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Tres días después Agneta me llamó de nuevo. Ya había enviado las cartas de invitación. Para viajar necesito que me invite una institución que lo pague todo, autorizaciones de emigración, visados, seguros médicos, personas que se responsabilicen legalmente de mí y que aseguren que no me voy a quedar merodeando como emigrante. Todo muy estricto, todo bajo control.
Agneta despliega su eficiencia innata. Primero me informa de las gestiones, después se relaja. El fin de semana montó a caballo con una amiga. Le digo que necesita entretenerse más. Dedica todo su tiempo al trabajo. El día antes llegó por correo un sobre que ella envió hace muchas semanas. Viene un gráfico del periódico del 28 de enero. «Sverige har blivit kallt.» En Karesuando bajó a menos 49 grados Celsius. En Estocolmo menos 14. La altura de la nieve fluctúa de 51 a 94 centímetros. Por suerte no estoy allí. Hablamos del tiempo aquí. Hay mucho sol, el mar azul y tranquilo, 24 grados. Evito lo desagradable. Es mejor hablar de los caballos, de montar en bicicleta, de mi english training, de las pinturas. Hablamos poco. Ella se queda en silencio. Quizás tiene poco que decir.
—¿Ya terminaste el libro?
—Oh, no. Sólo puedo leer los fines de semana.
—¿Por qué?
—No puedo dormir cuando lo leo. Tengo muchas preguntas que hacerte, Pedro Juan. Muchas. Si leo de lunes a viernes no podría trabajar. Tu libro me inquieta demasiado.
—Ahhh.
Después pinto un poco. Hay tranquilidad y silencio en estos días y aprovecho que puedo concentrarme. La soledad. Quizás uno escribe y pinta no sólo para crear un espacio de libertad alrededor, sino también para sentirse acompañado. No exactamente para romper la soledad. No se trata de eso. La soledad siempre está ahí. La siento, la toco, hablo con ella. Forma parte de mi vida. La soledad es inevitable. Y ayuda. Me concentro más. Soy más yo cuando convivimos bien apretaditos: la soledad y yo. Nos adoramos. No podría vivir sin la soledad.
En estos días estoy pintando con grises, negros, ocres, sepias. No quiero saber nada del rojo. Y mucho menos del azul, del verde, del amarillo. Pinto un poco furioso. Siempre me sucede. La pintura me saca la furia. Y la furia se mezcla con la pintura. Son antagónicas o no pueden vivir una sin la otra. Se aman o se odian.
No sé. Es muy confuso y ya renuncié a comprender qué sucede entre ambas.
A media mañana comienza a soplar un viento fuerte. Enseguida se nubla. El mar se riza. En menos de media hora todo cambia. Un oleaje estrepitoso salta sobre el muro del Malecón y pulveriza salitre sobre la ciudad. Cierro las ventanas. Aquí en la azotea sopla duro. Tengo que amarrar las ventanas por dentro. Asegurarlas bien. La lluvia y el viento aumentan. Comienza a entrar agua por las ventanas y corre por el piso hasta el rincón donde pinto. Rápidamente recojo todos mis tarecos de pintura y los coloco sobre la cama. Dejo que el agua siga corriendo. Ya la secaré cuando escampe. El viento arrecia desde el norte. Mi puerta da al este. Me asomo y ahí está la tormenta sobre el mar y la ciudad. El faro del Morro casi no se ve en medio de la tromba. Todo se ha tornado gris y desciende la temperatura. Siento frío. Un barco rojo sale del puerto. Cargado de contenedores. No es un gran buque. Apenas lleva dieciséis contenedores. Hace una salida dramática, lenta, acogotado contra el viento y el oleaje. Su maquinaria está a punto de reventar, pero sigue luchando contra la furia del Caribe. El capitán quiere lucirse ante su tripulación. Demostrar que su barquito es pequeño pero corajudo y fuerte. Pudo suspender la salida hasta que pasara la tormenta, pero eso no es digno de un marino. Y allá va el barquito rojo en medio de las ráfagas de lluvia gris y fría. Saltando con las olas que revientan en la cubierta y baten contra los containers. Es una visión hermosa. El pequeño tipo, rojo, bravo, luchando con todos sus músculos para salir airosamente del puerto en medio de la tormenta gris. La tormenta enfurecida que trata de ponerlo patas arriba y el tipo que no se vence y avanza clavando bien las garras.
