11

Después del almuerzo salgo al balconcito. Me desnudo. Café y tabaco. Agneta viene, se sienta frente a mí. Trae café y chocolatines. Me mira a la pinga y:

—¡Oh!

Mira a los alrededores. Quizás algún vecino está mirando. —No hay problemas. Los vecinos no me ven. Lo tengo calculado. La baranda me cubre. Abro las piernas y me exhibo. Agneta me mira y le brillan los ojos.

—Nunca habías tenido un marido tan fresco como yo. —Nunca.

Me gusta exhibirme. La pinga engorda, se estira, comienza a levantarse como la trompa de un elefante. Bueno, no tanto. Como la trompita de un elefantito cachorro. Agneta suspira:

—Oh, Pedro.

—Mira eso, Agnes me la paras sin tocarla, titi. Por telepatía. Ella se queda mirando, embelesada, cómo el animal se estira y engorda:

—Oh, Pedro Juan, eres obsceno.

—Ah, qué elegante.

—¿Qué?

Obsceno. Hermosa palabra. En español suena muy bien: obsceno. Es una palabra bellísima para designar cosas supuestamente sucias. Y me gusta como lo dices: «Oh, Pedro Juan, eres obsceno. Levemente obsceno.»

—No levemente. Totalmente obsceno. Muy obsceno.

—Crudamente, profundamente obsceno. Lo acabo de comprender. Nunca se me había ocurrido pensar en esos términos. Creo que soy un tipo muy normal.

—Pero...

—¿Pero qué?

—Me gustas mucho.

—¿Por obsceno?

—Creo que sí.

—Claro. Siempre has tenido maridos educados y discretos. Y todavía te falta.

—¿Qué falta?

—La sodomía. Cuando te sodomice verás que ingresas al selecto Club de los Obscenos.

—Oh, jajajá.

—Ríete. Ya llorarás. De dolor y placer.

—No, no, it's a joke.

—No te preocupes. Te la meteré con vaselina.

—¿Qué es vaselina?

—Grasa. Y ya está bien por hoy. Mira al bosque y deja al animal que descanse un poco. ¿Quieres ir a la casita de campo?

—Sí, vamos.

Me visto en el balcón. Me pongo de pie. Agneta se altera:

—Pedro Juan, los vecinos...

—No te preocupes. Todos han de estar detrás de los visillos masturbándose.

—Es serio. Aquí pueden llamar a la policía.

—El show es gratis. ¿Quieres apostar algo a que están escondidos, mirando y masturbándose?

—Estás loco.

—Jajajá. Vamos.

La casa de campo está a media hora en coche. Por suerte hoy no la visitan la hermana ni las sobrinas. Nosotros solos. Está completamente aislada, junto a una gran finca con pastos y ovejas. La casa más cercana a cien metros. Por el medio hay cercas de piedras y arbustos. Ponemos unas tumbonas en el jardín trasero, nos desnudamos al sol, y leemos un poco. A los veinte minutos se nubla y comienza el viento frío. Se acabó la fiestecita del sol. Adentro. En una hora baja de 25 a 15 grados. Por suerte la sala tiene dos sofás mullidos, alfombras felpudas y las paredes forradas con tablas de avellano y nogal. La chimenea está lista, aunque ahora sería exagerar. Unos grandes ventanales permiten ver un paisaje hermoso. Estamos en una colina. Allá lejos se extiende el Báltico, gris y neblinoso. Entre nosotros y el mar hay unos diez kilómetros o poco más: una enorme extensión de pastos verdes, campos de trigo, papas, cebollas, arboledas, granjas y establos perfectamente pintados de rojo y blanco, vacas y ovejas y una estrecha carretera por donde pasan autos y camiones velozmente. Me pongo la chaqueta. Agneta lee muy concentrada.

—¿Vas a caminar?

—Sí.

—¿Te aburres?

—No, Agnes. Tengo la vista cansada. Voy a pasear un poco.

