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Una universidad sueca quería invitarme a unos seminarios de literatura que realizan cada primavera. No me interesan los seminarios, y mucho menos los estudios de literatura, pero podía aprovechar la ocasión y conocer Suecia con gastos pagados. Por algún motivo que ahora no quiero recordar —creo que la socialdemocracia sueca desagradaba a quienes tenían que autorizar mi viaje— no pude dar el paseíto escandinavo. Entonces comencé a intercambiar llamadas telefónicas y correspondencia con Agneta, la coordinadora de aquellos cursos. Cada vez era más cálido. Estuvimos un año con ese jueguito. Le envié algunos de mis poemas. Después compró por correo la Trilogía sucia de La Habana. Se la enviaron desde Barcelona. Cuando comenzó a leer aquellos cuentos me llamó cada día, trastornada. Tartamudeaba en el teléfono y ya todo comenzó a tener un matiz mucho más íntimo.
Debido a una conjunción de caminos que se entrecruzaron muy bien, pasé la Navidad de 1998 en los Alpes. Estuve con una amiga fotógrafa en una cabaña de madera en medio de las montañas, lo cual puede parecer un invento de novelita romántica. Pero no. Fue exactamente así. Una tarde nublada, gris y con viento, bebí unos cuantos whiskies mientras mi amiga me tomaba fotos. El alcohol se me subió al cerebro y empecé a quitarme la ropa. Siempre me sucede: cuando me miran desnudo se me para. Y mucho más si es con una cámara. Normal. Las fotos quedaron muy buenas: yo en la nieve, totalmente desnudo, con la verga tiesa. Mi amiga las imprimió en sepia y realmente quedé tan juvenil, con el ego tan erecto y atractivo, que no me resistí y envié una de aquellas fotos a Agneta como regalo de Navidad.
Soy un seductor. Lo sé. Igual que existen los alcohólicos irredentos, los ludópatas, los adictos a la cafeína, a la nicotina, a la mariguana, los cleptómanos, etcétera, yo soy un adicto a la seducción. A veces el angelito que llevo dentro intenta controlarme y me dice: «No seas tan hijo de puta, Pedrito. ¿No te das cuenta de que haces sufrir a esas mujeres?» Pero entonces salta el diablito, y lo contradice: «Sigue adelante. Así son felices, aunque sea por un tiempo. Y tú también eres feliz. No te sientas culpable.»
Es un vicio. Yo sé que la seducción es un vicio igual que otro cualquiera. Y no existen los Seductores Anónimos. Si existieran tal vez pudieran hacer algo por mí. Aunque no estoy seguro. Seguramente me inventaría pretextos para no acercarme por sus sesiones y tener que pararme a cara dura delante de todos, colocar la mano sobre la Biblia, y decir serenamente: «Mi nombre es Pedro Juan. Soy un seductor. Y hoy hace veintisiete días que no seduzco a nadie.»
En marzo ya estaba de nuevo en La Habana. Muy tranquilo. Pintando. Experimentaba con algunos materiales de reciclaje. Quiero decir con basura que recogía en las esquinas. Tenía mucho material a mi alcance. Por las tardes bebía ron, fumaba mis tabacos, seducía a alguna negra, alguna mulata. Las adoro. No voy a escribir aquí que los negros son una raza superior porque eso es fascismo inverso, pero estoy convencido de que hay que mezclarse más. Provocar el mestizaje. Fabricar más mulatas y mulatos. El mestizaje salva. Por eso me gustan las negras. Bueno, no exactamente por eso, cuando uno tiempla no piensa en la salvación de nadie ni un carajo. Pero tengo un par de hijas mulatas encantadoras que corroboran esa idea.
En fin, ya en marzo Agneta me organizaba desde Estocolmo otro viaje a Suecia. Es de una eficacia perfecta, pero yo la sentía un poco alterada. Entre los poemas, los cuentos de la Trilogía y la foto desnudo en medio de la nieve alpina, se le habían trastornado los ritmos neuronales. Me llamaba casi a diario y me decía cosas así: «Anoche no pude dormir. Me tienes alterada. ¿Es cierto todo lo que escribes?»
Y yo le contestaba: «Sí. Tengo poca imaginación.»
Y ella: «Ohhh, ¿vendrás en la primavera, Pedro Juan? Ya está todo a punto. ¿Vendrás?»