8

Sonó el teléfono, Kurt, de Salzburgo. Un año atrás tradujo algunos de mis textos al alemán. Estaba inválido, en una silla de ruedas. En una playa, al sur de Francia, cayó de espaldas sobre unas piedras y se partió la columna vertebral. Ahora, con treinta años, llevaba ocho rodando en aquella silla. Intentaba hacerlo lo mejor posible. Al menos no les amargaba la vida a los demás. ¿Podíamos vernos esa tarde? Sí, seguro. A las cinco.

A esa hora me paré en la esquina de las calles 21 y 2, en el Vedado. Kurt había alquilado un pequeño apartamento a unos pasos de allí. Le gustaba ser autosuficiente. Moverse solo, recibir un mínimo de ayuda. Me senté en un muro muy bajo, que bordeaba un jardín. Me recosté en la pared y me dispuse a esperar. Era un sitio arbolado, tranquilo, silencioso. Bastante limpio. Pasaban mujeres obesas, con aspecto de ejecutivas, usaban chaquetas, pañuelos de colores pálidos al cuello y portafolios negros. Muchos vecinos tenían autos, entraban y salían de sus garajes. Autos un poco arruinados, pero, de todos modos, peor era tener sólo una bicicleta. Adolescentes bien vestidos, con aspecto de hijitos de papá, quiero decir, se les veía bien alimentados, risueños, despreocupados. Algunos hacían jogging, arropados para sudar y reducir el peso excesivo de sus vientres. La gente caminaba tranquilamente bajo los árboles, muy desestresados. Algunos acompañaban a sus graciosos perros, un poco aburridos. Los perritos olfateaban al pie de los árboles, alzaban la pata y meaban un poquito. A veces se decidían y cagaban un mojoncito estreñido.

Por la acera venía caminando una negrita muy joven, muy coqueta, muy sexy. Vestía una falda de mezclilla azul, bien corta, que dejaba ver sus muslos, y una blusa igualmente corta, que le permitía exhibir su vientre, el ombligo y los hombros. Todo bellísimamente negro, terso, juvenil, perfecto. Rebozaba energía y vida. Se detuvo en la esquina, miró a un lado y a otro. No había tráfico alguno. Las calles totalmente vacías. Me miró sonriendo y se dirigió a mí:

—¿Usted es de por aquí?

Se me ocurrió decirle que sí. Me atraía hablar un momento con ella, tan sabrosita. Pensé que buscaba una dirección, pero no:

—¿Usted sabe quién permuta por aquí?

—¿Por aquí? No.

—¿Usted vive cerca?

Ya que había dicho la primera mentira, seguí adelante:

—Aquí, en este edificio.

—Ah, ¿y no tiene idea si alguien quiere...?

—No, mi amor. Esta zona es muy buena. De aquí nadie se quiere ir.

—Sí. Yo sé. Vivo cerca.

—Ahh, ¿y qué tienes tú?

—Un apartamento con dos cuartos, sala-comedor, baño, cocina, balcón y un patiecito interior. Está en buenas condiciones, nada más falta pintarlo un poquito y queda perfecto.

—¿Quieres ampliarte?

—No. A cambio necesito dos apartamentos más chicos. De un cuarto cada uno.

—¿Te estás divorciando?

—No soy casada. Quiero independizarme de mis padres.

—¿Te controlan demasiado?

—Sí. No me dejan vivir. Y yo soy mayor de edad y ya está bueno de tanto control.

—Te pregunto porque yo tengo un apartamento en Centro Habana y...

—¡¿En Centro Habana?! ¡No, no, no, no! ¡Ni que yo estuviera loca! Del Vedado no salgo por nada del mundo.

—Oye, pero escúchame primero. Tiene sus ventajas. Tiene teléfono, no hay apagones...

—Sí, y un millón de negros fajaos, y policías, y viejas locas y viejos cochinos, y cucarachas y ratones y las fosas botando mierda. ¡No, no, no, no! Tú me perdonas, porque yo soy negra. No vayas a creer que soy racista, pero ¿quéeeeeeeeee va! Pa negra conmigo basta y sobra.

—Bueno, mi amor...