Salgo a la carretera. La cruzo y camino lentamente por un prado. A unos doscientos metros, junto a la carretera, hay varias casas con un letrero: Loppis. Mercado de pulgas. Hay una llanura inmensa y el viento frío del noreste bate la hierba, la maleza y las flores. Un poco más lejos de la carretera, al final de un breve y estrecho sendero, hay una gran loma de escombros. Es una acumulación de ladrillos, arcilla, polvo, trozos de puertas y ventanas, vidrios rotos, pedazos de maderas viejas. Contrasta con la belleza delicada y mínima de esta sabana cubierta de flores minúsculas de todos los colores, y de malezas verdes, sepias, blancas, amarillas. Plantas pequeñas y temblorosas y liqúenes y musgos adheridos a las piedras.

Camino un poco y me acerco al Loppis. Hay unas mesas con sillas, tres mástiles blancos con la bandera sueca. A un lado una hilera de corrales sucios y feos, construidos con trozos de maderas viejas, tablas rescatadas de un incendio, pedazos de alambre. Hay unas pocas gallinas, gallos, conejos. No se ve a nadie. Sólo escucho el viento y mis pasos sobre la grava. Hay una carpa grande de tela. El viento se mete dentro y bate duro. El sonido es extraño. Al frente de la carpa, al aire libre, hay unas cien bicicletas muy viejas y oxidadas. Creo que ninguna vale dos centavos. Es una acumulación de chatarra, pero cada una tiene el precio fijado con cinta adhesiva en el sillín. Las miro cuidadosamente y comparo los precios. No sé para qué lo hago. Entro a la carpa. Hay ropa usada, abrigos en una percha, cestas de mimbre, relojes, lámparas, espejos, cables eléctricos, sartenes, máquinas de escribir, planchas, segadoras de césped, interruptores, timbres inservibles. Todo está viejo, roto, cubierto de polvo. En una caja hay látigos. De cuero trenzado, tal vez de tres metros de longitud. Hay unos diez látigos en el fondo de una gran caja. Con creyón negro pusieron el precio en el cartón: 10 coronas, es decir, un dólar y unos centavos. Un impulso me lleva a coger uno. Lo reviso bien. Está perfecto, flexible y casi nuevo. Lo enrollo rápidamente y lo guardo en el bolsillo de mi chaqueta. No voy a pagar ni una corona. Quiero robarme el látigo.

Salgo de allí y entro en la otra carpa. No se ve a nadie. Parece como si el sitio estuviera abandonado. En ésta sólo hay libros viejos, en sueco. Unos pocos en inglés. Y más cacharros inútiles y polvorientos. Tostadoras de pan, balanzas, cestitas, adornos de árboles de Navidad, pequeños aditamentos y piezas de todo tipo. El suelo de tierra está cubierto con unas viejas alfombras cochambrosas. El viento sopla duro y estremece esta carpa. Parece que en cualquier momento todo puede salir volando. Hay cosas que me recuerdan momentos muy extraños de mi vida. Hay discos antiguos, en sus fundas. Viejos discos de cantantes norteamericanos de medio pelo. Recuerdo los fines de los años cincuenta y principios de los sesenta. En La Habana, en las casas de mis tíos aristocráticos, tenían todos estos discos. Armarios llenos con cientos de discos norteamericanos, pero ellos sólo oían óperas y música sinfónica hasta el cansancio.

También hay unas carteras para papeles, de un material de mala calidad que imita la piel. Tal vez son de los años sesenta y setenta. Son de color crema y me recuerdan a Bucarest en el socialismo. En los setenta muchos hombres caminaban por las calles de la ciudad con estas carteras y sus corbatas y trajes baratos de poliéster. Habitualmente en las carteras sólo llevaban un bocadillo de pan, ajo y aceite, un pequeño frasco de yogur y un paquete de cigarrillos de tabaco rubio insípido.

El tercer local es sólido, de ladrillos y mampostería. A la entrada hay un pequeño mostrador y unas mesas con sillas. Venden café, chocolates, dulces, refrescos. Al fin encuentro gente. Son dos personas que se protegen del viento frío. Sentado junto a una mesa hay un señor corpulento, muy grueso, en mangas de camisa. Debe de tener sesenta años. Cuando entro suena una campanilla. El hombre me mira lentamente. Hay algo agresivo y turbio en su mirada. Parece que el cerebro le funciona torpemente. Le digo «Hi.» No se mueve. No me mira. No responde mi saludo.

