20

Las cosas fueron cambiando imperceptiblemente. Ahora a Agneta le gusta ir de compras al supermercado y tener en la nevera algo más que pan y salmón. A veces hasta compra delicatessen como queso griego de cabra o enormes aceitunas andaluzas sazonadas. Le gusta quedarse sin sostenes, con los pezones marcados en la camiseta. Tampoco cocina un día para congelar y guardar en el freezer. La sobrina de las tetas hermosas estuvo en casa y se quedó sorprendida: «Oh, tía, nunca tuviste la nevera tan bien surtida. Qué bien.»

Y me hace chistes con la vecina millonaria: «Cada año sale en el periódico con más y más millones. El año pasado tenía veintidos millones, pero ya tiene marido. Sorry, no puedo hacer nada por ti, jajajá.» Y yo le pregunto: «¿Y si enviuda de repente y se queda sólita y triste y necesitada de compañía?» «Inmediatamente nos vamos a vivir a Karesuando, o a Laponia, jajajá.»

Le ha mejorado el humor. Todos los días lee el horóscopo en los diarios. Sagitario y Acuario. Ella y yo. Y saca conclusiones. O nos vamos al hipódromo y juega con mucho entusiasmo. Planea irse un tiempo a trabajar en La Habana. Ayer desayunamos en el balcón Hay macetas con flores en varios balcones del edificio, y me dice:

—Tienen muchas flores los vecinos.

—Menos el vecino de los perros y tú.

—Uhmm..., puedo tener flores también. Luego voy a comprar.

Nos quedamos un instante en silencio. Le digo:

—Me parece que cuando llegué aquí estabas en una etapa aburrida. O triste. No sé bien.

—Sí, un poco.

—Te daba igual lo que sucediera.

—Uhm.

—Ahora te veo con más ánimo.

Se le ponen rojos los ojos y está a punto de llorar. Va al baño. Espero pacientemente. Al fin sale. Se lavó un poco la cara para recuperarse y le digo algo reconfortante:

—No te preocupes, titi. Todos pasamos por etapas de tristeza y abandono.

Se me pega, me abraza y me besa. Por primera vez en su vida tiene un gesto tan meloso. Yo también la acaricio:

—Ahh, qué rico.

—Te quiero mucho, Pedro.

Nos acariciamos en silencio. Se me para el rabo de inmediato y se lo pego al muslo, pero no quiero templar. Es como una ola de calor entre los dos. El amor y el silencio y la paz.

Por la tarde trajo unas bolsas con macetas de flores y una gran botella de fertilizante. Estuvimos trabajando un buen rato y renovamos las que ya existían. Nos sentamos después y le hablo de aquella playa de nudismo, que está bastante cerca.

—No me lo pidas más. No quiero ir.

—¿Te da vergüenza?

—Sí, claro.

—Ah, titi, compláceme. Sólo nos quedan unos días juntos. Dentro de una semana nos separamos. Y nadie sabe. Quizás no vuelvo jamás a Suecia.

Ella se pone lacrimosa. A veces el Pedrito manipulador se dispara y rompe el hijoputómetro. La acaricio un poquito por aquí y por allá. Unos besitos, y me dice:

—No sé dónde es.

—Llama a tu amiga lesbiana y pregúntale.

—¿Lesbiana? ¿Cómo sabes?

—Porque se le ve a la legua.

—Oh, las apariencias...

—A veces engañan. Y a veces no. Me gustan las lesbianas. Me siento muy bien con ellas. De muy joven tuve dos o tres romances con lesbianas..., oh, eran superlesbianas, como si fueran machitos.

—Oh, por favor, basta. No me cuentes más. ¿Cómo te puede gustar una mujer que parece un hombre, que actúa como un hombre?

—Parecían machitos pero no eran machitos. Siempre me pedían que las sodomizara. Adoraban la sodomía. Me siguen gustando esas lesbianas tan masculinas. Igual que los trasvestis. Me divierto con...

—Oh, basta, por favor. No quiero saber más. Eres un..., un..., no sé cómo se dice.

