8

Estuve muchos días sin hacer nada. Tomaba el commuter train, después combinaba con el metro y me iba al centro y a la parte antigua de la ciudad. A mirar, a caminar, a ver gente, a vacilar a las suecas. Algunas son bellísimas y muy tetonas. Delgadas y sin culo, pero me gustan. Tienen estilo. Quizás consideran una vulgaridad los culos grandes. Por la tarde regresaba a mis bosques.

Hoy anduve holgazaneando un poco por la casa. Un día inesperado de nubes, lluvia y frío. Corro un poco por el bosquecillo. Regreso agotado. Me ducho. Almuerzo albóndigas con galletas. Registro en los estantes y encuentro varios libros de Umberto Eco. Uno es la versión inglesa de su investigación sobre la historia del lenguaje en Europa y sus relaciones con la cultura. Leo un poco, lentamente. En italiano me sería fácil.

Agneta regresa más temprano y trabaja alocadamente: recoge la ropa sucia. Es mucha. Se pone unos zuecos destrozados, viejísimos, y baja una y otra vez al sótano del edificio, donde está la lavadora. Se quita los zapatos y pasa la aspiradora. Lo limpia todo. Aprisa. Pone un CD, Pavarotti and his friends. Un paño húmedo por los muebles, entra al baño, espumas con olor a limón, restriega, raspa, riega agua, limpia a fondo. Me pongo a mirarla. Ah, carajo, es una fregona igual que Gloria: lo limpia todo, corriendo, como una loca, sin zapatos, y con la música sonando a todo volumen. Allá son los cassettes de Willy Chirino y de La India, aquí es Pavarotti. Es lo mismo. Me imagino ya su bollo sudado y oloroso. Me excito y recuerdo a Gloria. Me trago lo que pienso. Intento sedarme.

Más tarde hablamos del libro de Eco:

—¿Te interesa?

—Sí.

—Te contradices, no eres coherente.

—¿Por qué?

—Hace unos días me dijiste que no eres un intelectual.

—¿Me estabas cazando? Te voy a decir: prefiero vender tomates y zanahorias. Mi verdadera vocación es el negocio, sacar cuentas. Ganar dinero. Fue lo primero que hice de niño, con mi padre: vender helados, bolsas de papel y cómics usados. Pero a veces me gusta leer estas cosas tan inteligentes, documentadas, escrupulosas. Es fascinante que alguien pueda fabricar un libro tan perfecto. Yo soy un chapucero. ¿Te das cuenta? Me gusta la chapuza. Me gusta dejar mis libros a medio hacer, con las tripas al aire, sucios.

—Filosofía de vendedor de tomates.

—Puede ser. Me gusta andar mugriento, sucio en el mercado, vendiendo lechugas, tomates, lo que sea. Me gusta esa gente. Me siento bien entre ellos. Siempre hay mujeres culonas, vulgares, provocativas, que hacen cualquier cosa por unos pesos. Pelandrujas de la calle, venados, puntos, cohetes habaneros. Me gustan esos venaítos. Y si son negras o mulatas...

—¿Es verdad? ¿Lo prefieres?

—Sí. Definitivamente. Las picaras y tramposas. Tienes que aprender a cuidarte porque siempre intentan sacarte dinero. Como sea. Tienen miles de trucos. Son actrices.

—¿Lo vas a hacer?

—¿Qué?

—Los tomates.

—Seguro. Escribo un libro más y se acabó. No creo que tenga mucho más que contar. Y no quiero aburrir a la gente sólo para ganar unos dolarcitos y que después digan: «Este tipo es un imbécil y escribe estupideces.» No. Tengo en la cabeza un libro más y se acabó. A vender tomates hasta el final. Y tal vez sigo pintando. Cuando pinto no pienso. Y eso me conviene: no pensar.

Agneta se queda en silencio. Al fin me pregunta:

—¿Qué libro es?

—Mucho corazón. Es como una biografía de una cubanita. Una amiga mía.

—Estoy de acuerdo. Muy bien. Si me aceptas me voy un año a Cuba y te ayudo.

—Jajajá.

—Hablo en serio. Yo también necesito vender tomates y dejar la oficina y aprender español.

—En Cuba aprenderías el cubano. Es un dialecto.

—Jajajá.

—Y te voy a cubanizar. Te voy a colonizar. Te suelto entre los negros del mercado de Cuatro Caminos y ellos te cubanizan.

—Oh, no. Sólo contigo. No me dejes sola.

—Eso lo dices aquí. Allí vas a querer que te deje sola. En una semana te cubanizas y a gozar con el folklore y la negritud.

Volvemos a quedarnos en silencio.

—Conozco a Eco.

Y me indica el libro sobre la mesa.

—¿Sí? ¡Coño, qué amistades más selectas tienes! Muy bien.

—Sólo le conocí en una ocasión. Vino a un congreso que yo organicé en la universidad y es amigo de mi amigo de Irlanda.

—De tu novio de Irlanda.

—No, jajajá, es que... ambos investigan, y jejejé...

—Esa risa nerviosa..., tienes la casa llena de libros de Irlanda, Dublín, flautas, souvenirs, postales, cuadros, discos. Esto parece el consulado de Irlanda en Estocolmo.

—Oh, jajajá.

—Pensé que se había terminado. ¿Todavía sigues con él?

—Oh, jejejé..., ehhh.

—Ya está bien. No contestes.