Por el hueco del patio interior del edificio escucho las pulseras de Gloria. Está barriendo y protesta. Sus gritos se mezclan con la música de un cantante, a toda mecha. Roberto Carlos, José José. No sé bien. Un cantante. Siempre hay un cantante gritando en su casa. Problemas de amor y desengaños. Seguramente la lluvia entra también por las ventanas y se le inunda la casa. Esos pulsos suenan como campanillas. Tal vez son de plata mexicana. Me gusta escucharlos. Suenan cuando ella friega los platos, o barre, o limpia. Siempre suenan. Yo vivo en la azotea. Yo y otros vecinos más a los que eludo. No les intereso y ellos no me interesan. La azotea equivale al octavo piso. Gloria vive abajo, en el séptimo. Con su madre y su hijo, y una radio y una grabadora que nunca descansan, y miles de parientes que van y vienen. Son primos, sobrinos, ahijados, tíos, cuñados, nueras, hermanos, yernos, vecinos de los tíos, hijastros de los hermanos, novias de los sobrinos, hijos de los primos con sus esposas y sus hijos. El copón divino. Vienen desde toda Cuba. Vienen al médico, hacen negocios, bisnean, jinetean, ganan unos dólares, los gastan, pernoctan unos días y desaparecen y aparecen otros. Es la casa del caos. Música. Mucha música. Bolero, salsa, rancheras. Que yo te quise y tú me abandonaste. Que yo te perseguí y tú me diste la espalda. ¿Por qué me haces sufrir, mi amorrrrrr? ¿Por qué, por qué, por qué, mi amorrrr? La música siempre ahí. Feliciano, Gloria Stefan, Luis Miguel, Mark Anthony, Ricky Martin, Ana Gabriel, La India, Rocío Dúrcal, Juan Luis Guerra. Y botellas de ron. Y nada de dinero. El dinero aparece y desaparece. Vuelve a aparecer y se acaba en un segundo. Y cigarrillos. Humo, boleros, ron. Y la gente. Entran, salen, comen, cagan, tupen el inodoro, agotan en media hora la poca agua que llega por las mañanas. El resto del día sin agua. Familia, mucha familia, blancos, mulatos, negros, jábaos, chinos, indios.
Parece que la lluvia no va a cesar. Sigue entrando por las ventanas. Me gusta ver esas toneladas de agua cayendo a plomo sobre el mar y sobre la ciudad. Gloria sigue barriendo frenética. Las pulseras siguen sonando. Sin pensarlo me asomo por el muro y le grito: «¡Gloria, Gloria!» No me oye. Sigo gritando. El agua está helada. En unos segundos me empapo. El agua me chorrea hasta los pies. Al fin Gloria me oye. Se asoma a la ventana y mira hacia arriba. Sólo de mirarnos ya sabemos. Me sonrío y me contesta afirmativamente con la cabeza. Chorreando agua voy hasta la puerta de la escalera. La azotea del edificio tiene su independencia. Ya Gloria sube. Tiene veintinueve años. Yo cincuenta. Es una mulata muy delgada, bien morena, un poco más baja que yo. Con su pelo negro y duro como alambre. Un cuerpo perfecto, con tetas mínimas, sin una gota de grasa. Es como una fibra de nervio, dulce, sonriente, astuta, con sus dientes blanquísimos y una forma de caminar al mismo tiempo pausada y provocativa, con el culito bien parado. Es una callejera picara de Centro Habana. Gloria pudo vivir aquí hace doscientos años y hubiera sido igual. Quizás se llamaría Cecilia Valdés. La misma buscavidas, con una moral y una ética moldeadas por ella misma. Me gusta mucho. Lo que más me atrae es ese modo de ser libre. Si todos los inventos y convenciones de la sociedad le molestan para vivir, simplemente los pone a un lado. Tranquilamente. Agarra todo el montón de obstáculos, los aparta y sigue caminando. Ella va a lo suyo.
Comenzamos jugando hace tres años. Ahora perdemos la cabeza. Es una locura. No es sólo sexo. Cada día nos queremos más, nos conocemos más. Quiero escribir una novela con ella de protagonista. Quizá se titule Mucho corazón. Por suerte me lo cuenta todo. Conmigo no se inhibe.
—Pedro Juan, tú eres loco.
—¿Yo?... Mira quién habla de locos.
—Tengo la casa inundada, papito. Está lloviendo más adentro que afuera.
—¿Y tu madre? ¿Es inválida o qué volá?
—Ahhh...
—No, ahh, no. Que pinche. Que agarre la escoba y saque agua pa' fuera.
—Bueno, ya, papito, ya. Deja eso.