Se fue sin despedirse y de mal humor. No hay peor astilla que la del mismo palo. Seguí allí tranquilamente. Observando la paz en aquel territorio de tregua. Al parecer mi barrio era zona de conflicto. Guerra de baja intensidad. Por suerte yo me sentía muy bien en la cochambre y con mis amigos de la negritud.

Ya eran las cinco y media. Kurt no aparecía. Esperé diez minutos. Otros diez. Me fui a las seis menos diez. Compré un poco de ron y me senté plácidamente en mi azotea, frente al mar. Un tabaco, un vaso de ron y el mar. A veces intento pensar. Es lo que supuestamente uno debe hacer. Pensar, reflexionar serenamente. ¿Sobre qué? Sobre la nada.

Entonces seguí bebiendo. Humanamente aburrido y en silencio. A las nueve de la noche aún quedaba ron y yo tenía una buena nota. Hacía un poco de frío y viento. Me puse una camisa de lana y me recosté en una ventana a contemplar La Habana bien oscura. La Habana en tinieblas. Luna llena y nublado. Corría un viento frío, como si amenazara lluvia. Un timbrazo del teléfono. Kurt. Muy nervioso. Su español, generalmente claro, era incomprensible. Temblaba.

—¿Perrrrrrro guan? ¿Perrrrrohguán?

—Sí, sí.

—Kurt, Kurt.

—Sí, ¿qué sucede?

—Oh, disculpa que te llame. Disculpa. Perrrrrohguán..., no rengo a nadie, no tengo a nadie, disculpa..., ohhhh..., estoy congelado.

—¿Congelado? ¿Dónde estás? Imposible que estés congelado.

—Oh, me apena solicitar ayuda. Oh, estoy muy nervioso.

—¿Quieres que vaya a verte? ¿Dónde estás?

—¿Puedes venir?

—Sí, inmediatamente. Dame tu dirección.

Era muy cerca de 2 y 21, aquel lugar tan plácido. Llegué en treinta minutos. Un apartamento muy pequeño, al fondo de un sótano que al mismo tiempo era el garaje de un edificio de diez plantas. En un pequeño pedazo robado al garaje alguien había construido una habitación con baño. Era un sitio minúsculo, opresivo, sin ventanas, para mí, además, era claustrofóbico. Llegué y la puerta estaba abierta, entrejunta. Llamé. Kurt me dijo que entrara. Oscuridad absoluta. No se veía nada. Al tacto encontré el interruptor en la pared, luz y, ahhh, Kurt yacía desnudo en el piso, junto al teléfono, temblando. Había peste a mierda. A mierda fresca.

—¿Qué te pasa?

—Oh, estoy apenado contigo, Perrrrrohguán, ohhhh, ohhh...

—¿Pero qué sucedió?

—Por favor, ve al dormitorio y trae algo para mí. Una camisa. Tengo mucho frío.

El apartamento tenía sólo una pequeña habitación, dividida por un biombo con vidrios de colores. Tras el biombo había una cama y un closet. A ese espacio Kurt le decía «el dormitorio.» En una esquina, una pequeña puerta daba acceso a un baño desproporcionadamente grande, cómodo y hasta sofisticado. Todo estaba revolcado. Un rastro de agua salía desde la bañera, que rebosaba de agua y mierda. Mojones flotando. De ahí provenía la peste. Busqué en el closet. No había nada. Percheros vacíos. Ni ropa ni bolsas de viaje ni zapatos. Sólo unos calzoncillos, unos calcetines sucios y un par de tenis de lona viejos y arruinados. Algunos papeles, una agenda de direcciones, un cepillo de dientes. Se habían llevado hasta las sábanas. Por suerte dejaron una colcha de lana. La cogí y regresé a la sala, junto a Kurt. Tiritaba. Lo abrigué con la colcha.

—Kurt, hay un reguero enorme, pero se lo llevaron todo. ¿Te robaron?

—Ah, sí. Oh, estuve muchas horas en el agua fría. Creo que tengo fiebre.

—Seguramente tienes fiebre.

