NOVENTA Y DOS
El tiempo era perfecto, y el helicóptero se deslizaba sin problemas sobre los árboles. Durante un buen rato viajaron en silencio, pero finalmente Gueparda, que pilotaba, se volvió hacia su acompañante. Había algo repugnante en el hecho de que hubiera llevado su suciedad a las alturas, por aquel aire puro. Y lo peor de todo era la forma en que la miraba.
—Si no deja de mirarme, no veremos las señales. ¿Qué tenemos que buscar ahora?
—Sus piernas —dijo el viejo—. Bajarían divinamente con una buena salsa de cebolla. —Le dedicó una mirada lasciva, y entonces, de pronto, con voz ronca, gritó—: ¡Los bajíos! Desvíese hacia el sur.
Tres montañas azul cobalto se habían instalado en el horizonte y, junto con el sol que bañaba las frondas allá abajo y bailaba sobre las aguas del río, formaban una escena tan tranquila que el frío que se levantó de pronto, como si una corriente de aire lo impulsara desde abajo, fue mucho más terrible por lo inesperado. Era como si aquel frío fuera dirigido contra ellos y Gueparda, al mirar abajo como si tratara de encontrar la causa, gritó involuntariamente…
—¡La Casa Negra! ¡Mire! ¡Mire! Debajo de nosotros.
Suspendidos mientras trataban de descender; descendiendo mientras estaban suspendidos, aquel par mal avenido no era más que una veleta sobre las ruinas… pues eso es lo que eran… aunque se las conociera —en un tiempo ya olvidado— como la Casa Negra.
Poco quedaba del tejado, y las paredes interiores habían desaparecido, pero Gueparda, al mirar abajo, recordó en seguida el espacioso interior del edificio.
Tenía una atmósfera que resultaba indeciblemente lúgubre, y esto no podía atribuirse únicamente al hecho de que se estuviera desmoronando a que el musgo cubriera el suelo o a que las paredes hubieran desaparecido entre helechos. Había otra cosa, algo que le daba un aire de oscuridad infinita; y esa oscuridad no tenía nada que envidiar a la noche y parecía teñir el día. De negro.
—Voy a aterrizar —anunció Gueparda y, cuando empezaron a descender para hacer un aterrizaje perfecto sobre un manto gris de ortigas, un pequeño zorro aguzó los oídos y se escabulló y, como si fuera su turno, el murmullo de los estorninos se elevó en una densa nube que se elevó más y más en el cielo.
El anciano, al verse en tierra firme, no parecía tener prisa por apearse: estiró sus brazos y sus piernas marchitos, como si fuera un destartalado molino, y sólo entonces se levantó…
—¡Eh, usted! —exclamó—. Ahora que lo ha encontrado, ¿qué es lo que busca? ¿Un montón de malditas ortigas?
Gueparda lo ignoró, y se dedicó a ir de acá para allá, ligera y veloz como un pajarillo, por lo que en otro tiempo debió de ser el exterior de una abadía, porque había un montón de piedras que quizá fueran una especie de altar, sagrado o profano, o quizá no.
Revoloteando entre el moho y las hojas caídas, con el sol apagado en lo alto y el bosque que la rodeaba respirando suavemente, Gueparda reparaba en todo tipo de detalles. Para ella era normal recordar cualquier cosa que pudiera serle de utilidad, de modo que ahora se trataba de absorber no sólo la disposición exacta de todo cuanto allí había, así como la orientación y las proporciones y la escala de aquel escenario tan insólito, sino las entradas y salidas que habría que ocupar con figuras imprevistas.
Entretanto, el anciano se puso a mear sin ningún reparo.
—Eh, usted —gritó con su voz rasposa—. ¿Dónde está?
—¿Dónde está el qué? —susurró Gueparda. Por su voz era evidente que su mente estaba en otro sitio.
—El tesoro. Para eso hemos venido, ¿no? El tesoro de la Casa Negra.
—Yo no sé nada de eso —replicó Gueparda.
El rostro del viejo enrojeció de ira, tanto que su barba blanca adoptó un tono rojizo.
—¿Que no sabe nada? —gritó—. ¿Por qué…?
—Una palabra más —lo amenazó Gueparda con una voz horrible por lo indiferente— y le dejaré aquí. Aquí. Entre todas estas cosas putrefactas.
El viejo hizo una mueca.
—Vuelva a su asiento —dijo Gueparda—. Si me toca, haré que le azoten.
El viaje de vuelta fue una carrera contra la oscuridad, pues Gueparda había permanecido en la Casa Negra más de lo previsto. Mientras se deslizaban sobre el cambiante paisaje, tuvo tiempo de hacer sus cálculos.
Por ejemplo, estaba el problema de cómo hacer que los trabajadores, y luego los invitados, encontraran el camino por entre aquellos bosques descuidados, por las marismas y los valles. Es cierto, aquí y allá se conservaban todavía restos de antiguos caminos, pero no eran de fiar, porque podían ceder en cualquier momento o adentrarse en una marisma o en la arena.
Al poco, aún en pleno vuelo, Gueparda consideró el problema prácticamente resuelto, al menos en teoría. Porque se le ocurrió la idea de ir dejando grupos de hombres a intervalos regulares en una larga línea que fuera de los límites conocidos de la tundra, hacia el sureste, hasta los bosques de la Casa Negra.
En un momento determinado, estos grupos aislados debían encender grandes montones de leña que habrían recogido durante el día. Con el humo de estas grandes hogueras para orientarse, sin duda hasta el viajero menos avezado podría encontrar el camino sin dificultad, y de la forma que quisiera, por aire o tierra.
«Los trabajadores —pensó Gueparda examinando el paisaje—, deben estar allí al menos con tres días de antelación, y deben regresar antes que ninguno de los invitados. Trabajarán siguiendo mis indicaciones y en silencio, sin que ninguno de ellos sepa lo que hace su vecino. Y llegarán en toda clase de vehículos, desde grandes furgonetas cargadas con los objetos más inverosímiles, hasta carros tirados por ponis; de coches a carromatos. Al alba, el día de la fiesta, por toda la región se oirá un gong».
Y Gueparda hubiera apostado una fortuna a que, en el momento en que sonara el gong, cualquiera que estuviera cerca de Titus vería una sombra cruzar su rostro… como si aquello le recordara otro mundo: el mundo que él había abandonado.