En dos minutos estamos desnudos sobre la cama. Hacemos un sesenta y nueve para entrar en calor. Siempre tiene el bollo oloroso. Un olor fuertecito, nada sutil. Es mulata pero huele a negra. Riquísimo. No me puedo desprender. Nos damos lengua como dos diablos. Es fibra pura, tensa. Hizo gimnástica y bailó en el Palermo durante muchos años, una locura. Cuando la penetro se desborda. Dice todo lo que se le ocurre y nunca sé si es verdad o mentira. Sabe que me gustan los cuentos. Sus cuentos porno. Sube los pies bien altos. Se los agarra con las manos y me dice: «Dale hasta el fondo, cabrón, cojones, préñame, así, así, que me duela, ¿por qué se te pone tan grande? Ayyy, la tengo en el ombligo, ¿qué es esto? Una tortura. Que me duela, así, tú eres mi macho, papi, me tienes loca. Cada día la tienes más gorda y más grande, así hasta el fondo, maricón, singao, hijoputa. Que me duela, coño, que me duela.» Yo empujo duro y choco con el fondo de ella. Me gusta. Chocar una y otra vez. Templamos como dos salvajes. Como un potro y una yegua. Le escupo. Le echo saliva en la boca y se arrebata: «Sí, cojones, escúpeme, dame golpes, salao, yo quiero ser tu esclava, maricón, éntrame a cintarazos, quiero ser tu esclava, loco de mierda. Eres un loco, cómo me gustas, préñame, préñame. Échala toda, papi. Échala bien en el fondo y préñame, anda, préñame.»
No quiero terminar todavía. Se la saco un poco. Controlo. Me relajo. Se la vuelvo a meter. Ella tiene otro orgasmo. ¿Cuántos ha tenido? Ni ella misma sabe. Uno detrás del otro. Cuando pierde la cabeza no sabe lo que dice ni lo que hace. Yo me controlo metiendo y sacando para no venirme tan rápido. ¿Qué tiempo pasa? ¿Una hora? ¿Hora y media? Cuando ya no puedo más, le pregunto: «¿Quieres mi leche, titi? ¡Ya no puedo aguantar más..., coge, coño, coge!» Ella sube más los pies y se los agarra con las manos: «Sí, dámela, pero bien atrás, préñame, cojones, préñame, échala bien atrás, bien atrás.» Y allá voy. Suelto un chorro y otro y otro. Ahhhh, no puedo más. Salgo de ella y me tumbo boca arriba en la cama. Ella, como siempre, se la mete en la boca y chupa las últimas gotitas de semen. Golosa. Es una depravada. Lo mejor del mundo. La gran pervertida. Es buenísimo. Me lanza al cielo, reboto en las nubes. Vengo disparado hacia abajo. Caigo en la cama, suelto mis chorros de leche y quedo groggy. Knockout. Ni oigo el conteo de protección. Nada. Knockout. Necesito más tiempo para volver en mí. Después me siento el macho más animal del mundo. Como un toro después de montar una vaca. A veces me intranquilizaba con esa idea: ¿por qué nos comportamos como animales salvajes cuando templamos? Como si no fuéramos personas civilizadas. Se lo comenté a un buen amigo, un tipo culto, y me contestó: «Claro que tienen que sentirse como animales. Imposible que te sientas como un árbol de manzanas o como una piedra. Somos animales. Lo que sucede es que ya en la actualidad no es de buen gusto recordar que somos eso, simples animales. Mamíferos, para ser precisos.»
Si tenemos ron a mano bebemos un trago y salgo del knockout en pocos minutos. Pero habitualmente no tenemos ron ni nada. Sólo ella y yo. Dos locos que se aman. Todo comenzó hace tres años. Con sexo. No queríamos nada más. Nos gustamos. Pero poco a poco aquello comenzó a calentarse. A veces sube, se mete en mi cama y dormimos juntos toda la noche. Es bueno dormir con alguien. Tener pesadillas o sueños. Despertar a su lado. Sentir el calor de ese cuerpo, desnudos los dos, acariciarse. A veces estoy una hora o más con una erección tremenda, pero no se la meto. Sólo la acaricio. Cuando se le monta la gitana, me tira los caracoles y me dice algo del futuro. Generalmente acierta. O me sube un plato de comida. Cocina mal. Con poco sabor. Increíble pero cierto: templando tiene el uno, pero es la peor cocinera que ojos humanos hayan visto, como diría Cristóbal.
Bueno, lo que quiero decir es que nos hemos ido acercando sin percibirlo. La soledad es terrible. Uno se encariña hasta con un perro o un gato, que son animales estúpidos, ¿cómo no voy a encariñarme con esta mujer cálida y depravada? Lo mejor de todo es eso: su depravación, su ausencia total de decencia, de normativas. La gran puta. Si alguna vez escribo su biografía no sé cómo podría hacerlo porque todos pensarán que es porno duro. Nadie creerá que es una novela real sobre una mujer dulce, que se me enrosca en el pescuezo y me seduce con su manzana. Y me atrapa y me hipnotiza hasta que al fin sobre nuestras cabezas aparecen los querubines y la espada flamígera y nos expulsan del paraíso.