían que lo hicieron porque no les gustaban las playas con arena, sino con piedras y cascotes. Otros decían que si los americanos decidían desembarcar por esa playa y avanzar sobre La Habana, las piedras obstaculizarían el avance del enemigo. El final nunca se supo. En fin, un buen trozo de playa jodido, cubierto con enormes piedras. Más allá continuaba la arena. Veinte años atrás por allí había una vieja casita de madera en ruinas y yo tomé unas fotos al atardecer. Compuse con los enormes pedruscos, la casa desvencijada y el agua, con muchas sombras y destellos, y escribí una crónica muy poética diciendo algo absurdamente romántico de todo aquello. Cuando se publicó en una revista cultural, una señora importante dijo que era muy poético y muy bonito encontrar crónicas tan refrescantes, con enfoques tan creativos en nuestra prensa y que esto era un ejemplo para los demás periodistas, porque Cuba está llena de hermosos paisajes. Por tanto, dijo, todos los periodistas deben tener iniciativas como ésta y no dedicarse sólo a cubrir reuniones, actos patrióticos y reportajes de la zafra azucarera. Yo me sentí muy halagado con los elogios de aquella señora tan importante.
A pocos metros de los pedruscos ahora habían construido unas casitas muy feas, atiborradas una junto a la otra, y pintadas con colores chillones. Algunos obreros pasaban allí unos días de vacaciones con sus familiares. Comían y bebían y muchos niños gritaban y jugaban y las mujeres gordas se reían a carcajadas y regañaban a los niños y les daban cocotazos y arrastraban sus chancletas de la cocina al portal y del portal a la cocina. En cada casita intentaban escuchar una música diferente de la otra. Al mismo tiempo todos jugaban dominó, conversaban gritando y reventaban las fichas plásticas contra la madera de las mesas, y gritaban más, por encima de la música. Se reían a carcajadas y decían: «¡Ahora sí te jodí, pollona, cojones, pollona otra vez! ¡Pa que tú sepas quién soy yo, a mí hay que respetarme... Cuca, trae otra cerveza pa'cá!» Era muy temprano, pero de todos modos bebían litros y más litros de cerveza y ron porque disfrutaban sus vacaciones del año y había que divertirse y disfrutar mucho. Al parecer los triunfadores eran los que ocupaban una casita pintada de magenta, amarillo y verde, con las puertas y ventanas en azul. Habían colocado dos grandes bocinas en el portal y a todo volumen gozaban, y obligaban a gozar a los demás, una pieza selecta del hit parade del momento:
Chupa que chupa
fresa y chocolate
chupa que chupa
fresa y chocolate
chupa que chupa
fresa y chocolate
chupa que chupa
fresa y chocolate
chupa que chupa
fresa y chocolate
chupa que chupa
fresa y chocolate
chupa que chupa
fresa y chocolate
chupa que chupa
fresa y chocolate
ahora ahora ahora. Vamo a vellll,
atiendan acá, con la mano arriba,
vamo a vellll, con la mano arriba,
ahhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh
chupa que chupa
fresa y chocolate
chupa que chupa
fresa y chocolate
chupa que chupa
fresa y chocolate
chupa que chupa
fresa y chocolate
chupa que chupa
Retorné al cocotero caminando por la arena. Un tramo de doscientos metros. Tres riachuelos de orina, grasa y mierda corrían permanentemente desde las cafetería y casas cercanas y aportaban su porquería a la playa. Un olor asqueante. La mierda me persigue.
Pero un poco más allá, a la altura del cocotero, todo seguía tranquilo. No había peste a mierda ni se oía la música, y el mar se mantenía azul y limpio, con olitas espumeantes y buen sol. Sólo faltaban las caracolas y un poeta de ochenta años que rimara todo aquello, con su cabello blanco suelto al aire.
En fin, todo perfecto, y me dije: «¿De qué te quejas, Pedro Juan? No seas tan conflictivo, compañero. Quédate aquí en este pedacito, que está regio, como diría Sandra la Cubana, y al carajo lo demás. No trates de arreglar el mundo.» Y así lo hice. Me metí en el agua y nadé un buen rato.
El agua azul y fría hizo lo suyo. Media hora después estaba tonificado, relajado, y había olvidado las angustias y el aspecto negro de la vida. Ahora funcionaba a todo trapo. Me tumbé a tomar sol y recordé que treinta años atrás yo tenía sólo veinte años. Era joven, desinformado y feliz. Creía en algo y aspiraba. No sabía exactamente a qué. Pero en esa época yo creía, buscaba y aspiraba a encontrar algo. Cerré los ojos y dejé la mente en blanco.