21
Llegamos molestos y en silencio. Mutuamente ofendidos. Me senté en el balcón, pero la ansiedad me corroía las tripas. Fui a la cocina, preparé un gin tonic. Di fuego a un tabaco y me senté de nuevo. Agneta veía las noticias en el televisor. Pensé seriamente en ir al día siguiente a la agencia de viajes y adelantar la fecha de regreso.
Entonces llegó su madre. Nos hemos visto tres o cuatro veces solamente, pero nos caemos bien. Es una señora simpática, de setenta y seis años, fuerte, animosa. Siempre espera que yo le dé un beso o le haga un chiste. Hoy viene con unas grandes gafas oscuras, muy bien peinada, un collar de perlas, elegante y discreta al mismo tiempo. La recibo con una sonrisa amplia:
—Oh, Liz Taylor in my house! How are you?
Todos nos reímos. Le doy un besito, como siempre, algo totalmente inusual. Los suecos no se besan. En la televisión comentan algo sobre la bolsa. Es su tema preferido. Hablamos de las acciones y le digo:
—Scania está subiendo rápido.
—No crea eso. Volvo va a comprar Scania.
—Hay que comprar acciones de ambas entonces.
—Error. Sólo de Volvo. Es muy sólido.
—Usted tiene mucha experiencia. Es mejor hacer lo que usted dice.
—Y usted siempre está al día, Pedro Juan. Si conociera sueco sería magnífico.
—Si conociera sueco y tuviera un millón de coronas, usted y yo hacíamos un team de campeonato.
—Oh, sí. ¿Le gustaría?
—No trabajo más. Me dedico a echarme fresco en los cojones y jugar en bolsa.
—Esto último se lo digo en español.
—¿Cómo? En inglés, por favor.
—Que yo traigo suerte. Doy mucha suerte a los demás.
—Esto no es asunto de suerte. Hay que analizar.
—Fifty fifty. Analysis and good luck.
—¿Lo cree?
—Sure. Haríamos un buen equipo. Agneta sirve café y pastas.
—Mamá, a Agneta tenemos que dejarla fuera del team. No sabe mucho de la vida práctica.
—No. Nunca ha sabido nada de dinero.
—Le gusta el dinero, pero no sabe cómo ganarlo.
—No, hijo, no le gusta el dinero. Nunca le ha gustado el dinero ni la buena vida, ni nada. Yo no sé qué le gusta.
—Pues a mí sí me gusta vivir bien. Pero no quiero trabajar más.
—Usted es inteligente.
—Mamá, me he pasado toda la vida trabajando, desde niño. ¿Y qué tengo? Una bicicleta vieja y podrida por el salitre.
—Oh, ¿usted no tiene coche?
—Tuve. Durante muchos años. Ahora es un superlujo. Una bicicleta vieja.
—Ohh, imposible.
—Ahora sólo escribo y pinto. Es muy fácil. La buena vida.
—Tiene que escribir un best seller, Pedro Juan.
—Buena idea.
—Y con ese dinero en la mano le puedo hacer algunas sugerencias para invertir Hay algunas compañías muy seguras.
—Muchas gracias, mamá. Hablaré con mi editor. Quizás cocine un best seller. Todo es posible. Jajajá.
No tomo café. Después del gin tonic sigo con vodka y cola. La mamá comenta que ayer fue con una de sus nietas a visitar un crucero muy lujoso que está en el puerto.
—Mi nieta tiene un trabajo en ese barco. Comienza mañana.
—¿Qué hará?
—Es una chica de veintidós años. Bonita, alta. No podrá adivinar cuál será su trabajo.
—No me imagino. —Dealer.
—Ohh, qué bien. ¿En el casino del barco?
—Jajajá. Pues sí. Habla muy bien el inglés y el alemán. Está preparada. La seleccionaron entre más de doscientos aspirantes. Es muy hábil con las cartas y todo eso, con los ojos, en fin. Muy interesante. Hay que tener un sexto sentido.
—Muy bien. Un trabajo interesante y viajando.
—Y con gente de mucho dinero. Millonarios. Sólo alemanes y norteamericanos. A ver si encuentra un marido millonario.
La miro y me sonrío. La misma historia de siempre: abuela pragmática busca marido rico para su nieta más hermosa. En todas partes es igual. Adondequiera que voy es lo mismo: en Haití dicen que los cubanos sí vivimos bien. Los cubanos que en Miami es donde está la cosa gorda. En Miami dicen que al norte, hay que ir a Chicago o a New York. En New York te dicen que los alemanes, y en Alemania que los japoneses y en Japón dicen que en Suiza. Y así. Es una cadena. La gente siempre cree que el vecino vive mejor. Lo jodío es que muchas veces es cierto.