—Un pervertido sexual.

—Eso, sí.

—Pero te encantan mis perversiones sexuales. Y apenas conoces las primeras páginas del catálogo.

—¿Hay más aún?

—Claro. Este cuento tiene segunda y tercera parte, jajajá. «Gozadera Cuban Show.»

Llamó. Buscó un mapa. Precisó con exactitud el sitio. Analizó las carreteras. Consultó el pronóstico del tiempo. Preparó lo que llevaríamos. Sólo faltó un sistema de navegación por satélite. Al día siguiente por la mañana nos pusimos en marcha. Iba un poco enfadada, en contra de su voluntad.

Fue una pequeña tormenta en un vaso de agua. En la playa no sucedió absolutamente nada. Y yo me sentí muy defraudado. Nada de gente hermosa. Sólo viejos y viejas barrigonas que apenas pueden caminar. Paseamos un poco mirando aquel panorama tan desalentador y Agneta se puso patética:

—No entiendo. Hay personas que se excitan con esto.

—A ti te provocan náuseas estos viejos en cueros.

—Sí.

—Porque te pones morbosa. Los ignoro. Ellos están ahí y yo aquí.

—Yo lo sé, ya lo sé.

—La playa está muy bien. Hay un sol tropical, hay silencio, los vecinos más cercanos están a cincuenta metros, así que ¿de qué te quejas? Desnúdate y ponte en onda.

—¿Todo?

—Todo. Para que emparejes el color. Tienes las nalgas y las tetas blancas.

—Jajajá.

Es una playa de varios kilómetros. La mayor parte para gente vestida: unos encima de otros, como sardinitas, los niños gritando y jodiendo. Después hay unas piedras enormes en la orilla y un pequeñísimo letrero de madera que dice: «Sólo para nudistas.» A un lado y otro de ese letrero está el limbo, es decir un gran trozo de playa desierta. Después comienza el territorio del pecado. Ahí estamos nosotros.

Al rato le mejoró el humor, nadamos, bebimos algo refrescante, le amasé un poco las tetas, la besé, la acaricié, le pasé el dedo por el bollo, ya lo tenía húmedo, miré de reojo y sí: una pareja de viejos nos miraban, no muy discretamente. A todos nos gusta hacer de voyeur. Era evidente que los viejos se divertían. Es muy bueno hacer el bien a los demás.

Al regresar por la tarde me invitó a comer en un enorme hotel resort, que anuncia a todo trapo su gran marina con capacidad para quinientos yates y su campo de golf de veintisiete hoyos y sus restaurantes especializados en comidas china, japonesa, mexicana y etcétera. En fin, todo perfecto. Me encantan las mujeres que saben gastar su dinero. Comimos en la terraza, frente al mar. Una enorme ensalada César con camarones, un poco de ternera, vino rojo. El vino y la atmósfera resort la relajaron lo suficiente para llegar a ciertas confesiones que hasta entonces se había guardado. Yo le comentaba que se vive por etapas. Nada es perdurable. Si uno tiene esa conciencia, disfruta mucho más cada momento.

—Es cierto. Nunca lo había pensado. Yo he tenido grandes casas de tres pisos, con nueve dormitorios, caballos de carrera con entrenadores, perros, yates, jardines, joyas, recibíamos los viernes a las cinco de la tarde durante el verano, salíamos en el diario..., ohhh..., fueron años hermosos.

—¿Tu esposo era actor o...?

—No. Negocios. Astilleros de yates, un hotel y no sé qué más. Negocios. Ahora vivo en otra etapa. Ya está.

—Ahora estás en la etapa frugal. Tus jeans viejos, los zapatos rotos..., ya entiendo por qué no hablas de tu pasado. Tengo buena suerte: estoico en Cuba y frugal en Suecia. ¡De pinga, queridos amiguitos!

—Ohhh...

—Debías contármelo todo y yo escribo una novela. Cómo la amante sueca evolucionó del consumismo más asqueante y el vacío existencial hasta la frugalidad del pan integral, la zanahoria cruda, el té sin azúcar y el amante tropical.

