9
Al mediodía corro por un bosque de pinos, robles y abedules. Hay un sendero junto a un canal. Es una tierra negra, suave y húmeda. Cubierta de musgo y agujas de pinos. Me siento muy bien haciendo jogging y mirando a la gente que rema en canoas y kayaks. Otros nadan en el agua helada del Báltico. Hoy comprendí por qué me gusta tanto: en un bosque idéntico, en Lituania, cerca de Vilnius, tuve un día de amor y desenfreno con una lituana bellísima. Fue algo muy extraño. Ella sólo hablaba ruso y lituano y ni una palabra en inglés, francés o español. Nos conocimos la noche anterior en una cena. Bailamos. Yo tenía treinta y cinco años y era un hombre muy emocional. Ella era bailarina de un grupo folklórico y también era romántica y alta y delgada y alegre y deliciosa. Nos gustamos mutuamente al primer golpe de vista. Bailamos un poco más pero ya parecíamos dos serpientes enroscándose una en la otra. Entonces, claro, intentamos subir a mi habitación, en el cuarto piso de aquel hotel. Imposible. Un tipo brutal en la puerta le impedía entrar. Ella no era huésped. Le ofrecí unos rublos. No. El hotel era sólo para extranjeros. Ella no podía ir a mi habitación. Los soviéticos eran así de encantadores. Aún no me explico cómo nos entendimos la lituana y yo; pero aquella noche paseamos, calentamos un poco, en fin. Al día siguiente nos fuimos a caminar por aquel bosque. Hicimos el amor como dos locos. Bebimos vino y cerveza. Por la tarde, medio borrachitos, yo le canté Nosotros. Tengo fijación con esa canción. Parece que Pedrito Junco la compuso para mí y no para despedirse de su novia, poco antes de morir de tuberculosis:
Nosotros,
que nos queremos tanto,
debemos separarnos
no me preguntes más.
No es falta de cariño,
te quiero con el alma
y en nombre de este amor
y por tu bien,
te digo adiós.
Ella lloró. Yo también. Entonces ella me susurró una canción de amor lituana. Lloramos más. Bebimos más cerveza. Al día siguiente yo regresaba a Cuba y ella volaba a Alemania con su grupo folklórico. No sé cómo ambos nos enteramos de estos detalles. No le pregunté su nombre ni ella el mío. Ni direcciones ni teléfonos. Nada. Caminamos un poco por el bosque, que me parecía el paraíso, y nos despedimos llorando sin remedio. Para siempre. No podríamos vernos jamás.
Ahora yo practico jogging en un bosque similar y recuerdo aquel momento fascinante, de amor y dolor, quince años atrás.
En un pequeño muelle tres jóvenes nadan. Están desnudos por completo y deben de tener unos dieciocho años. Se mean unos a los otros. Me detengo a observarlos, camuflado entre la maleza y los abedules. Uno sube al muelle y mea en la cabeza a los otros dos. Los que están en el agua cierran los ojos, abren la boca y reciben la lluvia dorada en sus caras. Cuando uno termina se lanza al agua, sube otro y hace lo mismo. Interesante el jueguito. Desnudaos, sodomitas, y meaos los unos a los otros.
No me veían. Se concentraban mucho en su juego urinario. Seguí corriendo. A veces miraba entre los matorrales. Buscaba a una mujer asesinada. La primera vez que caminé por este bosque, Agneta me dijo que pocos días atrás habían encontrado una mujer asesinada. La noticia salió en el diario, pero no señalaron el lugar exacto. Agneta me dijo escuetamente: «La encontraron en este bosque.» Ahora busco un cadáver entre los abedules.
Regreso a casa. Agneta me espera. Llegó correo. Una carta de Gloria. La pongo a un lado sin abrirla y, sobre todo, sin darle importancia.
Suena el teléfono. Es su sobrina que viene dentro de unos minutos. Vive en el centro y quiere pasear con nosotros por el bosque. ¿Es posible? Sí, claro, ven. Agneta no tiene hijos. Tiene dos sobrinas. Me visto. Veinte minutos después tocan a la puerta. La sobrina con Erika, su niñita recién nacida, de cuatro meses o algo así. Ella es una sueca típica de treinta años: muy delgada, grandes tetas, totalmente rubia, sonriente, ojos azules, habla sólo lo indispensable. A los dos minutos Erika comienza a berrear. Ella se acomoda en una butaca, saca al aire sus grandes, duras y hermosas tetas, y la niña se pega un par de litros de leche. Ah, yo me quedo embelesado mirando aquellas bellísimas tetas. Quizás me brillan demasiado los ojos y ven a las claras mis intenciones de apartar a Erika y pegarme yo a chupar. Se disgustan y se ponen muy serias, la sobrina guarda rápidamente sus dos tentaciones. Los tres nos quedamos en silencio, mirando cada uno a una pared diferente. Erika no mira a nadie. Se durmió con la barriga llena.
Al fin me levanto. Salgo al balcón y miro. Nada. No hay nada que mirar. Sólo árboles. Lo que quiero es agarrar esas tetas y... ufff. Entro. Me pongo los zapatos, la chaqueta, la gorra:
—Voy a tomar aire fresco. Las espero abajo.
