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Hablamos poco. Tal vez cinco o seis minutos. Cuando vuelvo al libro pienso en el tempo. Se escribe como se vive. Es inevitable. Un tempo lento y reposado es el ideal para la percepción de un escritor europeo sobre su material. El vive dentro de una cultura sedimentada, extenuada. Vive al extremo de algo. Quizás de un período, de una fase histórica. Es la percepción de quien ha llegado al final de un camino y se sienta al borde a pensar tranquilamente en su largo y azaroso trayecto.

En cambio, yo pertenezco a una sociedad efervescente, que convulsiona, con un futuro absolutamente incierto e impredecible. En un sitio donde hace sólo quinientos años vivían hombres en cuevas, desnudos, que cazaban y pescaban y apenas conocían el fuego. Por si fuera poco, vivo en un barrio de negros. Negros que cien años atrás todavía eran esclavos. Y han logrado muy poco. Demasiado poco en cien años sin grilletes.

El resultado es que mi vida es un experimento perpetuo entre la nada y la nada. A veces el experimento se torna vertiginoso y brutal. No puedo separar artificialmente lo que hago y lo que pienso de lo que escribo. Si viviera en Estocolmo mi vida quizás sería lenta, monótona, gris. Los alrededores son decisivos. Lo único que puedo hacer siempre, en Estocolmo, en La Habana o donde sea, es construir mi propio espacio. Nunca puedo esperar que alguien me dé la libertad. La libertad tiene que construirla uno mismo. ¿Cómo? Cada quien tiene que descubrirlo por sí mismo. Mi libertad la construyo escribiendo, pintando, sosteniendo mi visión simple del mundo, acechando en la jungla como un animal, impidiendo intromisiones en mi vida privada. Lo esencial para el hombre es la libertad. Interior y exterior. Atreverse a ser uno mismo en cualquier circunstancia y lugar. La libertad es como la felicidad: nunca se llega. Nunca se tiene completa. Sólo es el camino. Uno camina en pos de la libertad y la felicidad. Y así se vive. Es a lo único que podemos aspirar. Unos pocos años atrás, y durante mucho tiempo, mi vida estuvo atada a sistemas, conceptos, prejuicios, ideas preconcebidas, decisiones ajenas. Aquello era demasiado autoritario y vertical. Así no podía madurar. Vivía en una jaula, como un bebé al que protegen y aíslan para que jamás endurezca sus músculos y desarrolle su cerebro. Todo se desmoronó delante de mí. Dentro de mí. Con mucho estruendo. Y estuve al borde del suicidio. O de la locura. Debía cambiar algo en mi interior. De lo contrario podía terminar loco o cadáver. Y yo quería vivir. Simplemente vivir. Sin agobios. Quizás con algún día feliz. Y reducir las angustias. Eso es imprescindible: reducir las angustias. Quizás es sólo un asunto de cambiar el punto de vista. Hay que estar plenamente presente donde uno se encuentra, y no escapar siempre.

Puse a un lado La inmortalidad. Bajé las escaleras y me senté un rato frente al mar, en el Malecón. Era sábado y serían las ocho y treinta de la mañana. Todo tranquilo y silencioso. Sólo se oía el radio de un policía cercano: «Veinticuatro cero veinticuatro. Veinticuatro cero veinticuatro. Veinticuatro cero veinticuatro. Praaaaacccc. Praaaaccccc. Síiiiiii..., dime cero veinticuatro. Praaaccccc...»

Regresé a la casa. Tenía deseos de un café. Era más saludable que seguir sentado en el Malecón mirando al mar. Caminé unos pocos metros y los dos retrasados mentales se despedían en la puerta del edificio. Son un matrimonio. Ambos son mongoloides, fronterizos, medio crazys, nadie sabe por qué no funcionan bien. A cada uno le falta un tornillo en el cerebro y aprovechan para cagarse en la escalera y atormentar a todos con sus griterías estúpidas. Entré al hall de mi viejo edificio. Lo construyeron en 1927, con escaleras de mármol blanco, apartamentos amplios y confortables, ascensor de bronce pulido, fachada como las de Boston, puertas y ventanas de caoba. En fin, impecable, lujoso y caro. Ahora está en ruinas. El ascensor y la escalera huelen a orina y a mierda. En la acera, frente a la puerta, hay un hueco que permanentemente expulsa excrementos a la calle. La gente fuma mariguana y tienen largas sesiones de sexo en la oscuridad de la escalera. Muchos han dividido una y otra vez los apartamentos y ahora viven diez o quince personas donde antes vivían tres. La cisterna siempre está seca. Nadie sabe por qué el agua no llega, y todos cargamos cubos escaleras arriba. Nada excepcional. Lo mismo sucede en todo el barrio. Mugre, cochambre, desidia, abandono.