Nos traían el café y la cuenta. Ella pagó en efectivo.

—Vamos, Agneta, el whisky va por mí. Compramos una botella y nos emborrachamos.

—Oh, no. Estoy conduciendo. Tú sí puedes beber.

—No, al contrario. Quiero que bebas tú y te emborraches. Entonces me lo cuentas todo, para escribir La amante sueca.

—No hay nada que contar. Mi vida es muy aburrida.

—Gloria dice lo mismo. Eso afirman siempre las grandes pecadoras.

—De verdad. Fue muy aburrida siempre. Esa novela sería una estupidez que nadie podría leer.

Sin quererlo, mi pensamiento se va a Cuba y a Gloria. Si le propongo comprar ron y emborracharnos, lo hacemos en un segundo, nos vamos a la orilla del mar y en cuanto se mete dos tragos empieza a narrar historias de sus aventuras. Una detrás de la otra. Es impetuosa. Caminamos un poco por el pueblo que está al otro lado de la marina. Excesivamente turístico. Olvido el whisky y recuerdo mi juventud:

—Este pueblo me recuerda Varadero.

—¿Varadero Beach?

—¿La conoces?

—Es muy conocida. Muchos suecos van a esa playa.

—Viví allí hasta los treinta años. Entre Matanzas y Varadero. Mis romances lésbicos fueron en esa playa, en los setenta. La Década Gris. Para mí fue La Década del Despelote. La Orgía Perpetua.

Pasamos frente a una joyería. Exhibían una hermosa colección de cadenas de oro. Le dije:

—Vamos a ver esas cadenas.

—¿Te gustan?

—Siempre he querido una, pero son demasiado caras.

Entramos. Nos atendieron exquisitamente. Me gustan las gruesas, de oro martillado. Precios excesivos para mi bolsillo. Seguimos paseando:

—Demasiado caras. En Cuba tal vez la puedo comprar por la mitad.

—¿Tan barato? Imposible.

—Sí, pero no en tiendas. En la calle, con alguien del barrio.

—Oh, pero... pueden ser robadas.

—Son robadas. A los turistas sobre todo.

—Oh, no está bien. No debes comprarla así.

—¿Por qué no? Son las más baratas.

—Tengo una compañera de trabajo a quien le robaron una cadena de oro en La Habana. A las tres horas de llegar, paseando por la calle. Se la arrancaron del cuello. La tenía asegurada y ya se compró una mejor, pero... no está bien.

—¿Por qué?

—Eres cómplice del robo. No se debe hacer.

—Hay muchas cosas en este mundo que no se deben hacer. Y se hacen. Y todos somos cómplices. Cuando tú eras rica, ¿sabes de dónde sacaba el dinero tu marido?

—De los negocios. Era dinero honrado.

—¿Sabes cuántos salarios de miseria pagaría y a cuántos obligaba a trabajar como mulos? Robaba de todos modos.

—No lo creo. Era honrado. Muy buena persona. Y está muerto. Era un hombre muy decente.

—Ningún hombre de negocios es decente. Ningún político es decente. Nadie es decente. ¿Qué cosa es la decencia? No jodas, Agneta. ¡Voy a comprar la cadena al que la venda más barata! No me importa si se la robaron a un turista que exhibía su oro en un país donde la gente pasa hambre. ¡Hambre y anemia! Eso sí es indecente.

—Indecente es lo que vas a hacer tú: usar tu cadena de oro delante de tus vecinos hambrientos.

—Yo por lo menos reconozco que soy un indecente y un individualista de sálvese quien pueda. Y lo asumo. No me pongo a moralizar ni cojones. Y acepto el mundo como es.

Nos quedamos enfadados y silenciosos. Seguimos caminando.

—¿Quieres un café? Te invito.

—No, gracias. Ahorra tu dinero para la cadena.

—Ah, ¿vas a empezar de nuevo?

—No, por favor, podemos tomar el café en casa.