18
Tuvimos que dar un largo rodeo para acercarnos a Sodertalje por una carretera menos frecuentada. La ruta más directa desde Estocolmo tenía un embotellamiento denso. Un sábado soleado y hermoso. Principios de julio. Es un buen lugar. Hay un canal profundo que pasa junto al pueblo y los enormes buques transatlánticos cruzan por ahí hacia el puerto de Estocolmo. A veces vengo a pescar. Estoy sentado en la orilla, tirando el sedal, con la caña en la mano, y uno de esos barcos gigantescos pasa lentamente, a diez metros. Los marineros van en cubierta, mirando a la gente, y nos saludamos con un leve movimiento de cabeza, como si nos conociéramos desde siempre.
Agneta conduce tranquilamente. En el pequeño muelle donde pesco sólo hay unos borrachitos tragando vino. Atravesamos el pueblo y seguimos un poco más allá. Una vieja amiga de Agneta nos invitó a comer en su casa de campo, cerca de la desembocadura del canal. Cuando llegamos nos esperan. Un poco impacientes. Nos excusamos por la demora. Sirven enseguida. Somos apenas seis personas. Mientras comemos hablamos de la casa, que es realmente antigua, hermosa y sencilla. Da impresión de sosiego y paz. Tiene más de doscientos años. Los establos y la casita del campesino que cuidaba la finca, con su familia, tienen más de trescientos años. Es un lugar espléndido. A pocos metros de nosotros hay unos estanques artificiales. El vecino cría langostinos y salmones y los vende directamente. La amiga de Agneta me habla del fantasma que habita en el desván de la casa. Al parecer es un poco travieso. Hace ruidos de todo tipo, por la noche. A veces s deja ver como un simple bulto blanco ligeramente luminoso que sube y baja las escaleras rápidamente y en silencio total. Otras veces hace ruidos en la cocina con los cacharros, como si todo cayera al piso. Cuando alguien va a ver resulta que no ha sucedido nada. Todo está en orden. El tipo es un clásico entre los fantasmas. El bromista típico que repite los mismos trucos de siempre. Nada original. Les digo que es fácil echarle de la casa: un vaso d agua, flores, una vela, perfume, rogar por esa alma en pena, dedicarle una misa en la iglesia. En fin, hay múltiples recursos para que ese espíritu gane luz y ascienda y no joda más a los que todavía estamos del lado de acá. A menudo sucede eso: espíritus oscuros, con un apego excesivo a su casa y a su familia. «No, no —me dice la dueña de la casa—, es un espíritu bueno que cuida la casa. No hay por qué echarlo del desván.» «Si usted lo dice, así es», le respondo con una sonrisa. Y guardo silencio. Supongo que todos los espíritus oscuros son iguales. En La Habana o en Sodertalje, pero esta señora cree que sabe. No le explico nada más. Cambio el tema, hablamos de la pesca en el canal y le digo que siempre capturo algo. Lo cual no es cierto. Habitualmente no pican. Me pregunta: «¿A usted le gusta la pesca? ¿Tienen mar en Cuba?» Me quedo sin saber qué contestar. Agneta interviene: «Cuba es una isla, en el Caribe.» «Ahh, no sabía. Bueno, les sugiero tomar el café y los pasteles en el canal. Tenemos un pequeño yate.»
Nos fuimos al canal. El pequeño yate tiene dieciséis metros, dos motores diesel y camarotes de lujo, con todo lo demás. Sirve para dar una vueltecita al planeta sin sobresaltos. Subimos a bordo, paseamos un poco, bebemos café, licores, comemos pasteles, hablamos de tonterías al estilo de «oh, el verano sueco es hermoso, pero cada estación tiene su encanto.» Nos tomamos fotos, más café, más licor de cereza. Comienza a soplar un poco de viento y regresamos al muelle. Uno de esos días anodinos y transparentes en los que no sucede nada. La mayoría de los días son así. No tienen importancia. Son pocos los que tienen importancia. Y está muy bien. Si todo fuera trascendente, convulsivo, estremecedor, nos volveríamos locos. El peso de la intensidad nos aplastaría.
