7

Me desperté medio atontado, igual que los caimanes, soñoliento bajo el sol. Entré al agua, nadé un poco y me refresqué. ¿Qué hora sería? Continuaba la tranquilidad, el silencio, casi nadie en los alrededores. Necesitaba una aspirina y un refresco bien frío. Salí caminando. ¿Regresar a La Habana? No, era muy temprano aún. Enseguida encontré una farmacia abierta. Le pregunté a la dependienta, me dio la espalda, molesta no sé por qué, y me contestó entre dientes:

—No hay aspirinas. En ninguna parte, ni las busque.

—Pero de vez en cuando...

—Cuando vienen se acaban en media hora. Traen muy pocas. Y hace tres meses que no entran.

Tomé dos refrescos de naranja química y subí una colina, hacia la zona arbolada, donde viven Evelio y Julita. Hacía años que no los veía. La última vez que hablamos ellos correteaban por La Habana, de oficina en oficina. Querían viajar a Venezuela, y quedarse, por supuesto. Julita tenía una sobrina en un pueblecito por allá y habían puesto todas sus esperanzas en la sobrina y en el pueblecito. El problema era que sólo podían viajar ellos dos. Aquí les retenían a los niños. Rogaron a las once mil vírgenes, juraron que ellos regresaban, que no iban a pedir asilo. Pero no lograron nada. Seguían todos aquí, juntitos.

Viven en un lugar hermoso. A doscientos metros de la playa. Cada casa tiene árboles y jardín alrededor. Atravesé un campo de béisbol. Unos muchachos jugaban frenéticamente. Le pregunté a uno que cubría el center field:

—¿Cómo está el juego?

—Dieciséis a dieciséis, en el tercer inning.

—¡Cojones, chico, pero qué malos son ustedes! ¿No les da pena?

—Oiga, señor, no ofenda, no ofenda.

Seguí mi camino. Peloteros de manigua. Fui hacia la arboleda. Encontré la casa. Evelio había encanecido mucho en poco tiempo. Hacía algo en unas jaulas de gallos finos. Eran unas treinta jaulas, colocadas a la sombra, bajo unos árboles de mango y aguacate, junto a la casa. Nos miramos pero no me reconoció. Me paré en la acera y le grité:

—Oiga, señor, ¿usted vende esos gallos?

—¡Coño, Pedro Juan, no te conocí, acere!

—Hace años que no nos vemos.

—Entra, entra.

—Están lindos esos pollitos, ¿son tuyos?

—Sí. Para entretenerme en algo.

—¿Hay vallas por aquí?

—Sí, uhhh, toda esa manigua está llena de vallas. Funcionan los domingos. Clandestinas, tú sabes, como todo. ¿Te gustan las peleas?

—Uhhh, desde niño. Pero no tengo paciencia para criar.

—Juegas nada más.

—Juego. A los once años empecé a vender helados en la valla de gallos de Matanzas. Y me envicié, tú sabes cómo es eso. Con el bolsillo lleno de pesos, ¿quién se aguanta?

—Jugarías escondido, porque con esa edad...

—Apostaba por fuera. Yo tenía mis puntos, y ganaba bastante. Tengo buena vista para los gallos.

—Porque te gustan. Al que le gustan los gallos tiene instinto. Conoce al ganador.

Evelio tenía dos botellas de aguardiente. Supuestamente para soplarlo sobre las plumas de los gallos. Al parecer pasaba el día medio curda con ese pretexto. Me dijo que iba los domingos a una iglesia bautista donde funcionaban los Alcohólicos Anónimos. Agarré una botella y nos sentamos en el portal. Del mar venía una brisa nutritiva. Tragabas una bocanada y sentías su densidad.

—¿En qué quedamos, Evelio, los domingos vas a la iglesia o a las peleas?

—Depende. Por lo que me dé cuando me levanto. Me gustan más los gallos. Pero tengo que dejar el alcohol. Me estoy quedando sin hígado.

—Evelio, ¿tienes una aspirina?

—¿Para qué?

—Para el dolor de cabeza.

—Ah, eso es fácil. ¡Olgaaaaa! ¡Olgaaaaa!

La vecina salió al portal al oír los gritos. Evelio le pidió la aspirina.

—No, lo que tengo es Paracetamol. De Yuma. Es mejor todavía que la aspirina.

—Da igual. Tráele una a mi socio.

Me la tragué con un buche de aguardiente y muchas gracias, Olga. Nos quedamos en silencio. No teníamos de qué hablar. Hasta que me acordé de nuevo:

—Evelio, ¿qué tú me decías de los gallos y la santería?

—Que yo tengo esos gallos porque me hice el santo, hace años. Y el santo me pidió gallos.

—¿Sí? ¿Pide gallos?

