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Curioseando en un armario encuentro cinco álbumes con recortes de periódicos. Cuatro tienen sólo fotos de autos destrozados, accidentes de carretera, heridos que introducen en ambulancias, inválidos en sillas de ruedas. En el quinto sólo hay noticias de caballos, hipódromos, carreras, y en las últimas páginas algunas historietas de Snoopy. En la primera una gran foto de John Lennon. Esperaba encontrar algo más edificante. Revistas porno, por ejemplo. Pero no. Nada entretenido. Sólo la muerte. Tendré que comprar dos o tres revistas porno. Hace unos días vi una de viejas. Señoras muy elegantes, en sus salas burguesas, desnudándose poco a poco hasta quedar en cueros. Y siempre sonriendo a la cámara, complacientes las abuelitas. Muestran sus tetas ajadas, el sexo calvo, la piel arrugada. Me gusta. Recordé algunas travesuras con señoras mayores de sesenta años. A veces son edificantes esas damas. Cuando conté lo del Auditórium Nacional de Madrid no fui totalmente sincero. Hay aventuras que uno intenta olvidar y entonces dice tranquilamente: «No, nunca me he templado a una señora mayor, yo soy un tipo correcto.» Pero la realidad es a la inversa: yo soy incorrecto y a las señoras mayores les gustan los machitos jóvenes que la tienen dura, y no los viejos de ochenta años. Lo cual tiene mucha lógica.

Una de esas señoras, bailarina, delgadísima, con mucho más de sesenta años, me sedujo cuando yo tenía unos cuarenta. Lo hizo hábilmente. Poco a poco. Hasta que un día, un par de vasos de whisky por medio, la vieja dama indigna estaba desnuda y con las patas abiertas, sentada sobre una mesa, y yo desnudo frente a ella, de pie, clavándola rítmicamente. Mete y saca. Ahí, con un buen ritmo, y a la señora hasta se le olvidó el español. Era neoyorquina. Hacía treinta años que vivía en La Habana pero cuando se vio ensartada empezó a decir cosas en inglés y miraba al techo con sus ojos azules. Jugamos con frecuencia durante más de un año porque aquella señora tan vieja, tan magra, con su piel arrugada a pesar de las toneladas de cremas que utilizaba a diario, tenía un bollito rosado, terso, húmedo, juvenil, y con un olorcito muy agradable, aunque ya sin vello. Yo lo miraba y le decía: «Madame, la soprano calva está pidiendo carne. Necesita carne para cantar un aria.»

La señora se divertía mucho. Tenía otro amante. Un amante eterno, de su misma edad. Era un mulato músico, jodedor y tan perverso como la vieja neoyorquina. Le gustaba masturbarse mirándonos. En esa época me divertía. Yo era un simple gato callejero y noctámbulo, cazando en la oscuridad de La Habana.

Coloqué todos los scrapbooks cuidadosamente en el armario. Simétricamente quiero decir. Al milímetro. Salí a dar una vuelta por el centro. Combino tren y metro y emerjo en Central Station. Ahí están todos los borrachitos. Hombres y mujeres. Como en todas partes. Los borrachitos eternos. El centro de Estocolmo es entretenido. Con dinero. Sin dinero es mejor regresar a casa a mirar los árboles y el césped verde, oír a las cornejas y escuchar Kings of the Blues o algo así.

Por la tarde nos encontramos. Agneta siempre llega agotada a casa. Organiza reuniones internacionales y conferencias. Y necesita intérpretes, traductores, azafatas, seminar leaders. Los contrata, se ocupa de explicarles qué deben hacer.

—Ah, pero no sé qué sucede en las últimas semanas.

—¿Por qué?

—Todos tienen depresiones, tratamientos médicos, cáncer, el psiquiatra le pidió que no trabajara en seis meses. Oh, no. Así no puedo. Me agoto. Al final no logro nada.

—¿Y tu jefe? ¿Qué dice?

—A él no le interesa. Es mi problema. Buscar gentes sin enfermedades. ¿Se dice «gente sana»?

—Sí.

—Eso. Buscar gente sana. No es fácil. No hay gente sana disponible.

Suspira profundamente. Trato de animarla:

—Mira, enviaron una revista de un club de libros.

—Ah, sí. Bockernas Klubb. La envían siempre.

—Hay un libro de shiatsu. No es caro. Debías pedirlo. Te conviene algo de esto.

No me contesta. A veces me jode que guarde tanto silencio. Otras veces me gusta. Agarro sus pies y le doy un masaje. Sigue sin avances. Le duelen todos los puntos. Pero a rabiar. Después nos quedamos en silencio. Hay un gran silencio. La puerta del balcón está abierta y entra un poquito de frío. Son las seis. Ya debe de andar por 15 grados o menos. Me quedo con sus pies en mis manos. Le paso un poco de energía. Y pienso en Gloria. Al principio, hace tres años y pico, después de un par de horas templando, le zumbaban los oídos. Se levantaba de la cama y me decía:

—Cada vez que tiemplo contigo se me tupen los oídos. Me zumban. Nunca me había pasado.

—Es que te cargas.

—¿De qué me cargo?

—Te paso energía.

—¿Con la pinga?

—Con todo. Te cargo. Tienes mucha energía, pero desordenada.

Y por ahí le explicaba algo y Gloria se interesaba. Aprendía. Tiene una mente muy abierta y no se sorprende. Puede indagar en cualquier cosa. Si le digo: «Acaba de aterrizar un ovni en la azotea», ella va tranquilamente a ver si es cierto. «¿Por qué no? Todo es posible», me contesta. Agneta interrumpe mis pensamientos:

—Shiatsu no creo. Pero...

—¿Pero qué?

—Ehh..., quisiera creer en Dios.

—¿Para qué?

—Todo sería más fácil.

—Seguro.

—¿Tú crees?

—Sí.

—¿Cómo se puede creer en Dios?

—No sé. No se puede explicar. Dejé de creer a los trece años. Y tuve un largo camino muy confundido. Mucha confusión.

—¿No se puede explicar?

—No tiene explicación. El que intente explicarlo es un embaucador.

—Oh.

—Además, no me gusta hablar de eso.

—¿Por qué?

—Ya nadie cree en nada. Y me avergüenza creer.

—Me gustaría..., ehh..., necesito esa experiencia.

—Lo que vas a encontrar ya está dentro de ti. No tienes que buscar nada.