Kurt apestaba a mierda. Al parecer se dio un baño de mierda. Lo abrigué un poco más. Era paralítico de la cintura para abajo. Totalmente. Sus brazos, manos y dedos funcionaban con mucha dificultad. Logré sentarlo en el piso.

—Por favor, trae mi silla.

Su silla de ruedas estaba en el baño. Lo cargué y lo coloqué allí, bien arrebujado en la manta. Me pidió que hiciera un café. En un rincón de la habitación había una pequeña nevera, una cocina de gas, una mesa y tres sillas. Preparé el café y serví dos tazas. Kurt, acongojado, miraba al piso.

—¡Ey, oye, despierta!

—Oh, no grites, por favor. Estoy muy nervioso.

—Toma el café y acaba de explicarme qué cojones pasó aquí.

—Ehh, fue una jinetera..., ohh, no, miserables..., oh, me apena, Perrrrohguán, pero te digo la verdad..., ahhhh...

—Kurt, por favor, concéntrate. Bebe el café, tranquilízate y dime la verdad. Yo te puedo ayudar, pero dime la verdad.

—Sí, gracias, eres amable. Gracias. Yo los traje aquí, anoche. Una jinetera y un jinetero. Me gustaron mucho. La chica y el chico. Él muy negro, muy sexy, y ella mulata, también muy sexy. Hermosos los dos, y tuvimos sexo. Los tres, tú sabes. Varias horas. Yo quedé extenuado y me colocaron en la bañera con agua caliente y me dieron un masaje. El chico es muy inteligente, muy hábil, me masajeó dentro del agua y me dio más ron. Yo no quería beber más. Habíamos bebido mucho, fumamos hierba, tú sabes, de todo. Pero casi me obligó a seguir bebiendo, y... bueno, me quedé dormido dentro del agua. No sé qué tiempo.

—Pondría algo en el ron.

—Sí, ahora lo pienso yo también. Cuando desperté, el agua estaba muy fría y yo me sentía congelado. Los llamé y no contestaban. Oh, Perrrohguán, qué problema. Tuve pánico. Yo solo no podía salir de la bañera, tú sabes. Seguí gritando. Grité mucho hasta quedar sin voz, pero en este sótano no hay vecinos. Me aterré pensando que podía morir de un modo tan absurdo, tan innecesario. Tuve mucho miedo a morir. Mucho miedo.

—Ah, y te cagaste de miedo dentro de la bañera.

—Sí. Oh, estoy apenado contigo. Es que no controlo el esfínter, sabes.

—Tranquilo, cálmate. Ya pasó.

—Ohhh. Bueno, Al fin, no sé cómo, logré agarrarme de los bordes y me lancé al piso. Arrastrándome llegué al teléfono y te llamé. Disculpa pero no recuerdo otro número. Sólo el tuyo. Gracias por venir, gracias por...

—Ya, ya. Deja el protocolo y la cortesía. El problema ahora es qué hacemos. Se lo llevaron todo.

—¿Mis documentos también? ¿Tarjetas de crédito, pasaporte, el pasaje de regreso? Oh, no. Por favor. Revisa bien.

Registré bien. Efectivamente. Sólo dejaron la silla de ruedas. No tenía dinero, ni ropa, ni pasaporte. Nada.

—Bueno, Kurt, no hay nada. ¿Qué hago? ¿Llamo a la policía? Y, de paso, hay que limpiar porque la peste a mierda es insoportable. Y tú tienes que bañarte de nuevo.

—Sí, oh, no. No sé. Estoy confundido, humillado. Qué humillación.

—Olvida la humillación y pon los pies en la tierra, Kurt. Reacciona. ¿Aviso a la policía?

—No, no, a la policía no. Sería complicar más todo. Iré a la embajada por otro pasaporte y, oh, estoy sin dinero.

—Oye, perdona que te pregunte, ¿pero tú tiene erecciones o te dan por el culo?

—Sí, sí, con un medicamento, muy potente. Hasta tres horas de erección, pero yo no siento nada. Las chicas sí gozan mucho, sabes, yo gozo mirando y tú sabes, la fantasía y ohhh, ¿qué hago ahora?

—No sé, Kurt. No tengo idea de qué puedes hacer.