—Ehhh...

—No contestes.

Preparo un poco de vodka con hielo y cola. Agarro un tabaco y me voy al balcón. El atardecer es hermoso. Una niña preciosa, de unos diez años, juega con un perro negro. Lo hace casi todas las tardes. Será una sueca hermosa y sexy dentro de unos años. Por ahora es sólo una niña sensual, una provocación en el parque. Se revuelca sobre el césped, jugando con el perro. Tiene un slack muy apretado y los pechos comienzan a brotar y el culito crece. Ya se le nota la sensualidad. Doy fuego al puro y saboreo el humo mientras la miro. Ah, carajo, atardecer, vodka y tabaco. En el fondo Agneta es igual que Gloria. Sólo que nació en Suecia. Igual de indomable. Por eso tiempla tan bien y es tan gozadora. Todavía sigue con el irlandés. Y yo de imbécil pensando en la exclusividad. Lo mismo que me hace Gloria: intenta hacerme creer que soy el único, y a escondidas sigue con su vocación de puta. Son iguales las muy cabronas. Hasta el bollo les huele igual. La única desventaja de Agneta es que no mama, pero va aprendiendo. Lentamente pero aprende. Venir tan lejos para descubrir esto.

Agneta sale al balcón. Olfatea un poco el humo del tabaco. Le gusta.

—¿Quieres vodka? ¿Te preparo uno?

—No. Prefiero cenar algo.

—Siéntate. Acompáñame un rato.

—Bueno, sólo unos minutos. Después cenamos.

—Uhm.

Miro al cielo y le muestro la luna creciente:

—Mírala ahí, dando vueltas alrededor de nosotros. No se esconde. Da vueltas en círculo sobre nuestras cabezas.

—Ahh.

—Me vuelve loco.

—Lo creo. Influye en...

—Influye en todo. Los espermatozoides se me suben al cerebro con esta luna. Siempre me sucede.

—No entiendo. ¿Qué es esperma...?

—¿Espermatozoides?

—Sé qué es esperma.

—¿Y tozoides?

—No.

—Es una sola palabra. Espermatozoides. Los niños microscópicos que corren rapidísimo hasta el óvulo, a ver quién llega antes. Así es la vida. Es lo primero que uno hace: correr como un loco, competir, para llegar a un sitio. A cualquier sitio, que nadie sabe dónde está. Esos niñitos microscópicos corren y corren y no saben adonde van. Ni se imaginan por qué lo hacen.

—Uhm.

—Al final se salva uno solo. El más fuerte, el más rápido. El más tramposo, el que empujó a los demás y puso zancadillas. El más fuerte y agresivo y astuto.

—Oh, sí, pero... no pueden correr. Disculpa la corrección, pero no corren. Nadan.

—Ahhh, sueca de mi vida..., exacto: nadan. No corren. Nadan, desesperadamente. Les va la vida en esa competencia.

El vodka me puso alegre. Puse a los Van Van. Bailé un poco. Solo. No logro que baile un poquito de salsa o de son o de algo, de casino. Intento enseñarle, pero no acepta.

—¿Es que no te gusta?

—Sí. Me gusta, pero no sé.

—Tú tiemplas muy bien y eres muy gozadora y mueves muy bien la pelvis cuando la tienes adentro.

—Oh, Pedro Juan.

—Es lo mismo. Templar y bailar. O bailar y templar.

De verdad que la luna me trastorna. No es un chiste, como dice Agneta. Esa noche templamos mucho. Jugamos. Jugué yo. Ella se deja jugar. Le gusta ser mi juguete. Una hora y media tal vez. Dormimos como las piedras. Despertamos a las siete. Y yo ahí, con la tranca tiesa de nuevo. Le metí caña. Media hora. Se levantó corriendo hacia el té nuestro de cada día. No tuvo tiempo para ducharse.

—Oh, llegaré tarde. Ya no tengo tiempo.

—Ah, da igual. Así se hace en Cuba. Todos llegamos antes o después, pero nadie logra llegar a la hora exacta.

—Estamos en Suecia, Pedro Juan, estamos en Suecia, ahhh.

—¿Te bañaste?

—No.

—Eso es. A media mañana te metes el dedo y te lo hueles.

—Ahh, nooo. Estás loco.

—Es riquísimo. Los monos se huelen. Y les gusta.

—Oh.

—Ahí tienes leche mía y tuya. Mezcladas. Eso huele muy bien. Te va a gustar.

—Quizás es buena idea. Lo haré. Ohh, it's very late.

Cuando se trastorna no puede hablar en español. A las diez de la mañana la llamo al trabajo:

—¿Llegaste muy tarde?

—Quince minutos después.

—Ah, eso es nada.

—Sí, mucho. Oh, no tengo tiempo, no puedo hablar ahora.

—¿Tienes mucho trabajo?

—Sí, sí.

—Bueno, nos vemos luego.

—Ahh, Pedro Juan, ehh..., no estoy embarazada.

—¿Ya?

—Sí.

—Ah, menos mal. La tranquilidad.

—Te dejo. Tengo mucho trabajo.

—¿Te dura muchos días?

—Sí. Tal vez cinco días.

—¿Y qué hacemos? ¿Por el culo?

—No, no, ohhh...

—Entonces por delante, con sangre y todo. No problem.

—No. Oh, eres... Te dejo. Eres loco. Cuelga por favor. Tengo mucho trabajo. Y colgué.