Regresamos a la casa de campo. Todos se sientan en el porche para beber algo más. Agneta y yo nos escapamos hacia el huerto y los invernaderos, detrás del establo. Exploramos un poco en el viejo establo y en la casita abandonada. Todo cubierto de polvo y telarañas tal vez durante los últimos cien años o más. Mesas y sillas rústicas, enseres de cocina toscos y simples, un antiquísimo órgano de pedales. Entramos al invernadero. Un calor y una humedad sofocantes. Hay una hermosa planta tropical con decenas de flores. De una belleza pasmosa. Tan increíble que no parecía real. «¿Será del Amazonas?», pregunté yo. «No lo creo. Ellos viajan mucho a Asia y África», me dijo Agneta. Me acerqué a la planta. ¿Sería carnívora? Era absolutamente bella, fosforescente, mágica, con colores inimaginables. Parecía una trampa para incautos. Me pareció que en cualquier momento podría transmutarse en una boca gigantesca y tragarme en un segundo. Pero quería tocarla de todos modos. Removí un poco los tallos. Y de pronto, debajo de aquel macizo inmenso de tallos, hojas y flores, comenzaron a salir serpientes. Reptaban calmadamente, sin prisas, y en todas direcciones. No tan grandes como las boas pero tampoco tan pequeñas. ¡Cojones! Salí de allí precipitadamente. Agneta salió tras de mí, riéndose. Cerró la puerta del invernadero y me llamó para verlas sin peligro a través del vidrio.
—No son peligrosas. Ven.
—¡Repinga! No pensé que habría serpientes en Suecia.
—No son venenosas.
—¿Qué sabes de serpientes, Agneta?
—Lo sé.
—En teoría.
—Ah, sí..., mira, hay más.
Miré a través del vidrio. Salían más. Había un nido grandísimo debajo de la planta tropical. Las conté. Catorce serpientes. Cada una de un metro de largo. Algunas más largas aún. Se movían lentamente, amodorradas. Se escondían en otros rincones.
—Están aletargadas por el calor.
—¿Hay serpientes en Cuba?
—Claro. Jubos y majas. Sobre todo majas.
—¿Venenosas?
—No. El majá engorda bastante y se puede comer bien.
—Arhg.
—Jajajá. Yo los preparaba. En los cañaverales, cuando cortaba caña de azúcar.
—Oh, pero ¿es una tradición o...?
—De tradición nada. Hambre. Cortando caña doce horas al día, a veces más. Y lo que había de comida era un poquito de harina de maíz y dos cucharadas de frijoles. Agarrar un majá era una fiesta. Yo era el que los preparaba siempre.
—Uhm, ¿quién te enseñó?
—El hambre. Ese es el mejor maestro. Si en un mes bajas diez o quince kilos de peso... Una vez apareció un majá. Lo cazaron en el cañaveral y nadie sabía cómo prepararlo. Entonces pensé: «¡Cojones, eso es carne!» Y se me ocurrió decir: «Yo sé. Mi padre me enseñó.» En realidad a mi padre le aterraban esas serpientes, pero los convencí. De ahí en adelante yo era el chef de los majas. Y aparecía uno cada cuatro o cinco días.
—Tú siempre diciendo mentiras. ¿Cómo se te ocurre en una situación así hablar de tu padre?
—No son mentiras. Es inspiración. Sentido de supervivencia. Con los gatos no pude jamás. Comerlos sí. Gato con papas y salsita. Pero los cocinaban otros.
—Askk..., no lo puedo creer.
—Es que teníamos mucha hambre, Agneta. En los años sesenta se pasó mucha hambre. Muchachos de dieciséis a veinte años cortando caña como bestias y comiendo unos pocos gramos de harina de maíz y frijoles.
—¿No podíais protestar?
—En el ejército no se discute.
—¿No te pusiste enfermo comiendo esa porquería?
—No. Al contrario. Estaba más fuerte que ahora. Trabajábamos como mulos todo el día y por la noche salíamos a templar terneras o yeguas. Y los domingos por la tarde boxeábamos durante horas, sin parar. Una vez noqueé a dos seguidos.
Agneta puso cara de asombro, o de asco. Me interrumpió:
—No creo que tú... ¿terneras y yeguas?
