NOVENTA Y NUEVE

Este hombre de las zancadas no respondía del todo al patrón al uso, con su aspecto primitivo, y una silueta que parecía hecha de huesos y cuerda. Y sin embargo era fácilmente reconocible, porque se trataba de Trampamorro.

Cuando se acercó, pudo verse que algo más atrás iban los tres antiguos habitantes huidos del Subrío, que si bien eran muy peculiares, palidecían al lado de su excéntrico cabecilla, que era por sí solo como una puñalada en el seno del mundo ortodoxo.

Habían buscado a este tal Trampamorro y lo habían encontrado, más por suerte que por astucia —aunque conocían bien la espesura—, y le obligaron a descansar sus huesos grandes y agrestes y a cerrar por una hora sus ojos atormentados.

Su esperanza —de Congrejo y los otros— era encontrar a Trampamorro y advertirle del peligro que Titus corría. Porque habían llegado a la conclusión de que una fuerza muy negra se había desatado y Titus corría un grave peligro.

Pero, cuando por fin dieron con su rastro, lo que encontraron no fue el Trampamorro que recordaban, sino un hombre de regiones agrestes; aquéllas de su interior y las del exterior. Y no sólo eso. Trampamorro había estado en el corazón de acero del enemigo; era un hombre con una misión que cumplir. Con un ojo cerrado por la satisfacción y el otro abierto, ardiendo como un ascua.

Poco a poco le sacaron su historia. De cómo llegó a la fábrica y supo en seguida que estaba a las puertas del infierno. La puerta que buscaba. De cómo, mediante engaños y luego por la fuerza, había conseguido llegar a la zona menos frecuentada de ese inmenso lugar, donde empezó a notar el olor nauseabundo de la muerte.

Los tres que le seguían escucharon con atención, pero a pesar de su concentración, apenas lograban entender lo que les decía. De haber sido la interpretación de cada uno reunida y examinada con detenimiento, de forma que hubieran podido hacer un sumario de todo cuanto Trampamorro susurró —porque estaba demasiado cansado para hablar—, entonces, a grandes rasgos, podría decirse que les habló de las caras idénticas; de las interminables cintas transportadoras de piel translúcida por las que se deslizó; y de cómo una gran mano metida en un guante de reluciente goma negra quiso cogerlo y él se vio obligado a levantar a aquella criatura y subirla a la cinta móvil; aquella criatura repulsiva al tacto y vestida de blanco de la cabeza a los pies; una cosa que pataleaba pero que no pudo escapar a sus garras y finalmente cayó muerta.

Parece ser que Trampamorro había despojado al muerto de su sudario de trabajo antes de que la cinta entrara en un túnel de cristal y, una vez allí, vestido de blanco, huyó de la cinta y de la sala vacía y, alejándose a largas zancadas, no tardó en encontrarse en una zona totalmente distinta.

Por extraño que parezca —si pensamos en las horribles y variadas formas que adopta la muerte en estos tiempos—, lo cierto es que un navajazo en las costillas puede producir una sensación tan terrible como cualquier gas o rayo letal. El cuchillo de Trampamorro estaba preparado y afilado, pero antes de que tuviera ocasión de utilizarlo, la luz pasó de un frío gris a un turbio rojo y el suelo entero empezó a descender, como en un ascensor.

Hasta ahí pudieron entender los tres vagabundos, pero entonces se llegó a una fase de balbuceos confusos que, por más que lo intentaron, no lograron desentrañar. Era evidente que se trataba de algo importante, porque el hombre feroz no dejaba de golpear el suelo con los brazos tratando de recuperarse de su terrible experiencia.

En ocasiones la intensidad se aplacaba y las palabras de Trampamorro volvían a salir como criaturas de sus guaridas, pero aquellos tres no tardaron en darse cuenta de que esa locuacidad no implicaba una mayor claridad, porque su señor parecía evadirse en un lenguaje casi privado.

Pero una cosa sí entendieron. Trampamorro debió de esperar casi hasta la locura; esperar la oportunidad de poder atrapar a un hierofante y, amenazándolo con el cuchillo, exigir que lo llevara al «centro».

Y ese momento llegó por fin. La víctima, que casi se desmaya de miedo, llevó a Trampamorro por un corredor tras otro. Y el hombre feroz no dejaba de repetir: «Al centro».

—Sí —decía la voz asustada—. Sí… sí…

—¡Al centro! ¿Es allí adonde me estás llevando?

—Sí, sí. Al centro de todo.

—¿Es allí donde se esconde?

—Sí, sí…

Mientras avanzaban, hordas de rostros blancos pasaban como una marea. Luego llegaron el silencio y el vacío.

Titus Solo
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