CINCUENTA Y DOS

Aquí, en esta cámara llena de helechos colgantes, decorada con espejos agrietados y rotos para que reflejen la luz de las lámparas, hay un grupo de personas. Algunas, recostadas en sofás mohosos, otras, muy erguidas en sillas de mimbre, aún otras, sentadas a una mesa en el centro.

Hablan desordenadamente, pero cuando oyen silbar al hombre de cabeza de pájaro, el sonido de su conversación se apaga. Lo han oído mil veces, son inmunes a su rareza y, sin embargo, siempre escuchan como si fuera la primera vez.

En un extremo del sofá medio podrido, con su poderoso mentón barbado apoyado en el puño, se ha sentado un anciano. En el otro, su esposa, también anciana, con los pies encogidos debajo del cuerpo. Los tres —hombre, esposa y sofá— forman una imagen de venerable decrepitud.

El anciano está sentado muy quieto, y ocasionalmente levanta la mano y mira con detenimiento algo que se arrastra sobre su muñeca.

La esposa parece más industriosa, porque aquí, allá, por todas partes, hay interminables hilos de lana y de colores, tantos que parece cubierta de guirnaldas. La anciana dama, con los ojos hinchados y enrojecidos, ha renunciado hace mucho a tejer nada, y pasa el tiempo tratando de desenredar los nudos que hay en la lana. En otro tiempo, hace ya mucho, la mujer sabía lo que hacía y, hace más tiempo aún, se la conocía por el sonido incesante de sus agujas. Formaban parte, una diminuta parte, del Subrío.

Pero ya no. Para ella este eterno desenredar lo es todo. De vez en cuando levanta la mirada y sus ojos se cruzan con los de su marido, e intercambian una sonrisa patéticamente dulce. La pequeña boca de la mujer se mueve, como si estuviera formando una palabra; pero sólo lo parece, no es más que el movimiento de sus labios marchitos. En cuanto a él, es imposible ver nada a través de la larga y peluda niebla de su barba; no hay una boca localizable… y todo su amor busca salida por los ojos. Él no participa de la tarea de la mujer, porque sabe que es su única alegría, y los nudos y cruces de lana deben durar más que ella.

Pero esa noche, al oír el silbido, ella levanta la cabeza de su labor.

—Querido Jonah —dice—, ¿estás ahí?

—Por supuesto, amor mío. ¿Qué tienes? —dice el anciano.

—Mi mente ha viajado a un tiempo… un tiempo… casi antes de que yo… casi como si… ¿qué es lo que hacía yo antes? No consigo recordarlo… No lo puedo recordar.

—Desde luego, ardillita mía; fue hace mucho tiempo.

—Pero sí recuerdo una cosa, Jonah, querido: aunque ignoro si estábamos juntos o no… oh, pero sin duda lo estábamos. Porque huimos, ¿no es cierto?, y escapamos de nuestros enemigos flotando como plumas. Qué hermosos éramos, Jonah, y cabalgaste conmigo a tu lado hasta el bosque… ¿me estás escuchando, cariño?

—Por supuesto, por supuesto…

—Eras mi príncipe.

—Sí, mi pequeña ardilla, eso es.

—Estoy cansada, Jonah…, cansada.

—Recuéstate, cariño mío. —El hombre trata de inclinarse hacia adelante para tocarla, pero se ve obligado a desistir, porque el movimiento ha traído consigo una punzada de dolor.

Uno de los cuatro hombres que están jugando a cartas en la mesa de mármol se vuelve al oír el pequeño gemido, pero no acaba de saber de dónde procede. Vuelve de nuevo su atención a las cartas que tiene en la mano. Ese gemido también lo ha oído un bebé prácticamente desnudo que va gateando hacia la decrépita pareja, arrastrando la pierna izquierda como si fuera un añadido inútil y muerto.

Cuando el bebé alcanza el sofá donde la vieja pareja ha vuelto al silencio, los mira a uno y luego al otro con una atención que hubiera resultado embarazosa viniendo de un adulto. Y llegados a este punto se incorpora y mantiene el equilibrio agarrándose al borde del sofá. En los ojos del bebé andrajoso parece haber una inocencia conmovedora. Una inocencia que ha sobrevivido a pesar de un mundo de maldad.

¿O acaso era, como algunos pudieran pensar, un simple vacío? ¿Un vacío azul celeste? ¿Sería demasiado cínico pensar que el bebé no tenía un solo pensamiento en su cabeza ni un destello de luz en su alma? Porque, de otro modo ¿por qué iba a volverse en el momento de mayor emotividad y abrir el grifo, lanzando un arco dorado en la penumbra?

Después de orinar con una mezcla incongruente de indiferencia y solemnidad, el bebé ve una cuchara brillando en las sombras, bajo el sofá, así que se deja caer sobre las nalgas desnudas, se pone a cuatro patas y se arrastra tratando de alcanzar el tesoro. Es la viva imagen de la determinación. Su minúsculo apéndice ha quedado olvidado: cuelga como una babosa. Ha perdido el interés por él. La cuchara lo es todo.

Pero el colgajo ha hecho un gran daño… inocentemente, sin saberlo, pues ha ahogado a una falange de hormigas guerreras que, sin imaginar que la tormenta era inminente, atravesaban terreno peligroso.

Titus Solo
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