En otra mesa hay una mujer gorda y enana, con cara de mongoloide. Parece la enana de Las Meninas. Refunfuña algo en sueco al hombre y me mira de soslayo. Toma un café y come un bollo. Eructa fuertemente cuando levanta la cabeza y me mira. Eructa de nuevo mientras hace una mueca y ladea la cabeza. Hay mucho polvo en el aire. Se ve muy bien con la luz que entra por un gran ventanal de vidrios sucios. Al fondo hay más objetos acumulados, en medio del polvo: cubiertos, gorras, sombreros, ceniceros, bolígrafos inútiles, botellas vacías, revistas y cómics usados. Hay varias cajas con hermosas revistas de los años cuarenta. Tienen anuncios relacionados con la guerra. Casi todos los objetos destrozados y en venta son de esa época. Alguno podría servir como objeto decorativo. Pero es imposible. Todo está oxidado, roto y deshecho. Algunos candelabros y pequeñas piezas de bronce fueron bellas en su momento. Hay un armario repleto de piedras. Cientos de pequeñas piedras comunes y corrientes. Un letrero amarillo anuncia que cada una vale cinco coronas. Al lado otro armario tiene miles de viejas tarjetas postales, manchadas de humedad, sucias, con los bordes rotos.

Salgo caminando lentamente, con las manos en los bolsillos. Palpo el látigo. Miro de soslayo al viejo y a la enana. Siguen silenciosos. En la misma postura. De nuevo digo «Hi.» No me miran. Mantienen una desagradable expresión de reproche. Presiento que el viejo está a punto de pedirme que me acabe de ir y no regrese ni me ponga jamás al alcance de su vista.

De nuevo suena la campanilla cuando abro la puerta y salgo al aire fresco. Regreso caminando por el sendero de grava, escuchando mis pasos. Ahora tengo el viento de frente. Muy frío. Lo siento en la cara. Con mi mano derecha acaricio el látigo en el bolsillo.

Llego a la casa y la encuentro muy confortable y caliente. Abro una lata de cerveza. Miro el termómetro. Catorce grados Celsius. Tengo deseos de cagar y me apresuro al baño, pero Agneta me llama desde la sala. En las manos tiene un álbum de fotos. La casa de campo en invierno. En diferentes años. Agneta y su hermana aparecen muy niñitas en las primeras páginas, jugando en la nieve. «Esto fue en la Navidad del cincuenta y cinco, la nieve llegó a la ventana, dos metros de altura.»

—Uf, en invierno esta casita debe ser un congelador.

—¿Qué?

Aprieto el culo para no cagarme y le contesto:

—Un freezer.

—Yes, but, sometimes...

—Agneta, me estoy cagando.

—Me gusta el paisaje. El invierno es muy distinto.

—No me gustaría vivir aquí con ese frío.

—A veces baja a menos veinticinco.

—¡Me estoy cagando!

—Ven. Vamos a ver las fotos.

Me agarra por el brazo para que me siente en una butaca:

—Que me estoy cagando. ¿Tú no entiendes?

—No entiendo. ¿Qué dices?

Cagar. Un verbo de la primera conjugación. Como amar.

—No sé.

—Voy al toilette. Y salgo corriendo.

—Oh, sí. Sorry, sorry.

Entro al baño y ah... qué alivio. Un placer. Me siento más libero. Es un baño muy pequeño. Cierro los ojos, recuesto la frente contra la esquina del lavabo y escucho el viento soplando afuera. Hace crujir las tablas de las paredes. Es un pequeño lamento. Silba continuamente, interrumpido por los balidos de las ovejas. Por las tardes las ovejas se acercan a la casa. Vienen pastando y se quedan un rato por los alrededores, caminando y mordisqueando la hierba. Escucho las ráfagas de viento del Báltico y los balidos de las ovejas y cago un poquito más. Me concentro hasta soltar toda la mierda, y escucho los crujidos de la madera y me siento muy vacío. Qué bien.