La mamá se fue. Agneta y yo nos quedamos sentados en el sofá. Un poco más juntos. Yo estaba un poco borracho después de varios vodkas con cola. Ella me acarició. La besé. Tenía sabor a café en la boca. Yo a vodka y a tabaco. Se le ocurrió ir a la cocina y regresar a la sala con un bol de leche tibia con avena. Se sentó a mi lado comiendo aquella mierda. Tuve que contenerme para no darle un bofetón y lanzar al piso el bol con aquella papilla asqueante.
Es imposible entender a esta mujer. Estoy medio curda. Me acaricia, me calienta, tengo la pinga medio tiesa, estamos olvidando la discusión. Supongo que también está caliente y quiere un buen trancazo para reconciliarnos, y de repente se aparece con un plato de avena cuando yo suponía que vendría mucho más romántica, con una copa de brandy en la mano, y vestida sólo con una negligé negra y transparente. ¡Ah, cojones, me sulfato, no puedo con ella! ¡Es imposible! ¡No tiene el más mínimo sentido de lo que hay que hacer en cada momento! ¡A esta mujer la parieron por el culo!
—¡Agneta, repinga! Verdad que tú eres..., coño, de pinga, ¡qué imbécil eres!
—¿Cómo? No entiendo.
—Hazme el favor, quita esa avena de alante de mí. ¡Bótala! Y pon una película porno, mámame la pinga, haz algo...
—¿Porno? No tenemos. Tú sabes que no...
—Te voy a meter cuatro latigazos por las nalgas y tú verás que sales corriendo en cuatro patas a comprar cincuenta películas porno.
—Oh, no. ¡Estás borracho! ¿Qué dices?
—Bebe. Toma vodka.
—No, no, ohh.
Y comienza a llorar. Últimamente llora por cualquier nimiedad. Lo del posible latigazo me paró el rabo de nuevo, y la fui desnudando. La puse sobre mí. Pero no sabe mucho. Se queda sin moverse, rígida, como si no tuviera articulaciones. ¡Si ella viera la rumba que baila Gloria arriba de mí, ensartada como un lechoncito de Navidad!
—Vamos pa la cama, Agnes. Tú eres la que me va a templar.
Me acuesto boca abajo. La coloco sobre mí:
—Dale. Tiémplame. Haz tortilla con mi culo, pégame la pepita.-En medio de mi curdita recuerdo que ella no entiende slang—. ¡Que me frotes tu clítoris aquí en este huesito! ¡Que hagas una tortilla, cojones, o te voy a entrar a patás!
—¡No, no!
Me pareció que estaba aterrada. Me daba igual. ¡Qué trabajo le da a esta cabrona aprender a templar! Y yo no sirvo para maestro. Soy muy impaciente.
—Te voy a enseñar, cabrona. Te voy a llevar a La Habana pa' que te tiemples a todos los negros que te gusten. Veinte, treinta, cincuenta. Tú aprendes a gozar o te mueres.
—Oh, pero ¿qué te sucede?, ¿qué dices?
—Que te voy a buscar dos o tres negros y te van a dejar loca. Nos metemos en el Palermo una noche y tú verás que vas a trinar un bolero.
No logré nada. Tuve que virarme y metérsela al estilo clásico. Lo mismo de siempre. ¡Ah, Gloria de mi vida, tú sí eres una artista, cómo te necesito, pedazo de puta! Me quedé dormido. Borracho. En algún momento. No supe cuándo. Dormí como una piedra. El vodka siempre me anestesia. No falla. Desperté tarde, cansado y con dolor de cabeza. Agneta, a mi lado, me miraba con una expresión interrogativa y dulce al mismo tiempo. No sabía qué podía suceder ahora. Estaba tan confundida como yo. La besé un poquito, para tranquilizarla, y le pedí aspirinas, agua y café.
Todo ha sido precipitado y fugaz. Al parecer hay tiempo, silencio y soledad. Pero lo cierto es que me sigue sucediendo lo mismo de siempre: la vida, la gente, los acontecimientos se precipitan sobre mí y me aplastan. Sigo tan confundido, tan perdido ahora como en el momento en que aterricé en Estocolmo, tres meses atrás. Todo lo que intento para aclarar mi mente se frustra. En momentos como éste, de resaca, caos y confusión, comprendo que no puedo oponer resistencia. Mi vida corre caóticamente. Hay que aceptarlo y no pretender mucho más.
Agneta me trajo a la cama aspirinas, un vaso de agua y café. Me dio un beso, amorosamente, y me preguntó con mucha suavidad:
—¿Por qué te pones tan salvaje?
—El alcohol.
—En parte. Pero hay algo más.
—Mixed cultures.
—No. Es algo más personal. Eres tú. Me querías golpear con un látigo.
—¡¿Yoooo?! No lo recuerdo.
