TREINTA Y TRES
Entretanto, Trampamorro había escoltado a Juno al exterior del edificio y la había ayudado a subir a su espantoso vehículo. Tenía intención de llevarla a su casa, junto al río, y volver luego a toda prisa a la suya, pues hasta él estaba cansado. Pero, como le sucedía siempre que se ponía al volante, sus planes no tardaron en quedar como paja al viento y, medio minuto después de arrancar, ya había cambiado de opinión y se dirigía a la amplia franja arenosa del río donde la orilla desciende suavemente a las aguas poco profundas.
Cuando Trampamorro, tras tomar un desvío largo e innecesario hacia el oeste, salió de la carretera y, girando a izquierda y derecha para evitar los arbustos de enebro que ocupaban la parte alta de la orilla, se metió de improviso en el agua, el cielo ya no estaba tan oscuro, si bien aún se veían una o dos estrellas. Al ver que se había metido en el agua, apretó el acelerador, haciendo saltar grandes arcos de fango de debajo de las ruedas a babor y estribor.
En cuanto a Juno, iba ligeramente inclinada hacia delante, con el codo apoyado en la puerta del coche y el rostro ladeado, en la palma enguantada de su mano. Por lo visto, no había reparado en la velocidad, ni en el agua; ni siquiera en la presencia de Trampamorro, quien, en su posición favorita, iba prácticamente tumbado en el suelo del vehículo con un ojo por encima de los mandos, desde donde surgió una especie de canción:
Yo tengo un precio, y alto es (hacia la altura de tu ojo) pero si te portas bien por ti podría bajarlo, bajarlo, bajarlo; sobre esas cuerdas que se tejen con hierba amarilla y heno rojo cuando tejer es tabú…
Un volantazo y el vehículo se adentró más en el río: el agua estaba a punto de entrar; pero el siguiente acelerón lo hizo salir, mientras el vapor siseaba como un millar de gatos.
—Algunos las hacen de perlas —rugió Trampamorro—: otros las hacen sencillas. Adornan su frente con perlas y lo intentan otra vez ¡cardar la lana del amor! Pero ¡ah! Las palmas del ayer… No hay ni un alma del ayer con quien valga la pena soñar… eso dicen… con quien valga la pena soñar…
Cuando la voz de Trampamorro empezó a apagarse, el sol se elevaba sobre el río.
—¿Has terminado? —dijo Juno. Tenía los ojos entornados.
—Lo he dado todo —dijo Trampamorro.
—¡Entonces escucha, por favor! —Los ojos estaban bien abiertos, pero su expresión seguía aún muy distante.
—¿Qué tienes, Juno, amor?
—Estaba pensando en ese muchacho. ¿Qué harán con él?
—Les va a resultar una persona difícil —dijo Trampamorro—, muy difícil. Casi como una forma de mí. Creo que se trata más bien de lo que les hará él a ellos. Pero ¿por qué? ¿Ha introducido el canto de un gorrión en tu pecho? ¿Ha despertado a un cóndor predador?
Pero no hubo respuesta, porque en ese momento detuvo el vehículo ante la entrada de la casa de Juno con un chirrido metálico. Era un edificio alto, de color rosa polvoriento, y a su espalda había una pequeña colina o loma coronada por un hombre de mármol. Detrás de la loma, un meandro del río. A ambos lados de la casa de Juno había sendas casas similares, pero las habían abandonado. Las ventanas estaban rotas, las puertas habían desaparecido y la lluvia entraba en las habitaciones.
Pero la casa de Juno se mantenía en perfecto estado y cuando un sirviente con librea amarilla abrió la puerta, pudo verse lo amorosa y cuidadosamente que estaba decorado el vestíbulo. Iluminado en la oscuridad, presentaba un esquema de color de ébano, ceniza y rojo amarillento.
—¿No vas a entrar? —preguntó Juno—. ¿No te tientan las setas… o los huevos de chorlito? ¿Café?
—¡No, amor mío!
—Como quieras.
Durante un rato, los dos permanecieron sentados, sin moverse.
—¿Dónde crees que estará el chico? —preguntó ella al cabo.
—No tengo ni idea.
Juno se apeó. Fue un desembarco impecable. Todo cuanto ella hacía tenía estilo.
—Entonces, buenas noches —dijo—, y dulces sueños.
Trampamorro la observó deslizarse por el jardín oscuro en dirección al vestíbulo iluminado. Su sombra casi llegaba al coche y, mientras la veía alejarse, paso a paso largo y delicado, sintió una punzada en el corazón, porque en la lenta ociosidad de sus pasos le parecía ver algo que, en aquel momento, no hubiera querido dejar que se fuera.
Era como si aquellos lejanos días en que fueron amantes hubieran vuelto, imagen a imagen, sombra a sombra, sin pedir permiso, espontáneamente, desafiando cada una de ellas los diques que habían levantado frente al otro. Porque los dos sabían que detrás de los diques se agitaban los mares del sentimiento en cuyo seno habían perdido el rumbo.
¡Con cuánta frecuencia la había mirado él lleno de ira o de un amor vociferante! Con cuánta frecuencia la había admirado. Con cuánta frecuencia la había visto dejarlo, aunque nunca como en aquel momento. La luz del recibidor donde estaba el criado llegaba al jardín y Juno era una silueta recortada contra la entrada iluminada. Desde las caderas llenas y redondeadas que se meneaban imperceptiblemente cuando se movía se elevaba la columna de su espalda casi marcial, y sobre los hombros se elevaba el cuello, un perfecto cilindro, coronado por la cabeza clásica.
Mientras la observaba, de alguna forma a Trampamorro le parecía estar viéndose a sí mismo. La veía como un fracaso suyo… sabía que pertenecía a aquella mujer. Porque cada uno había recibido todo lo que el otro podía dar. ¿Qué había salido mal? ¿Fue que ya no necesitaban seguir intentándolo porque podían ver el interior del otro? ¿Cuál era el problema? Un centenar de cosas. Su infidelidad; su egotismo; su eterno actuar; su orgullo gigantesco; su falta de ternura; su exuberancia ensordecedora; su egoísmo.
Pero ella se quedó sin amor; o se lo arrebataron. Sólo persistía una amistad: envolvente e inquebrantable.
Así que aquella punzada fue extraña, como extraño fue que la siguiera con la mirada, que diera la vuelta al coche tan lentamente y también —cuando llegó al patio de su casa— la expresión meditabunda de su rostro cuando ataba el coche a la morera.