CIENTO DIECINUEVE
Juno se había quedado inmóvil. Su perfil era como el de una antigua moneda. La papada algo llena, la nariz recta y corta; un rostro que parecía flotar, libre, contra el cielo. Un planeta iluminó la mejilla y mostró una lágrima que quedó allí, suspendida. No podía caer. El dulce vello de la mejilla la retenía. Cuando Titus se dio la vuelta y la vio, sintió que su apasionamiento le repelía. No podía soportarlo. Veía en ella una crítica a su deserción. De pronto se odió a sí mismo por aquel pensamiento y se incorporó ligeramente en su asiento, lleno de confusión y angustia. Despreciaba su misma existencia. Aquella artificiosidad de la que había bebido tantas veces. El rostro de Trampamorro cada vez era más grande en su mente. Le llenaba. Se extendía por su interior. Llenaba aquel aeroplano de color. Los cielos. Y luego llegó una voz para acompañarlo. ¿Era Trampamorro, con los ojos medio cerrados sobre el pómulo rocoso?
Titus sacudió la cabeza para liberar su mente. El Ancla le echó una mirada y se apartó un mechón rojo de los ojos. Y volvió a mirarlo.
—¿Adónde vamos? —preguntó al fin. Pero no obtuvo respuesta.