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Una galería de Göteborg haría un vernissage para presentar a cuatro pintores. Incluirían diez cuadros míos. Me puse las pilas para estar allí personalmente, montar un show y vender los diez cuadros. No puedo regresar a Cuba con los bolsillos vacíos. Era fácil y rápido en el tren directo Estocolmo-Göteborg. Pero no conté con algo: mi adorada mujercita no estaba dispuesta a soltar su presa.
—Ah, Pedro Juan, podemos ir en el coche. Yo conduzco.
—Es muy lejos. Te vas a cansar. Y en verano, con tanto tráfico, tantos accidentes. ¡No, no!
—No es lejos y no me canso. Bueno..., si quieres te vas solo. Como desees.
Monta un hocico a medio camino entre berrinche y tristeza y se queda silenciosa. Ah, carajo, esta mujer se me pega como una ladilla del Amazonas. Le doy un besito y la acaricio:
—Ya, titi, ya. No te pongas así. Vamos los dos. Okey.
Y de inmediato me suelta su plan. ¡Lo tenía todo preparado! Es un cerebro la muy cabrona:
—Bien, si quieres podemos salir mañana temprano y a mitad de camino hacemos noche en la granja de unas amigas. Viven en una zona de bosques, muy bonito. Te va a gustar.
Llama a su amiga para avisarle que pernoctaremos allí. Prepara una bolsa para el viaje. Lo ajusta todo eficazmente. No tengo que pensar. Bueno, después de todo, ¿de qué me quejo?
Al día siguiente salimos de casa a media mañana. Por la tarde, después de perdernos en pequeñas carreteras y caminos entre bosques gigantescos, al fin llegamos a la granja: una belleza como de juguete, pintada en blanco y rojo. Agneta me había dado un briefing de la situación:
—Margaretha fue fotógrafa de prensa hace años, estuvo casada con un tipo gordo, grosero y lleno de tatuajes. Se decía que estuvo preso muchos años. Tuvieron dos hijos, pero nadie entendía aquel matrimonio. Finalmente se divorciaron y ella comenzó una nueva vida. Dejó el periodismo, compró esta granja, vino aquí con sus hijos, comenzó a trabajar como fotógrafa free lance y empezó a tener relaciones lesbianas.
—¿Y tú también le metes a...?
—¿A qué?
—¿Te la echaste también?
—No entiendo.
—Que si sonaste una tortilla con ella.
—¿Yo? Oh, jajajá. No. Hace muchos años que no nos vemos. Sólo por teléfono.
Enseguida pensé cosas. Me imaginé que la granja sería un pequeño lupanar y que yo me daría gusto. Error. Margaretha es un señor granjero, fuerte, serio, masculino. Parece un hombre de verdad. Ya dejó la fotografía. Tiene una pareja. Hacen cerámicas y venden leche. Son naturistas totales y aburridísimas. Da la impresión de que no tienen sexo ni los viernes por la noche. Tuvimos una velada con té de hierbas y música sinfónica. Ellas tres hablando en sueco y disculpándose por hablar en sueco y yo muy gentil: «Ah, no importa», pero con deseos crecientes de sacarme la pinga y hacerme una paja, templarme a la Agneta allí mismo, hacer algo para revolcar aquello y que vivieran un poquito. Necesitaba al menos un poco de vodka y un tabaco. Al parecer escuchaba a Mozart, en realidad me puse ansioso. En eso Agneta me dice:
—Pedro Juan, Margaretha quiere mostrarte una colección de fotos muy especiales. Trabajó seis años en un instituto de medicina legal, como fotógrafa, y quiere hacer un libro.
—Ah, sí, bien.
—Aquí no. Yo no quiero verlas. ¿Lo deseas realmente?
—¿Cuál es el misterio?
—Son muertos.
—¿Y por qué no quieres verlas?
—Oh, no. Oh, no, no.
Margaretha y yo subimos al estudio. Me mostró sus archivos:
—Aquí hay unas cuarenta mil fotos.
—Todo tu trabajo de seis años.
—Exacto. Tengo una selección de doscientas fotos en esta carpeta. El libro se titularía: La Muerte. Sólo fotos, sin texto alguno.
—Comprendo.
Tomé la carpeta en mis manos. Me senté en una butaca muy cómoda. Margaretha arregló una lámpara para tener buena iluminación y se sentó lejos de mí. Eran fotos horribles. Todas en colores. Jamás había visto algo parecido. Cadáveres putrefactos semienterrados en los bosques, viejos ahorcados con los ojos abiertos, niños asesinados a hachazos y los padres suicidados junto a ellos, dos gays abrazados y apuñalados mutuamente por la espalda, cadáveres de personas ahogadas comidas por los peces, un policía que asesinó a su mujer a balazos y después se mató él mismo dándose cabezazos contra la pared.
Margaretha me preguntó:
—¿Sientes miedo?
—Asco.
—Eso es lo que pretendo. Si quieres ya es suficiente.
—Quiero llegar al final.
—Es hipnótico.
Era cierto. Miraba aquello completamente hipnotizado. Llegué al final y de nuevo revisé algunas. Me hechizó en especial una serie de cuatro fotos de un asesinato en masa. Era una orgía. Ocho cadáveres. Había látigos, ropa de cuero, consoladores, vibradores, una cama enorme, todo revolcado. Un tipo lo filmaba en vídeo y de pronto sacó una pistola y asesinó a todos. Después se suicidó.
Era terrible el horror y el miedo en aquellos cadáveres ya putrefactos, unos encima de otros, como en el infierno. La policía descubrió el sitio un mes después. No parecía real. Era asquerosamente fascinante. Me hubiera gustado tener esas fotos para mí. Me habría excitado estar allí y tomar las fotos yo mismo y ver el vídeo muchas veces.
—¿Vas a publicar el libro, Margaretha?
—Lo han visto tres editores. No lo aceptan. Pero insisto, creo que es un buen libro.
—Me parece espléndido. Demasiado brillante para estos tiempos tan políticamente correctos. No encontrarás editor.
Bajamos las escaleras y nos reunimos los cuatro en la sala. Ahora necesitaba un whisky y un buen tabaco habano. Ahora sí. Pero disponíamos sólo de té de hierbas y silencio y una oscuridad impenetrable alrededor de la casa.