—Ah, tú no sabes nada. A veces piden chivos, carneros, gallinas prietas, majas, palomas. Y te quitan cosas. Por ejemplo yo no puedo montar bicicletas, motos ni manejar carros. La religión es muy complicada. Yo empecé con dos gallitos y una gallina fina, y ya tengo una cría que vale lo que yo quiera pedir. Esos animales son ganadores todos. Desde el huevo ya están engrifaos.

Silencio de nuevo. Dos o tres buches de aguardiente candela-pura, y yo con el estómago vacío. Evelio me dijo:

—Mira, ven acá. Esto no se lo enseño a nadie.

Me mostró las cazuelas, los hierros, las soperas de los santos. Todo lo tenía escondido en un pequeño armario con puertas, en la sala. Volvimos al portal y seguimos con el aguardiente. Entonces se recostó en el sillón y miró al techo, pensativo. Tenía en las manos el collar azul de Yemayá. Jugueteaba con él. Se quedó un momento en silencio y me dijo:

—Hace poco tomaste una buena decisión. Y va a rendir fruto. Te costó trabajo, tuviste mucha indecisión, tuviste hasta miedo de que te metieran en la cárcel, pero tú tienes un buen guía. No tengas miedo y dale pa'lante. Fue una decisión con papeles y cosas así, pero ya eso pasó, y como te dije, te fuiste con la ficha buena. Ahora... te voy a decir más..., tienes un africano y un indio siempre a tu lado. Son fuertes los dos y no se separan de ti.

—Siempre me dicen eso en las consultas.

—Tienen que decírtelo porque están ahí. No se apartan de tu lado. Sin embargo tú no los atiendes. Bueno..., al indio sí lo atiendes, y le pides y le pones flores, pero al negro ni lo miras. Lo tienes en el olvido.

—Sí, es verdad.

—Ah, ya tú ves. Y tienes que atender a los dos. Tú eres inteligente gracias al indio y fuerte y luchador gracias al negro. Los dos son importantes para ti porque se complementan. Uno apoya al otro. ¿Me entiendes?

—Sí, claro.

—Ese negro es durísimo. A ti no te puede tocar nadie gracias a él. Es un negro grande y fuerte, en cueros, con un taparrabos nada más. Un taparrabos de saco de yute, y un pañuelo rojo amarrado en la cabeza. Tienes que ponerle un güiro de coco con ron o aguardiente y un tabaco. No siempre. Eso es cuando te acuerdes. Eso es lo que le gusta a ese negro. Le gusta el ron, el tabaco y las mujeres. Háblale. Tienes que hablarle y pedirle. Y de vez en cuando le pones una rosa roja, un príncipe negro. Lo de él son las flores rojas. Todo rojo. No es un negro fiestero ni de rumba. Es un negro de monte. Huidizo. Nunca da la cara porque se esconde entre los matorrales. Pero sabe mucho. Es fuerte, astuto y muy valiente. Es un negro cojonú.

Entonces llegó Julia. Evelio tenía el collar azul de Yemayá en las manos. Jugaba con él mientras me decía todo aquello. Se sintió sorprendido in fraganti. Intentó ocultarlo rápidamente, pero ya Julia lo había visto:

—Ey, Pedro Juan, qué sorpresa, tú por aquí. Y éste comiendo mierda con los santos y el collarcito y haciéndose el adivino.

—Julita, Julita, respeta por lo menos.

—No respeto na', Evelio. Él dice que tiene que consultar. Mentiras y cuentos. Mierda es todo eso.

—No, Julita, pero...

—Sí, ya veo. Tú también crees en toda esa jerigonza, Pedro Juan. Eso es mierda. Todo eso es cuento. Yo creo en lo que puedo tocar con mis manos. Pero cosas que no se ven, que están en el aire...

—Coño, ¿y cuando te halaban los pies por las noches? Y te despertabas llorando y caga de miedo. Entonces sí viniste corriendo para que yo te limpiara y te quitara el muerto.

—Ah, eso eran sueños y me puse nerviosa.

—¿Sueños? No, tú estabas bien despierta y te seguían halando las patas.

—Los pies.

—Da igual.

—Na, que me puse nerviosa. Y todas las noches era la misma jodienda. Pedro Juan, este hombre es ingeniero. El estudió. Fue profesor en la universidad. Dime sinceramente, ¿debe creer en esa guanajería de negros retrasados de allá de África? Todavía yo, que no estudié. Malamente terminé la secundaria. Por bruta, porque no me gustan los libros ni el estudio, pero este hombre es un filtro...

