CUARENTA Y CUATRO

Los días se sucedían en una larga y dulce secuencia de luz y aire. Y cada uno era nuevo. Y sin embargo, detrás de todo esto había otra cosa. Algo ominoso. Juno lo había notado. Su amante estaba inquieto.

—¡Titus!

El nombre voló escaleras arriba hasta donde el joven estaba tumbado.

—¡Titus!

¿Era un eco o un segundo grito? Fuera lo que fuese, no consiguió despertarlo. No hubo movimiento alguno… salvo en sus sueños, donde la bestia rojiblanca caía de cabeza desde una torre.

La voz sonó doce pasos más cerca.

—¡Titus, mi amor!

Su párpado se movió, pero el sueño luchaba por mantenerse, y la bestia con la cara de dos colores caía y giraba en un cielo tras otro.

La voz había llegado al descansillo…

—¡Loco mío! ¡Malo! ¿Dónde estás, hijo?

A través de las cortinas de la habitación, atravesando el aire cálido y oscuro, un haz de rayos solares formó un charco de luz sobre la almohada. Y junto a este charco de luz, en la sombra cenicienta del lino, yacía la cabeza de Titus, igual que hubiera podido hacerlo una piedra, o un pesado libro; inmóvil; indescifrable… un idioma extranjero.

La voz estaba en la puerta; una nube ocultó el sol; y los rayos desaparecieron de la almohada.

Pero la voz profunda seguía en su sueño, aunque Titus tenía los ojos abiertos. Mezclada con aquella avalancha de imágenes y sonidos que burbujeaban y se expandían mientras la criatura de su pesadilla, cayendo por fin en un lago de pálidas aguas de lluvia, desaparecía envuelta en un chorro de vapor.

Y, mientras él se hundía, centímetro a oscuro centímetro, una gran hueste de cabezas, extrañas y al mismo tiempo familiares, salieron de las profundidades y cabecearon sobre el agua… y un centenar de voces extrañas y al mismo tiempo reminiscentes empezaron a llamar sobre las olas hasta que, de horizonte a horizonte, Titus se sintió dominado por una gran turbulencia de visión y sonido.

Y entonces, de pronto, sus ojos estaban muy abiertos…

¿Dónde estaba?

La vacía oscuridad del muro que tenía delante no le dio ninguna respuesta. Lo tocó con la mano.

¿Quién era él? Imposible saberlo. Sus ojos volvieron a cerrarse. Durante unos momentos no hubo ningún tipo de sonido; luego, el ajetreo de un pajarillo entre la hiedra al otro lado de la alta ventana le recordó ese otro mundo que existía fuera de su persona… un mundo ajeno a aquel terrible vacío.

Cuando se incorporó sobre un codo, mientras su memoria volvía a él en pequeñas oleadas, Titus no podía saber que una figura ocupaba el umbral de la habitación… y no tanto por tamaño como por la intensidad de su presencia… lo colmaba como una tigresa la entrada de su guarida.

También ella iba listada como una tigresa: de amarillo y negro; y a causa de las oscuras sombras que había a su espalda, sólo se veían las franjas amarillas, de modo que era como si estuviera cortada en trozos por los tajos horizontales de una espada. Esto la convertía en una suerte de número de magia, «la mujer cercenada», en algo asombroso y extraordinario para la vista. Pero no había quien la viera, porque Titus estaba de espaldas a ella.

Titus tampoco veía que su sombrero, emplumado y pirático, brotaba de su cabeza con la misma naturalidad con que brotan las verdes frondas de lo alto de una palmera datilera.

Juno se llevó la mano al pecho. No con nerviosismo, sino con una especie de determinación tensa y tierna.

Al verlo apoyado sobre el codo, de espaldas a ella, la soledad de Titus la conmovió profundamente. No era bueno que estuviera tan solo; tan contenido; tan poco fundido con la existencia de ella.

Era una isla rodeada de aguas profundas. No había ningún istmo que llevara a la generosidad de ella; ningún camino que lo comunicara con su continente de amor.

A veces el aire que flota entre los mortales, por su quietud y su silencio, se convierte en algo tan cruel como el filo de una guadaña.

—¡Oh, Titus! ¡Titus, cariño! —exclamó Juno—. ¿En qué piensas?

Él no volvió la cabeza inmediatamente, aunque al oír su voz supo de forma instantánea dónde estaba. Y supo que estaba siendo observado… que Juno se hallaba muy cerca.

Cuando por fin se dio la vuelta, ella dio un paso hacia la cama y sonrió con auténtico placer al verle el rostro. Éste no era particularmente llamativo. Ni con las mejores intenciones se hubiera podido decir que su frente o el mentón o la nariz o los pómulos estaban cincelados. No, más bien era como si las formas de su cabeza hubieran sido moldeadas por la acción de muchas mareas, como las irregularidades de una piedra. La juventud y el tiempo estaban unidos indisolublemente.

Juno sonrió al ver el desarreglo de sus cabellos castaños, las cejas enarcadas y la media sonrisa de sus labios, que no parecían tener más pigmentación que el cálido color arena de su piel.

Sólo los ojos negaban a la cabeza la absoluta simplicidad del monocromatismo. Eran del color del humo.

—¡Vaya horas para estar durmiendo! —dijo Juno, sentándose al borde de la cama.

Sacó un espejo de su bolso y por un momento enseñó los dientes, mientras examinaba la línea de su labio superior, como si no fuera suyo, sino algo que quizá compraría, o quizá no. Estaba totalmente tenso… en un trazo único de carmín.

Juno apartó el espejo y estiró sus fuertes brazos. Las franjas amarillas de su vestido destellaban en las sombras del mediodía.

—¡Vaya horas para dormir! —repitió—. ¿Tantas ganas tenías de huir, pollito mío? ¿Tan decidido estás a evitarme que te escabulles al piso de arriba y desperdicias una tarde de verano? Pero sabes que en mi casa eres libre de hacer lo que quieras, ¿verdad? De vivir como quieras, donde quieras. Lo sabes, ¿verdad, mi niño mimado?

—Sí —contestó Titus—. Recuerdo que lo habías dicho.

—Y lo harás, ¿verdad?

—Oh, sí —dijo Titus—. Lo haré.

—Querido, tienes un aspecto tan adorable…

Titus respiró hondo. Qué suntuosa, que monumental y enorme parecía, allí, sentada junto a él, con aquel maravilloso sombrero que casi parecía tocar el techo. Su aroma estaba suspendido en el aire entre los dos. Su blanca mano, suave aunque fuerte, estaba apoyada en la rodilla de él… pero algo iba mal… o se había perdido; porque su mente pensaba en lo imprecisa que se estaba volviendo su respuesta al magnetismo de Juno, y en que algo había cambiado o estaba cambiando con cada día que pasaba y lo único en que podía pensar era lo mucho que deseaba volver a estar solo en aquella gran ciudad llena de árboles del río… solo, para poder deambular sin objeto bajo el sol.

Titus Solo
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