TREINTA Y OCHO

Esa nota, destinada evidentemente a algún personaje importante, seguramente alguno de los responsables del manicomio local o el hogar para jóvenes delincuentes…, esa nota no llegó a cumplir su cometido y, tras caer al suelo y ser pisoteada, fue recuperada y pasada de mano en mano hasta que descansó por un rato en la zarpa arrugada de un tonto que, después de intentar leerla, la convirtió en un avión y la mandó volando entre las sombras hasta un lugar menos lóbrego de la sala.

Algo más atrás había una figura casi perdida en las sombras. En el bolsillo llevaba una salamandra hecha un ovillo.

Este hombre tenía los ojos cerrados y la nariz apuntaba al techo como un enorme timón.

A su izquierda se encontraba la señora Yerbas, con un sombrero que parecía una col amarilla. En diversas ocasiones había intentado susurrar algo al oído de Trampamorro, pero no obtuvo respuesta.

Algo más allá, a la izquierda de estos dos, se hallaban sentados media docena de hombres fuertes, fornidos y erguidos. Habían seguido las vistas con una rigurosa atención, aunque algo ceñudos. En su opinión, el magistrado estaba siendo demasiado indulgente. Después de todo, el joven que estaba en el banco de los acusados había demostrado que no era un caballero. No había más que ver sus ropas. Aparte de esto, la forma en que había irrumpido en la fiesta de la señora Cúspide-Canino era imperdonable.

La señora Cúspide-Canino estaba sentada con la barbilla apoyada levemente sobre su pequeño índice. Su sombrero, a diferencia de la col creación de la señora Yerbas, era negro como la noche, casi como el nido de un cuervo. Desde debajo de la multiforme ala de ramitas, su rostro menudo se veía blanco como un champiñón, salvo por la pequeña herida roja de la boca. Su cabeza permanecía inmóvil, pero los pequeños botones negros de sus ojos miraban aquí y allá a fin de no perderse nada.

Desde luego, pocas cosas escapaban a su vista cuando estaba presente, y ella fue la primera que vio salir el avión de la penumbra del fondo de la sala y trazar un ocioso semicírculo. El magistrado, cuyos párpados caían pesadamente sobre sus inocentes globos oculares, empezó a escurrirse hacia adelante en su alto asiento hasta que quedó en una posición que recordaba la de Trampamorro al volante de su vehículo. Pero ahí se acababa todo el parecido, pues el hecho de que en aquel momento los dos hubieran cerrado los ojos no significaba nada. Lo importante es que el magistrado estaba medio dormido, mientras que Trampamorro estaba completamente despierto.

A pesar de su aparente sopor, Trampamorro había notado que en un rincón, medio ocultas tras un pilar, había dos figuras sentadas, inmóviles y erguidas; con una extraordinaria elasticidad de articulación; una imperceptible vibración de la columna. Estaban tan tiesas que resultaba antinatural. No se movían. Incluso las plumas de sus yelmos estaban inmóviles y eran en todos los sentidos idénticas.

Él, Trampamorro, también había reparado en el inspector Filomargo (una agradable alternativa a los dos altos enigmas), pues no podía haber nada más terreno que el inspector, quien no creía en nada con tanto fervor como en su trabajo de sabueso, el rastro y el cartílago; la dureza de su oficio. En su cabeza siempre había una presa. Fea o bonita, pero una presa. La moral no tenía nada que ver. Era un cazador, nada más. Su mentón agresivo se proyectaba desafiante. Su robusta constitución tenía un algo de intrepidez.

Trampamorro lo observó con los ojos entornados, los párpados separados apenas por un tenue hilo. No había en la sala muchas personas a quienes no estuviera observando. De hecho, sólo había una. Estaba sentada muy quieta, sin que la vieran, a la sombra de una columna, y contemplaba a Titus en su banco, con la figura del magistrado cerniéndose sobre él como una nube. El rostro olvidadizo del hombre era casi invisible, pero la coronilla de su peluca estaba iluminada por la lámpara que tenía por encima de la cabeza. Sin dejar de mirar, Juno frunció el ceño, y ese gesto fue una expresión de bondad, como la sonrisa cálida y burlona que solía tener en los labios.

Titus Solo
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