—Julita, te he dicho cien veces que los estudios no tienen que ver con la religión. Pedro Juan, atiende esto que te voy a decir. Yo era igual que Julia y daba clases en la universidad, y el sindicato y la movilización y todo eso. Vaya, que no creía en nada. En nada. Mi padre era el que tenía sus santos y su cosa de toda la vida, desde niño. Pero escondido. No por él, sino para no perjudicar a sus hijos y a la familia. Él lo tenía todo en un cuarto bajo llave y los únicos que conocíamos la burundanga éramos la familia. Ni daba consultas ni nada. Vaya, es más, durante mucho tiempo el viejo fue dirigente y viajó a Bulgaria, a la Unión Soviética. Uh, era come-candela. Bueno, pasa el tiempo, se jubila, se pone más viejo y llega un momento en que empieza a perder la cabeza. De repente. Sin enfermedad. Tenía setenta y dos años pero estaba sano. Perdió el control, divagaba, hablaba tonterías, se le olvidaba hasta la hora de comer, no dormía, le temblaban las manos. Se iba para el monte y había que ir a buscarlo porque se perdía y no regresaba. Entonces empezaron los problemas conmigo: por la noche me halaban los pies y me quedaba inconsciente y cuando volvía en mí me decían que estuve una hora hablando como un negro congo. A veces me daba un impulso como de loco y salía corriendo para el monte hasta una ceiba que está a diez kilómetros de aquí. ¡Corriendo! Y llegaba sin falta de aire ni sofocado. Buscaba unas hierbas y me agachaba entre las raíces de la ceiba a preparar una obra. Ahí podía estar un par de horas. Terminaba y regresaba para la casa.

—¿Y no te podías controlar?

—No podía controlarme. Era como si estuviera loco. Y mi padre igual. Era como si los dos hubiéramos perdido la cabeza. Entonces fui a ver al babalao padrino de mi padre. Y me dijo: «Tu padre se va a morir ya, pero antes tiene que pasarte todo lo de la santería a ti. Hasta que tú no la recibas él no se muere.»

—Ese cuento lo he oído setepequinientas veces, Evelio. Cada vez que bebes un trago repites la misma historia.

—Pero es verdad, Julita. Yo no digo mentiras.

—¿Y en que terminó todo?

—Como me dijo el babalao. Un lunes mi padre me lo pasó todo. Y se murió el miércoles. Tranquilito en su cama, por la noche. Y desde entonces aquí empezamos a avanzar, porque en esta casa no falta nada.

—Los santos saben lo de ellos, Evelio. No comas mierda. Pero lo mío lo sé yo. Y ningún santo se va a bajar del altar a ponerme cincuenta fulas en la mano. Los santos que se queden aquí comiendo tierra, que yo quiero irme pa comer jamón. El día que nos saquemos un sorteo y nos den la visa a los cuatro..., ahhhhh, mira, muchacho, voy a meter un fiestón que se va a estremecer La Habana. La música se va a escuchar allá al frente. En Cayo Hueso no, en Miami no, más arriba, en Tampa. ¡En Boca Ratón van a escuchar la música!

Nos quedamos en silencio, hasta que le dije:

—Estas obstinada, Julita. Eso es malo. Te vas a volver loca.

—Claro que estoy obstina. Estoy loca, crazy completa. Igual que todo el mundo. ¿Tú no estás obstinao?

—Eso es lo de ella, Pedro Juan. La gritería, la locura, que si está crazy, que si va a jinetear un gallego viejo pa' que se la lleve. Y que si el bombo pa'cá y que si el bombo pa'llá. Oye, acere, así no hay quien viva. Esta mujer altera a cualquiera. Tiene un sorbo que no se lo quitan ni todas las comisiones africanas juntas.

No contesté. Tenía deseos de irme para el carajo ¿Para qué vine a visitar a esta gente? Nos quedamos en silencio, sentados en el portal, al fresco de la brisa, mirando el mar a lo lejos, entre los árboles. En el campo de béisbol los muchachos seguían jugando pero no se les oía. Sólo se escuchaba el viento entre los árboles. Julia no resistía el silencio:

—Pedro Juan, tú escribías poemas si no recuerdo mal.

—Sí, a veces.

—¿Ya no escribes?

—No.

—¿Por qué?

—No tengo nada que decir.

—¿No estás enamorado?

—No.

—Uno escribe poemitas cuando está enamorado.

—Uhmmm.

—Te voy a regalar una libreta de poemas.

—¿Tuya?

—No. De una jinetera.

—Ah.

—Una puta romántica. Le alquilamos la habitación a un mexicano y a una jinetera. Cuando se fueron se les quedó una libreta con poemas de amor.

—Deja ver.

—Te la regalo. Ya nosotros los leímos. Si la dejamos aquí va a parar al baño porque los muchachos agarran lo primero que ven para limpiarse el culo.

—Julita, Julita.

—Es verdad, Evelio, no te hagas el fino que Pedro Juan es de la casa. Quédate con ella, Pedro Juan. Están lindísimos. Ojalá yo pudiera escribir así. De verdad que son una preciosidad.

Aproveché el pretexto. Agarré la libreta. Me despedí y salí caminando colina abajo.