SETENTA Y NUEVE
Estaba sentada inmóvil ante su espejo sin par, mirándose, no a sí misma, sino a través de ella, pues sus pensamientos eran profundos y amargos, y sus ojos habían perdido la capacidad de ver. De haber sido consciente de su reflejo y haber liberado sus ojos del velo que los cubría como una catarata, para empezar hubiera advertido la rigidez anormal de su cuerpo y relajado la columna, y también los músculos de la cara.
Porque, a pesar de su hermosura, había algo macabro en su cabeza; algo que sin duda hubiera tratado de ocultar de haber sabido que se manifestaba en sus facciones. Pero no era consciente de nada de eso, de modo que seguía allí sentada, completamente erguida, mirando con los ojos desenfocados, mientras los reflejos vacíos de sus órbitas le devolvían la mirada.
Esta inmovilidad era terrible, sobre todo cuando se coaguló en algo palpable y sofocó prácticamente el único sonido real, el de una hoja seca que de vez en cuando rozaba el cristal de una ventana lejana.
En el vestidor de Gueparda se respiraba una atmósfera tan fría y severa que le hubiera helado la sangre a cualquiera. Y sin embargo, aunque hacía subir un espantoso escalofrío por la columna, no era feo. Al contrario, era majestuoso en sus proporciones y soberbio en su economía.
Para empezar, el suelo estaba cubierto de esquina a lejana esquina con una tundra de pieles blancas de camello, apagadas como arena blanca y suaves como lana.
De las paredes colgaban tapices que despedían una luminosidad mortecina y anaranjada debido a un sistema de iluminación oculto que producía la sensación de que la luz amortiguada no caía sobre los tapices, sino que procedía de ellos. Como si fueran resplandecientes y sus vidas se pasaran consumiéndose.