—Sí.
Demoraron media hora. Seguramente la sobrina le decía a la tía que ha metido un delincuente en su casa y que se cuide y etcétera. Al fin bajaron. Paseamos por el bosque. Quince minutos. Sin intercambiar una palabra. Después de todo no es para tanto. En todas partes los hombres intentan mirar las tetas a las mujeres y las mujeres enseñan un poquito pero no la teta completa. Que yo sepa eso es normal y no merece tanto drama y tanto silencio. ¿Quieren que me sienta culpable? Pues no me siento culpable ni me arrepiento de mi lujuria.
Hay frío. En el bosque hay más frío. La sobrina llama por el móvil. Salimos a una carretera estrecha. A los diez minutos llega el esposo en el coche. Saluda a través de los vidrios de las ventanillas. Apenas un gesto de los ojos. Le contestamos de lejos: «Hi.» Se van. Tengo heladas las manos, la cara, los pies, las orejas. Nos sentamos en un banco frente al canal. A cien metros, atracados a un muelle, hay unos cuarenta yates de lujo. Veleros casi todos. Con bandera alemana:
—¡Bellísimos yates! Cómprate uno así, Agneta, y nos vamos por ahí.
—Uhm. Uno de esos yates vale... el salario mío de... veinte o treinta años.
—¡Cojones!
—Son alemanes. Ésos sí tienen dinero.
—En Europa toda la culpa es de los alemanes.
—No, no, es que..., bueno, al menos los que vienen aquí tienen dinero. Muchísimo dinero.
—Como en todas partes. El que no tiene billetes se queda en casita. Y hablando de casa, vamos porque me voy a congelar.
—Oh, ¿tienes frío?
—Titi, por tu madre, cuando salimos de casa había doce grados, ya debe estar en diez.
—Para mí es muy agradable.
En casa Agneta prepara algo para la cena. Dios quiera que no sea salmón. Ya no resisto más salmón, pan y queso. Busco música en la radio. Aparece algo en español. Increíble pero cierto. En FM. Una emisora que se identifica como Match 81.9. Una larga entrevista, en inglés y español, a un cubano que vive en Washington. Estamos hasta en la sopa. Esto es increíble. El tipo es miembro de la Academia de la Lengua Española en USA. Uf, qué bien. Dice que el español avanza muy bien y es una lengua mundial. Me gusta escuchar eso. Aunque no sea cierto. Tanto inglés me traumatiza. «Cuando llegué a Washington, hace como cuarenta años, si uno oía a alguien hablando español enseguida uno saludaba y hacíamos amistad y todo. Hoy no. Hoy es muy normal encontrar gente que habla español en las tiendas, los restaurantes, en todas partes.»
Cenamos ensalada y rosbif. Parece que el salmón cede terreno.
—¿De verdad que te gusta tanto el salmón, Agneta?
—Sí, es una tradición. Siempre como salmón y caviar.
—Caviar en pasta. No es real. Parece crema dental.
—Oh, no.
—Oh, sí.
Después de cenar alimento mis costumbres burguesas: café, whisky y un buen tabaco. En el balcón, por supuesto. Eso es lo que no me gusta de Europa. Once grados pero hay que fumar afuera aunque se me congelen los huevos.
—Agneta, ¿me acompañas?
—Sure!
A veces es bueno fumar en compañía, aunque prefiero hacerlo solo. Fumar un buen tabaco es un acto de reflexión, de meditación. Es como pescar. Tú solo. Ahí, con el sedal. Piensas, hablas, te proyectas dentro de ti. El cigarrillo es compulsivo. El tabaco es filosófico.
En la esquina del edificio, sobre el césped, hay unas cajas de arena, con hamacas, columpios, casitas de madera. El ayuntamiento se gasta un dinerito para los niños y el verano. Ahora hay dos niñas y un niño. Las dos niñas se columpian alocadamente en las hamacas. Llegan hasta el tope y gritan. Se impulsan duro. La hamaca tiene cadenas de acero y es muy segura. Aquí todo es muy seguro. Todo está bien remachado, bien atornillado, muy correcto, alta precisión. La gente olvida hasta el significado de la palabra «inseguridad.» Las niñas se columpian a 180 grados. A tope. Se divierten, gritan, se ríen, tienen miedo, lo controlan. Siguen a tope. Se asustan, pero siguen. Al máximo. El niño es más precavido. Está acobardado. No se atreve. Apenas se mueve un poco. Las niñas sí gozan y gritan de miedo y quizás hasta se mean en los bloomers, pero siguen columpiándose a tope. Nosotros miramos.
—Cuando yo era niño hacía eso.
—¿Sí?
—A tope. Me lanzaba en la hamaca y me columpiaba hasta la cima. Casi me cagaba de miedo pero me gustaba. Apretaba el culo y dominaba el miedo. Me gusta eso: llegar al tope y mantener el mando, tener mi control en la mano.
—Lo creo.
—Desde niño soy así.
—Todo lo haces igual. On the top.