25
Terminamos extenuados. Dormitamos un poco, media hora tal vez. Y volvimos a la carga. Y eso que no me estimula. Es demasiado pasiva. Se deja hacer. Pero así y todo me gusta. Sudamos como dos bestias, y, en fin, todo lo demás. De verdad, me he hecho el firme propósito de no contar estas intimidades. Tengo que hacer un esfuerzo porque me gusta narrar todo. Detalladamente. Pero no debe ser. Parece que las vibraciones suecas influyen sobre mí: moderación y silencio.
Después tomamos una ducha caliente y nos fuimos al balcón, con café y helado. Ella me insiste para salir a pasear. No quiero. Tomo un libro, intento leer. En realidad me siento cansado. Ya no estoy para esas proezas de dos palos consecutivos, pero no quiero reconocerlo.
—Quiero ver unos cuadros en una galería. Es aquí cerca.
—No, Agnes, No. Ve tú sola.
—Yo sola no.
—¿Estás ansiosa?
—Un poco.
—Vete a caminar. Yo estoy tranquilo.
—Voy al supermercado a comprar leche. ¿Quieres algo?
—No. Hay de todo.
Se fue. También estoy ansioso. Un poco inquieto. Pero no quiero que lo sepa. Se acerca el final. Sólo me quedan unos días aquí y además el cansancio. Demasiado sexo. Estamos agotados. A veces pienso en la moderación y en la prudencia y hasta me hago un programa para controlar el comer, la bebida, el tabaco, el sexo, el ejercicio físico. Pero lo violo continuamente. Y sigo con los excesos. Quizás de ahí viene la inquietud.
Me acuesto. No puedo dormir la siesta. Estoy demasiado alterado. El gran simpático salta. Pongo Radio Match. El locutor ofrece una vertiginosa promoción de las rebajas de verano en un supermercado y sigue con «a new CD of Orlando Contreras, famous Cuban singer of boleros». Esto roza el absurdo. Un bolero de un cubano de Miami en una pequeña emisora de las afueras de Estocolmo. Voy rápido hasta el equipo y lo grabo:
Dondequiera que yo esté
mi anhelo sólo es volver.
Algún día volveré
al lugar donde nací,
donde me hicieron partir.
Y volveré
al lugar de mis amores
donde yo dejé las flores
marchitas sin mi calor.
Oh, santo Dios,
¿por qué me haces padecer?
Mira que quiero volver,
aquí no quiero morir.
Después ponen So long, Marianne. Hoy debe de haber alguien muy nostálgico en Radio Match. Grabé el bolero. Ahora lo escucho una y otra vez. Muchas veces uno intenta cambiar la vida. Tener más control, prever algo. Conocer las consecuencias de cada decisión. Pero no. Somos igual que esas hormigas locas que corren en el jardín y tropiezan unas con otras y pierden el rumbo una y otra vez.
Por la noche fuimos a un sitio en el campo. A bailar salsa. Es algo así como un claro en un bosque, con una vieja pista de madera para bailar. Vendían comidas y bebidas y la música a cargo de los Stockholm Soneros. Son suecos, la cantante es uruguaya y hacen música cubana. No les queda mal. Bailamos un poco, saludamos a algunos conocidos, compramos un par de cervezas. El atardecer era muy lento y hermoso. Comenzó a hacer más frío y fuimos hasta el auto a buscar las chaquetas. Entre nosotros dos flotaba un tufillo melancólico. Indefinido y gris, pero melancólico. Era inevitable. Tratamos de olvidarlo bailando, hablando con algunos amigos, riéndonos, pero sobre nosotros volaba —silencioso— el ángel de la tristeza. Nos pusimos las chaquetas, cerramos el auto y regresamos por un sendero en el bosque. Había mucho silencio y tranquilidad. De pronto Agneta me tomó de la mano, la apretó fuerte y me detuvo. Mirándome a los ojos me dijo:
—No te vayas.
—¿Qué tú dices?
—Que no regreses.
—Ah, Agnes, tú no sabes lo que dices.