—Sí. Con el látigo.
—Oh, no. Jamás he golpeado a nadie.
—Fuiste boxeador.
—Hace años que no boxeo.
—Precisamente. Tienes muchos deseos, acumulados durante años.
—Ah, por favor...
—Tienes que recordar. Me querías golpear anoche.
—Bueno, sí. Soy sádico. ¿Y qué? Me gusta darte cuatro latigazos y a ti te va a gustar. Y después te meo la cara. Y te va a gustar más. Y te vas a arrastrar detrás de mí pidiendo más. ¡Cojones! ¡Qué tanta historia ni tanta decencia mojigata ni un cojón!
Lloró como una Magdalena. ¿Sufrirá de verdad o será teatro? ¿Lágrimas de cocodrilo? Las mujeres lloran fácilmente y al final uno nunca sabe. La dejo que llore un rato:
—Eso, llora, llora bastante. Te voy a dar veinte cuerazos pa' que llores más y te desahogues.
Voy a la bolsa que tengo en el closet. Agarro el látigo y la amenazo.
—Oh, no, no.
Le doy suave un par de veces por la espalda. Y le gusta, la muy cabrona. Se desmadeja y suspira como una perra (creo que las perras no suspiran, pero de todos modos eso es lo que hace Agneta: suspira como una perra y se desmadeja como una gata). Se deja caer boca abajo en la cama:
—Oh, estás loco. Me trastornas, ahhh..., eres un pervertido sexual.
—No. Soy un atormentado sexual. Una tormenta. Un huracán sexual, jajajá.
Le doy suave un poco más y sigue suspirando. Me parece que tiene un orgasmo. Sólo con los cuerazos. En el fondo es tan puta como Gloria. La monto por atrás y sí, cuando la penetro, el bollo le hace chucuchucuchucu.» Está amelcochao. Y es riquísimo.
Terminamos. Nos quedamos un rato así, sintiéndonos. Creo que dormité un poco y oí que ella me preguntaba:
—¿Quieres sopa de legumbres para el almuerzo o crema de champiñones?
—Me da igual.
Dormitamos un rato, enroscados como serpientes. Al fin nos levantamos, nos duchamos. Agneta hizo el almuerzo en veinte minutos. Salgo del baño envuelto en mi bata de felpa beige. Suena Albinoni y la mesa está perfecta: crema de champiñones, rosbif, ensalada, tostadas, vino rioja, frutas. El silencio del barrio y la luz y el sol del verano. Antes de sentarme a la mesa, me sirvo una copa de vino, escucho la sinfonía y miro por la ventana. Siempre recurro al cementerio. Es la paz. Desde aquí lo percibo totalmente, y le digo:
—Es muy hermoso ese cementerio.
—¿Te gusta? Creía que detestas la muerte.
—Me atrae y la temo. Paz y sosiego. Serenidad y vacío. La nada. Al principio uno se aterra ante la nada.
—Me gusta tenerlo ahí, tan cerca de casa. En invierno es bellísimo, cubierto de nieve. Todo en blanco y gris. Nieve y piedras.
—Creo que es perfecto. Piedras, tierra, césped, árboles y viento. El equilibrio eterno: tierra, aire, fuego y agua. ¿Tú entiendes, Agnes, cuánto dolor se borra con la muerte y de nuevo renace? El dolor forma parte de nuestro espíritu. Genera el equilibrio.
La beso en la cabeza. La acaricio dulcemente:
—¿Sabes qué sucede, Agnes?
—No.
—Es la ley del sobreviviente. El equilibrio de ese cementerio me maravilla. Me gusta saber que existe y que está ahí. Pero no vivimos en los cementerios ni en la eternidad. Este pedazo de tiempo, o de eternidad, que se llama vida, es brutal, salvaje y doloroso. Y hay que sobrevivir. Como sea. Con garras y colmillos. Hay que defenderse y luchar.
—Eres un poco agresivo.
—Lo necesario.
—A veces el lugar donde uno vive...
—Siempre. Es decisivo. No te imaginas lo que es vivir de otro modo. En un país muy pobre. Sin trabajo, con muy poco dinero, no hay comida, no hay solución, todos los días hay que buscar unos cuantos dólares del modo que sea. La pobreza es un círculo vicioso. Una trampa. La moral y la ética son una carga pesada, por tanto se ponen a un lado y uno queda con las manos libres. Y a luchar. Con garras y colmillos.
—Yo lo haría igual.
—Claro. Cualquiera. A no ser que tengas agua en las venas.
—Bueno. Vamos a almorzar. Se enfría la crema. Me sirvió. La probé:
—Uhmm, está muy bien. Cuando te lo propones eres buena cocinera.
—Gracias. Cuando te lo propones eres un caballero.