CUARENTA Y CINCO
—Eres un joven extraño —dijo Juno—. No acabo de comprenderte. A veces me pregunto por qué me tomo tantas molestias, querido. Pero, por supuesto, en seguida me doy cuenta de que no tengo elección. ¿No es así? Me conmueves tanto, cruel joven. Lo sabes, ¿verdad?
—Es lo que tú dices… —dijo Titus—, aunque sabe Dios por qué.
—¿Bromeas? —dijo Juno—. ¿Estás bromeando otra vez? ¿Tengo que explicarte a qué me refiero?
—Ahora no, por favor.
—¿Te aburro? Si te aburro sólo tienes que decirlo. Dímelo. Y si estás furioso conmigo, no lo ocultes. Grítame. Lo entenderé. Quiero que seas tú mismo… nada más. Así es como mejor te manifiestas. ¡Oh, loco mío! ¡Perverso!
La pluma de su sombrero se balanceaba en la dorada oscuridad. Los orgullosos ojos negros de Juno se humedecieron.
—Has hecho mucho por mí —dijo Titus—. No pienses que soy insensible. Pero quizá debería marcharme. Me das demasiado. Me pone enfermo.
Se hizo un repentino silencio, como si la casa hubiera dejado de respirar.
—¿Adónde podrías ir? Tu sitio no está fuera. Eres mío, mi descubrimiento, mi… mi… ¿es que no lo entiendes? Yo te quiero. Sé que tengo el doble de tu… Oh, Titus, te adoro. Eres mi misterio.
Fuera, del otro lado de la ventana, el sol caía con furia sobre la piedra de color de miel de la alta casa. El muro descendía monótonamente hasta la rápida corriente.
Por el otro lado estaba el enorme cuadrángulo de ladrillos de color gamba y las espantosas estatuas cubiertas de musgo de atletas desnudos y caballos rotos.
—¿Qué puedo decir? —dijo Titus.
—Por supuesto que no puedes decir nada. Lo entiendo. Hay cosas que no se pueden expresar con palabras. Son demasiado profundas.
Juno se levantó de la cama y, dándole la espalda, echó atrás su orgullosa cabeza. Tenía los ojos cerrados.
Algo cayó y golpeó el suelo con un leve sonido. Era el pendiente de su oreja derecha, y ella supo que la causa había sido el orgulloso movimiento de su cabeza. Pero también sabía que no era momento para preocuparse por un detalle tan trivial. Sus ojos permanecieron cerrados y sus fosas nasales, dilatadas.
Lentamente, cruzó las manos y las llevó bajo el mentón alzado.
—Titus —dijo, con una voz que era poco más que un susurro, un susurro menos afectado que el que se esperaría de una dama que adopta aquella postura, con las plumas del sombrero rozando los hombros.
—Sí —dijo Titus—. ¿Qué pasa?
—Te estoy perdiendo. Te estás evaporando. ¿Qué es lo que he hecho mal?
Titus se levantó de un salto, le hizo volverse cogiéndola por los codos y quedaron frente a frente en medio del cálido polvo de la alta habitación. Entonces sintió que su corazón se encogía, porque vio que sus mejillas estaban húmedas y, en aquella humedad que descendía por sus mejillas, una mancha de las pestañas se extendió como un hilo, abriendo su corazón ante él.
—¡Juno! ¡Juno! Esto es demasiado para mí. No puedo soportarlo.
—No hay necesidad, Titus… por favor, no me mires.
Pero Titus, sin hacerle caso, la abrazó con más fuerza. Las mejillas de Juno estaban bañadas en lágrimas. Pero su voz era firme.
—Déjame, Titus. Prefiero estar sola.
—Nunca te olvidaré —le dijo él con las manos temblorosas—. Pero debo irme. Nuestro amor es demasiado intenso. Soy un cobarde. No puedo aceptarlo. Soy egoísta, pero no desagradecido. Perdóname, Juno… Dime adiós.
Pero en cuanto Titus la soltó, Juno le dio la espalda y, acercándose a la ventana, sacó el espejo de su bolso.
—Adiós —dijo Titus.
De nuevo no hubo respuesta.
La sangre le subió al chico a la cabeza y, sin saber apenas qué hacía, salió corriendo de la habitación, bajó las escaleras y salió precipitadamente a una tarde invernal.