—Podemos casarnos. Mañana.
—No, no, no. Ni lo sueñes.
—Ehhh..., de ese modo ya estarías legal. Te dan la ciudadanía.
—Te dije que no.
—¿Por qué no?
—Eso no está en mis planes.
—No tienes planes. No te gusta planear ni esperar nada.
—No compliques las cosas. No quiero vivir aquí.
—¿Por el idioma?
—Por todo.
—¿Por mí también?
Y se le salieron las primeras lágrimas.
—Ey, un momento. Nada de llanto ni lagrimitas ni drama. Las cuentas están claras entre nosotros, así que nada de caprichos.
—Habla más despacio, por favor. No entiendo.
—Que no llores. Nada de lágrimas.
—¡Eres un animal y un...!
—¿Un qué?
—Un estúpido. ¡Eres un estúpido!
Habíamos alzado la voz. Me soltó de la mano y salió hacia la pista de baile. Fui detrás de ella. Lentamente. Y con la mente en blanco. Yo lo tenía todo claro desde el principio. ¿Quedarme en Suecia? ¡Ni a jodía! Entonces se me alumbró un bombillito. Me le acerqué:
—¡Vámonos a Cuba.
—Ya lo he pensado. Es imposible.
—¿Por qué imposible?
—No tendría trabajo. Aquí sería bueno para los dos.
—Aquí no me puedo quedar porque me muero como un pajarito en una jaula. Estuvimos un rato en silencio. Uno junto al otro. La orquesta tocaba un son.
—Mejor no hablamos más de este asunto, Agnes. No merece la pena.
—Bien.
Regresamos temprano a casa. Estuvimos unos minutos en el balcón mirando las estrellas. Fuimos al baño por turno, y nos acostamos. Estaba cansado pero yo viajaba en autobuses atestados y cargaba bolsas y mochilas muy pesadas. La gente me apretujaba y tenía que cuidar todo aquel equipaje. Iba de pie en el pasillo y no podía mirar por las ventanillas. Había muchísima gente a mi alrededor. Era claustrofóbico. Sentía una sensación de ahogo y encierro y falta de oxígeno. Entonces me bajaba, arrastrando como podía aquellos bultos, y me encontraba en una ciudad extraña. La gente hablaba a mi alrededor pero no era ningún idioma. Yo no entendía ni sabía dónde estaba ni adonde iba. Volvía a subir a otro autobús igualmente atestado, arrastrando aquellas bolsas y aquellas mochilas cargadas de cosas. Yo no venía de ningún sitio, pero tampoco tenía un destino. No iba en ninguna dirección, pero no podía detenerme. Tenía que seguir siempre así, cargando aquellos bultos, y sin poder descansar y sin entender nada. Era agónico. Era una condena. Tenía que viajar siempre en aquellos autobuses repletos de gente, casi sin aire, sin saber por qué. Bajaba de unos y subía a otros. Tenía que seguir y seguir aunque me faltara el aire y no pudiera respirar. Desperté asustado. ¿Qué había sucedido? Reprimí el impulso desesperado de levantarme de la cama y salir al balcón a tomar fresco. Había un poco de claridad en el cuarto. Me quedé mirando al techo y relajándome. Intentando respirar sosegadamente. Agneta a mi lado, tibia. Sentía sus grandes tetas y recordé una foto de Drácula, con su capa negra y sus colmillos y sus ojos diabólicos. Llevaba en brazos una mujer bellísima, y se aprestaba a clavarle sus colmillos en la garganta. Gloria tiene esa imagen, escondida bajo un pedazo de tela negra, en su altar, junto a las demás imágenes de los santos y un crucifijo. En una ocasión me quedé solo en el cuarto, y estuve curioseando. Tenía mezclados sus santos católicos y sus orishas africanos. Levanté el paño negro y allí estaba Drácula también. Puse todo en su sitio y no le dije nada. Unas semanas después Gloria y yo hablamos de la cadena de oro que quiero comprarme:
—Hace años que la deseo, pero nunca tengo el dinero suficiente.
