CINCUENTA Y UNO
En aquel mismo instante, cuando Congrejo estaba a punto de desahogarse… con Rapiño desaparecido… Tirachina pensando en explayarse sobre el tema de las minas de sal, Zorruz pensando en sacarse un afilado cuchillo del cinturón y su amigo a un tris de ponerse a remover lo que quedaba de la pastosa fibra gris de la olla… en ese mismo instante hubo una pausa, un silencio y, en el corazón preñado de ese silencio, pudieron oír otro sonido, el golpeteo apagado de las patas de unos perros.
El sonido procedía del territorio negro y hueco que se extendía hacia el sur en el panal de celdas de piedra del Subrío; el sonido se hizo más fuerte.
—Ahí están otra vez —dijo Congrejo—. Qué exquisitos, y no me malinterpretéis.
Los otros no contestaron, permanecieron inmóviles, esperando a que aparecieran los perros.
—Se ha hecho más tarde de lo que pensaba —dijo Zorruz—. Oh, miren, miren…
Pero no había nada que ver. Sólo era una sombra que se había movido y una tenue luz sobre los ladrillos saturados. Los perros aún estaban a una legua o más de distancia.
¿Por qué estaban aquellos hombres con las cabezas ladeadas tan impacientes por ver la aparición de los sabuesos? ¿Por qué estaban tan concentrados?
En el Subrío siempre era así, porque los días y las noches podían ser insoportablemente monótonos; tan largos, tan aburridos que si alguna vez sucedía algo de verdad, incluso cuando ya lo esperaban, la oscuridad parecía momentáneamente traspasada, como si un pensamiento hubiera atravesado un cráneo muerto, y el suceso más trivial adquiría proporciones prodigiosas.
Pero entonces, mientras otras figuras salían de la penumbra, siete sabuesos llegaron por el sur acercándose con rapidez.
Eran excepcionalmente delgados, con las costillas muy marcadas, pero no estaban enfermos. Iban con las cabezas bien altas, como para recordar al mundo un orgulloso linaje, y enseñaban los dientes como recordatorio de algo menos noble. Sus lenguas colgaban de un lado de sus bocas. Sus cráneos estaban cincelados. Y jadeaban; con las narices dilatadas, los ojos brillantes. Eran siete, pero ya habían desaparecido, incluso su sonido, y la noche volvió a crecerse.
¿Dónde se han metido estos cuadrúpedos de aliento caliente? Han desaparecido en el bosque de columnas. Han llegado a un lago de diez centímetros de profundidad y kilómetro y medio de largo donde sus patas chapotean sobre las aguas poco profundas y sombrías. La espuma los rodea mientras galopan, y forman un grupo tan compacto que parecen una sola criatura.
En el extremo más alejado de este extenso manto de agua, el suelo se elevaba ligeramente y estaba relativamente seco. Adornando la pendiente iluminada por las luces, había pequeñas comunidades similares al grupo que tenía como centro yaciente a Congrejo. Similares pero no iguales, pues en cada cabeza anidan sueños dispares.
Y así, velozmente, pasando entre grupos iluminados aquí y allá por las lámparas, de pronto aquel conglomerado canino, sin avisar, dobló la velocidad hasta llegar a una zona donde había más luz de la que es habitual bajo el río. Montones de lámparas colgaban de los enormes pilares, sujetas con ayuda de clavos, o estaban colocadas en algún saliente, y fue bajo uno de estos conos de luz donde los perros se detuvieron y levantaron sus cabezas al techo que goteaba, y aullaron simultáneamente. A esto un hombre alto, con una cabeza minúscula y descarnada como la de un pájaro, salió de la penumbra manchada de luces, con un delantal blanco manchado de sangre, porque portaba siete chuletas de caballo. Cuando se acercó, los perros se estremecieron.
Pero no les dio la carne en seguida. Levantó aquellas chuletas aún chorreando sangre por encima de su cabeza, donde brillaron con un rojo fantasmagórico, incluso luminoso. Luego, formando un círculo perfecto con la boca, silbó, y en el silencio el eco le respondió. Al cuarto eco, arrojó las chuletas rojas al aire. Uno tras otro los sabuesos saltaron para atrapar su parte, la aferraron entre los dientes y entonces, volviendo sobre sus pasos, echaron a correr con la cabeza muy alta y atravesaron la gran lámina de agua y desaparecieron en la húmeda oscuridad.
El hombre con cabeza de pájaro se limpió las manos en el delantal y metió los brazos hasta el codo en un barreño de agua tibia. Más allá, siete metros hacia el oeste, había una pared cubierta de helechos malolientes, y en esta pared había un portal con forma de arco. Del otro lado de esta puerta había una habitación iluminada por seis lámparas.