CIENTO UNO

Titus no estaba de humor para seguir colaborando, con fiesta o sin ella. Hasta hacía una hora más o menos había estado dispuesto a participar en lo que supuestamente era un elaborado juego en su honor; pero empezaba a ver las cosas de otro modo. Ahora que sus pies estaban en tierra firme sintió el deseo de liberarse. Aquella ceguera había durado demasiado.

—Quítame esta maldita venda de los ojos —exclamó, pero no hubo respuesta, hasta que una voz susurró…

—Sed paciente, mi señor.

Titus, a quien ahora llevaban hacia la gran puerta de la Casa Negra, se detuvo. Se volvió en dirección a la voz.

—¿Has dicho «mi señor»?

—Naturalmente, mi señor.

—Desátame en seguida. ¿Dónde estás?

—Estoy aquí, mi señor.

—¿A qué esperas? ¡Desátame!

Entonces, de la oscuridad surgió la voz de Gueparda, seca y quebradiza como una hoja en otoño.

—Oh, Titus, cariño, ¿te ha resultado muy fastidioso?

Un grupo de personajes sofisticados que se acercaron por detrás de Gueparda repitió sus palabras…

—¿Te ha resultado muy fastidioso?

—Ya no falta mucho, mi amor, para…

—¿Para qué? —gritó Titus—. ¿Por qué no puedes soltarme?

—No está en mis manos, cariño mío.

De nuevo el eco de voces…

—… mis manos, cariño mío.

Gueparda lo observó con los ojos entornados.

—Me lo prometiste, ¿no es cierto? —dijo—, me prometiste que no te enfadarías. Que irías muy tranquilo hasta el lugar de la fiesta. Que darías tres pasos y luego te volverías. Y que entonces, y sólo entonces, te quitaría la venda de los ojos y podrías ver. Entonces tendrás tu sorpresa.

—La mejor sorpresa que podrías darme sería quitarme estas ataduras. ¡Oh, señor de señores! ¿Cómo he dejado que me metas en esto? ¿Dónde estás? Sí, tú, con ese cuerpo de enana. ¡Oh, Dios, ayuda! ¡Qué significa tanto griterío!

Gueparda, que había levantado la mano haciendo una señal, la dejó caer y el griterío se apagó.

—Quieren verte —explicó—. Están exaltados.

—¿A mí? —inquirió Titus—. ¿Por qué a mí?

—¿Acaso no eres Titus, septuagésimo séptimo señor de Gormenghast?

—¿Lo soy? Por Dios que no me siento como si lo fuera; no contigo tan cerca.

—Debe de estar muy cansado para mostrarse tan desagradable —dijo una voz melosa.

—No sabe lo que hace —añadió otra voz.

—¡Gormenghast, ja! —dijo una tercera con una risa disimulada—. Todo esto es tan absurdo.

El tacón alto de Gueparda cayó como un martillo sobre el empeine del último hablante.

—Querido mío —dijo como si tratara de apagar el grito—, las personas que tanto han esperado para esta fiesta se están reuniendo. Todo se está preparando. Y tú serás el centro de atención. ¡Un señor! ¡Un verdadero lord!

—¡Que el diablo se lleve a todos los lores! ¡Quiero mi casa! —exclamó.

La multitud empezaba a cerrarse a su alrededor, porque había algo en el aire; una sensación de frío de amenaza; una horrible oscuridad que parecía rezumar de las paredes y el suelo de aquel lugar. En el arrastrar de pies que siguió al relativo silencio, hubo un murmullo casi de aprensión de la que no eran conscientes y que sin embargo se manifestaba en sus ánimos crispados. Los invitados abandonaron sus alcobas perfumadas y hombres de todas las clases sociales acudieron desde los sectores más alejados y, arrastrados por un agente invisible, se acercaron al centro sin techo de la Casa Negra.

No eran sólo estas personas las que se movían. Gueparda había ordenado a un grupo de amigos íntimos que la siguieran, con la excepción de su padre, que estaba en la habitación olvidada, donde los actores principales esperaban, mordiéndose las uñas.

La banda de música, con una imponente disposición de los instrumentos, se adelantó en medio de la penumbra, mientras Titus se debatía llevado por una ola humana.

Era parte del plan que Titus se asustara, y la delicada boca de Gueparda —con los labios fruncidos como un pequeño capullo bermejo— manifestó una cierta satisfacción por la forma en que estaba saliendo todo. Porque se había empeñado en desconcertarlo y avergonzarlo, y aún más. Había llegado el momento de que Titus subiera los tres escalones del trono… y al hacerlo tropezó. Ahora tenía que darse la vuelta, le soltarían las manos y la venda de los ojos y luego Gueparda exclamaría: «Ahora».

Y así fue, porque su voz, como en una mazmorra, despertó una sucesión de ecos. Todo sucedió en el mismo instante, quitaron las cuerdas de las manos y el pañuelo de los ojos de Titus. La banda se puso a tocar una música marcial espantosa. Titus se sentó en un trono. No veía nada, salvo el borrón impreciso de la hoguera de enebro. La multitud se adelantó encrespada mientras las antorchas destellaban desde las copas de los árboles circundantes. Todo adoptó un matiz diferente… otra luminosidad. Un reloj dio la medianoche. La luna apareció, junto con la primera de las apariciones.

Titus Solo
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