—Cómprate una barata...
—Yo no uso baratijas, Gloria. Tiene que ser gruesa, de buen oro. Una cadena de macho. Y con un crucifijo de oro.
—No, papi, sin crucifijo.
—¿Por qué?
—No uses crucifijos porque te pones demasiado noble. Medio bobo.
—¿Sí?
—Sí, claro. Uno tiene que mantener el diablo adentro. Si eres demasiado noble te aplastan.
Ahora, mirando al techo, recordé aquello: «Si eres demasiado noble te aplastan.» Eso es. Tengo que recuperarme y seguir tan diabólico como siempre. «El hijoputa que llevo dentro se ha dormido en este país», pensé. «Tengo que irme de aquí, rápido. O me imbecilizo.»
Atraje hacia mí a Agneta y nos pegamos más aún. Estaba completamente desnuda y tibia. Tuve una hermosa sensación de bienestar. Cerré los ojos para dormir de nuevo y volví a pensar en el Drácula de Gloria. No debo olvidarlo jamás. No puedo dejar dormir al hijoputa.
A veces quisiera retirarme a un monasterio y alejarme de todo, pero sé que tampoco podría con tanta soledad. El pasado, el presente y el futuro me aplastan. Intento controlar algo pero es inútil. Jamás controlo nada. Y sigo desenfrenado y angustiado. Sobre todo de noche. Le corto las cabezas a la hidra, pero surgen nuevas y nuevas cabezas. Al parecer no hay solución. En fin, igual que todos: tengo una larga lista de conflictos, problemas, odios, traumas y jodiendas de todo tipo. Intento olvidarlas y vivir en la pureza pero no puedo. En el fondo no quiero. Vivir feliz es una ingenuidad. A veces comprendo que todo eso lo voy a arrastrar siempre. Son como tatuajes que uno se graba muy adentro y ya no se pueden borrar. Están ahí para siempre. Fui respirando profundo y creo que al fin me dormí de nuevo.
Al día siguiente fuimos a pescar en el canal. A la hora de estar allí lanzando el sedal no había picado ni uno, y se levantó un poco de viento frío y nos fuimos. Al regreso teníamos mucho tiempo. Tomamos un desvío por una carretera muy estrecha y visitamos los restos de una granja de la Edad del Hierro. Es un sitio arqueológico protegido. Data de unos 700 años antes de Cristo. Quizás un poco más. Sólo quedan los muros, construidos con piedras enormes, de cuatro edificios. Suponen que un incendio arrasó la granja. Los arqueólogos construyeron una maqueta. Eran cuatro grandes naves, de unos cincuenta metros de largo por seis o siete de ancho. Unas paredes muy bajas y simples: sólo piedras acumuladas unas sobre otras, y sobre ellas un techo de madera y paja. Todos vivían juntos: hombres, mujeres, niños, vacas, ovejas, cerdos. Hacían algunos objetos de hierro, fabricaban cerveza de trigo, sopa de hierbas y cebollas. En algunas de aquellas casas vivían tres o cuatro hombres y una o dos mujeres. Harían el amor entre todos, supongo, tendrían hijos entre todos y nadie sabría quién era el padre de cada uno. Y agradecerían infinitamente un simple vaso de cerveza o un poco de calor o que se derritiera la nieve y llegara la primavera o poder satisfacer sus deseos sexuales. Morirían jóvenes. Una gripe o una infección en una muela podría convertirlos en la breve memoria del olvido. Sabían que no eran más trascendentes que uno de aquellos cerdos con los que compartían techo, calor y comida.
La granja está en medio de un bosque tupido y hermoso. Caminé por allí, en silencio, y percibí aquel modo de vivir como un destello de luz dentro de mí. Han pasado dos mil setecientos años. Nada. Un soplo en la galaxia. Una milésima de segundo en el universo. Ese instante ha sido suficiente para llenarnos de aspiraciones y deseos. Nos ha bastado para considerarnos muy importantes, decisivos, trascendentes, infinitos. Me gustó aquella granja de la Edad del Hierro.