Yo intento escapar de ese apocalipsis. Por lo menos mental y espiritualmente. Mi materia sigue anclada entre los escombros.

La boba entró conmigo al ascensor. Pulsé el botón del siete y la miré. Muy oscuro. Siempre está oscuro. El ascensor es una boca de lobo. No tiene bombillas. Se las roban. Y vamos bien que lleva unos días funcionando sin tropiezos. De algún modo la boba y yo nos veíamos. Muy displicente, un poco en broma, se me ocurrió decirle:

—Elenita, se te ve feliz.

Inmediatamente se me acercó. Me agarró por el brazo y me pegó sus grandes y sólidas tetas. Emitía unos ruiditos extraños. Algo así como «Oghn, oghn.» Uf, tenía unas tetas duras, abundantes, con espléndidos pezones erectos. Se las agarré con la mano derecha y las masajeé. Mi mano izquierda bajó hasta el bollo. No tenía ropa interior. Sólo una bata ligera y raída. Oh, qué bien. Elenita debe de tener veinticinco años y proviene de una mezcla extraña de mulatos, blancos, chinos, negros y parece que hay alguna pinta de jamaicanos o de haitianos. En fin, algo indescifrable. El producto final pudo quedar muy bien, si no fuera por esa tara cerebral que la acerca al mongolismo. Algo falló en el cocktail. Habla muy poco, más bien gruñe. Supongo que tampoco piensa bien. Quizás tiene obsesiones sexuales. No sé. Cuando mi mano llegó a su bollo fue una maravilla: mucho pelo. Abundante vello púbico, que al parecer es abundante vello público. Era un bollo grande, pelú, mojado y oloroso. Eso es lo que quiero decir. Introduje el dedo, batí un poco, me mojó la mano, le apreté el clítoris. Gimió. Olí mi dedo. Muy buen olor. Suave y fragante. Nada sucio. Toda una tentación para la lengua. Bajé la mano de nuevo. Introduje el dedo otra vez. Gemía más. Ya ella me apretaba la pinga por encima del pantalón, muy emocionada, y yo con una erección tremenda. Me apretaba, me masajeaba y seguía haciendo aquellos ruiditos, como un cerdo: «Oghn, oghn.» Pero no hubo tiempo para más. El ascensor subía traqueteando, de pronto se estremeció, se detuvo y con gran estrépito se abrió la reja. Salí al séptimo piso. No me despedí. Ella bajó de nuevo. Vive en el tercero. Subí otro tramo de escalera hasta mi cuarto en la azotea. Pensé fugazmente que la boba podía tener sífilis o sida o tuberculosis. ¡Ay, mi madre! ¿Por qué seré así? Quise lavarme las manos pero no había agua y no tenía deseos de bajar a la calle y caminar hasta la esquina en busca de un cubo. Al menos no la besé.

Pensé en hacer café, pero no. Estaba agotado. Me tumbé a descansar en la cama. Llegué a unas naves enormes y oscuras, donde había gente soldando planchas de acero, con todos esos chisporroteos y las luces del arco voltaico. Quizás eran unos astilleros. Ese fue uno de mis primeros trabajos, cuando tenía diecisiete años. Ayudante de soldador en unos astilleros de reparaciones de barcos. Tenía un turno permanente de doce de la noche a ocho de la mañana. Duró menos de un año, pero rindió por veinte. No quiero recordarlo porque me sentía como un jodio esclavo. Los cabrones astilleros y los enormes buques y la soldadura regresan siempre en los sueños angustiosos. En un rincón había una mona parida, con muchos monitos mamando de sus pechos. El mono macho se le acercaba, pero ella lo rechazaba y seguía concentrada, fabricando leche para sus cachorros, y por tanto no quería saber nada del tipo. Yo acaricié al mono macho y el tipo se me acercó. Y lo acaricié más, y le agarré el sexo. Lo tenía erecto. Lo masturbé un poco. El mono se quedó tranquilo, pegado a mí. Disfrutando la paja. Y se vino. Soltó mucho semen y me mojó la mano. Mucho semen. Y nos quedamos un rato juntos. Sintiéndonos. Y ya. No recuerdo qué sucedió después. Supongo que dormí un poco más y desperté.