—Jajajá. A esa edad o tiemplas lo que encuentras o estás pajeándote todo el día. Es normal.
—No. Es anormal.
—En una de las zafras, en Morón, al norte de Camagüey, había una ternera negra cerca del campamento. A mí no se me olvida. Riquísima. Tenía el bollito rosadito, pequeño. Pero éramos muchos. Cuando me tocaba a mí habían pasado de cinco a veinte y aquello era un charco de leche. Cuando le metía el rabo hacía «cloch, cloch, cloch», jajajá. Y después seguían los otros. Supongo que seríamos treinta o cuarenta cada noche. O más, quizás.
—Oh, por favor, no sigas. No tienes escrúpulos.
—A esa edad nadie tiene escrúpulos. Los escrúpulos se adquieren.
—Ah, no justifiques...
—Además, a la ternera le gustaba. Se quedaba quietecita. No se movía. Era como si se concentrara para no perderse nada de lo que sucedía. Con las yeguas era distinto porque...
—No, no, por favor. Ya basta.
—Bueno, bien. No hagas un drama. Yo era muy joven. Ya ni recuerdo.
Creo que hablé demasiado. El rostro le cambió. Me parece que estaba un poco angustiada, ensombrecida. Lo que para mí es normal, para ella es anormal. Estoy seguro de que los suequitos adolescentes en el campo también se tiemplan a las yeguas, a las puercas y a las terneras cuando las tienen cerca. Si sólo hay cosechadoras y tractores tendrán que pajearse, como todo el mundo. Es así y ya. No hay que complicar las cosas inútilmente. Por suerte no le hablé de las perras que me templaba antes, cuando tenía trece o catorce años.
Nos quedamos en silencio. Un minuto de silencio, dos, tres. Le digo:
—Bueno, nos vamos.
—Sí.
Nos despedimos. Subimos al coche y rehacemos el largo trayecto rodeando la autopista. Es una carretera estrecha, con tráfico muy escaso. Atravesamos un paisaje impresionante de enormes bosques tupidos y verdes. Estamos tensos, la radio rota. Silencio total y esos bosques tan interminables y opresivos. Al fin me decido:
—¿Estás molesta conmigo?
—No, pero necesito... —¿Qué?
—No sé cómo decir. Necesito...
—Tiempo de asimilación. Conteo de protección, como los boxeadores.
—Exacto. No puedo aparentar que estoy relajada. No lo estoy.
—Te prometo que no hablaré más de mi pasado. Tú no lo haces. Es lo mejor.
—No es cierto. Sí hablo.
—Pero no de cosas importantes.
—Me gusta saber de ti. De tu pasado, de todo, pero... a veces es muy difícil.
—Tú eres muy inteligente. Lo quieres saber todo de mí y que yo no sepa de ti. Habla, cubanito, habla. ¡Tremenda sueca me ha tocado! Jajajá.
Nos reímos. Nos distendemos un poco. Estoy medio dormido. Me recuesto y le pregunto:
—¿Tienes sueño?
—No. Nunca duermo cuando conduzco.
—¿Seguro? Si tienes sueño yo...
—No, no. Duerme. Descansa un poco.
Me recuesto y cierro los ojos. Entonces pienso que por suerte no conté lo de la perra. Me templaba aquella perra en casa de mi abuela, en el campo. En cuanto me veía ya comenzaba a gemir. Aquellos veranos en el campo eran muy buenos. Una vez abuela me sorprendió en el portal masturbándome: «¡Ah, por eso estabas tan calladito! Hazme el favor de guardarte eso. Te vas a volver loco. Ven acá. Ayúdame a cargar el sancocho para los puercos.»
Muchos años después mi hijo también se masturbaba, frente al televisor. En cualquier momento. Hasta viendo el noticiero. Creía que nadie lo miraba. Su madre lo descubrió un día y se atormentó:
—Oh, está loco. Hay que hacer algo. Habrá que llevarlo al psicólogo.
—No hay que hacer nada. Eso es normal.
—¡Para ti todo es normal!
—Bueno, sí. Una pajita de vez en cuando es normal. A esa edad es normal.
Y ahora pienso que a mi edad también. A veces no hay otra solución.