CINCUENTA Y SIETE
Durante tan largo lapso como puede un hombre contener la respiración, no hubo ningún sonido; ninguno. Sus ojos estaban fijos en los del otro, hasta que al fin la voz de Sudario rompió el húmedo silencio.
—¿Quién eres? —dijo—. Y ¿qué quieres?
Al hablar, sus labios de cuero mostraron los dientes, pero el recién llegado, en lugar de responder, dio un paso al frente y escudriñó la oscuridad, como si estuviera buscando algo.
—¡Te he preguntado quién eres! Tú no perteneces a este lugar. Éste no es tu sitio. Eres un intruso. Vete hacia el norte o…
—He oído un grito —lo atajó Titus—. ¿Qué ha sido?
—¿Un grito? Siempre se oyen gritos.
—¿Qué haces aquí, en las sombras? ¿Qué ocultas?
—¿Ocultar, mocoso? ¿Ocultar? ¿Y quién eres tú para interrogarme? Por Dios, ¿quién eres? ¿De dónde vienes?
—¿Por qué?
De pronto el hombre mantis estaba sobre Titus y, aunque no llegó a tocarlo literalmente en ningún momento, parecía rodearlo y amenazarlo con sus uñas, sus articulaciones, sus dientes, y con su aliento agrio y espantoso.
—Te lo volveré a preguntar —dijo el hombre—. ¿De dónde vienes?
Titus, con los ojos entornados, los puños apretados, notó que se le secaba la boca.
—Tú no lo entenderías —susurró.
Al oír estas palabras, el señor Sudario echó la cabeza atrás en una risotada. El sonido era intolerablemente frío y cruel.
El aspecto de aquel hombre ya resultaba bastante mortífero sin la risa, pero con ella resultaba letal en otro sentido. Porque no había humor en ella. No era más que un ruido que salió de un agujero de su cara. Un sonido que no le dejó a Titus ninguna duda sobre la maldad innata de aquel hombre. La cara, las extremidades y los órganos, e incluso la cabeza…, difícilmente se le hubiera podido culpar por tenerlos, había nacido así; pero la risa era obra suya.
Titus notó que la sangre le afluía al rostro y oyó un movimiento en la oscuridad. Volvió la cabeza de inmediato.
—¿Quién anda ahí? —exclamó, y mientras lo hacía, el delgado Sudario dio un paso de alambre hacia él.
—¡Ven aquí, mocoso!
El tono de aquella voz era tan amenazador que Titus saltó hacia adelante en la oscuridad y golpeó algo blando con el pie. Oyó un sollozo a sus pies.
Al arrodillarse vio los leves contornos de un rostro humano. Los ojos estaban abiertos.
—¿Quién eres? —susurró Titus—. ¿Qué te ha pasado?
—No… no —dijo la voz.
—Levanta la cabeza —dijo Titus, pero, cuando trató de levantar el cuerpo impreciso, una mano clavó sus dedos como tenazas en su hombro y con un solo movimiento lo levantó del suelo y lo arrojó contra una pared, donde una franja de luz pálida y mojada le iluminó el rostro.
En sus jóvenes facciones había escrito algo no tan joven; tan ancestral como la piedra de su hogar. Inflexible. La mirada de civismo había sido arrancada de su rostro igual que la carne amortajada se arranca del hueso. En su interior Titus sentía un amor primordial por su lugar de nacimiento, un amor que pervivía y era cada vez mayor a pesar de haber abandonado su hogar, a pesar de ser un traidor, y ardía con una furia que no podía entender. Lo único que sabía era que, mientras miraba a aquel hombre araña, él, Titus, empezó a envejecer. Una nube había pasado sobre su corazón. Ya no sentía que estaba en medio de una aventura, estaba solo ante algo que olía a muerte.
Titus se había apoyado contra la pared, y el frío ladrillo se llenó de humedad. La humedad se extendió por su pelo y de ahí pasó a las cejas y los pómulos. Se concentró alrededor de los labios y el mentón y desde allí cayó al suelo en una ristra de cuentas de agua.
Su corazón latía con violencia. Las manos y las rodillas le temblaban y entonces, entre las sombras, reapareció la Rosa Negra.
—¡No, no, no! ¡Permanece en la sombra, seas quien seas!
Tras estas palabras, la Rosa Negra se tambaleó y volvió a desplomarse y entonces, con un gran esfuerzo, se incorporó sobre el codo y susurró:
—Mata a la bestia.
La araña había girado su pequeña cabeza huesuda hacia ella y, en ese momento, Titus —sin armas que pudieran cortar o clavarse, y sin escrúpulos, porque sabía que en cuestión de minutos estaría luchando por su vida—, levantó la rodilla y le golpeó con tanta fuerza como pudo. La araña se inclinó hacia adelante, de modo que la fuerza del golpe quedó concentrada por debajo de sus costillas; pero el único sonido que se oyó fue el susurro de una ráfaga de aire que pasó siseando entre sus mandíbulas. No emitió ningún gemido; se limitó a juntar las manos, formando una especie de parrilla para proteger el plexo solar con los dedos mientras se doblaba.
Aquél era el momento. Titus avanzó a trompicones hasta la Rosa Negra, la cogió en brazos y, jadeando, corrió hacia un borrón de luz que parecía suspendido en el aire algo hacia el oeste, donde el suelo mojado, las paredes y el techo estaban bañados por un resplandor de color fangoso.
Mientras corría, aunque ni siquiera se dio cuenta, Titus vio una familia que pasaba y se detenía a mirar; luego llegó otro grupo, y otro, como si las paredes los exudaran. Figuras de todas clases, procedentes de todas las direcciones. Veían al chico con su carga y se detenían.
Entretanto, Sudario se había recuperado del rodillazo y perseguía a Titus con una determinación inexorable. Pero, a pesar de la velocidad de sus patas de alambre, no vio a Titus dejar en el suelo a la Rosa Negra, en un lugar donde la sombra proyectada por una pirámide de libros en descomposición la ocultaba a la vista.
En cuanto la dejó, Titus giró sobre sus talones y vio a su enemigo. También vio que se había congregado una multitud. Una alarma había sonado. Una alarma que no necesitaba de voces ni palabras. Algo que viajó de unas regiones a otras, hasta que el aire se llenó de una especie de sonido mudo, como un bramido gigante detrás de una pared insonorizada, o el grito de una garganta sin cuerdas vocales.