CIENTO DOCE
Habían añadido leña a la hoguera de ramas de enebro y de nuevo una lengua de fuego amarilla saltó por los aires. Su luz iluminó los árboles cercanos débilmente. El perfume del enebro impregnaba el ambiente. Era lo único agradable en aquella noche. Pero nadie se fijó.
Los animales y las aves, incapaces de irse a dormir, observaban desde cualquier lugar al que pudieran encaramarse. Entre ellos había una especie de acuerdo tácito, de modo que no se molestarían entre ellos hasta el amanecer. Y fue así que las aves de presa se sentaron junto a las palomas y los búhos y los zorros, junto a los ratones.
Desde donde estaba, Titus veía a los protagonistas como si estuvieran en un escenario. El tiempo parecía acabarse. El mundo había perdido interés por sí mismo y sus posiciones. Estaban entre el avance y el retroceso. Era excesivo. Pero no había alternativa, ni para el corazón ni para la mente. No podía abandonar a Trampamorro. Quería a aquel hombre. Sí, incluso en ese momento, aunque en sus ojos arrogantes veía aquellas ascuas rojas. Intuyendo que la locura se estaba adueñando de todos, Titus empezó a temer por su propia cordura. Y sin embargo hay lealtad en los sueños, y belleza en la locura, y no podía apartarse del harapiento lado de su amigo. Del mismo modo que los invitados no podían hacer nada. Estaban como hechizados.
En ese momento se oyó la voz de Trampamorro y al instante siguió una voz que no parecía la suya. Una voz amortiguada y mucho más amenazadora había ocupado su lugar.
—Sucedió hace mucho tiempo —dijo—, cuando yo llevaba otro tipo de vida. Deambulaba en el amanecer. Devoraba el mundo como una serpiente que se devora a sí misma, empezando por la cola. Ahora estoy al revés. Los leones rugían por mí. Rugían por mi sangre. Pero ahora están muertos y sus rugidos han quedado reducidos a nada, porque tú, cabeza de asno, hiciste que sus corazones dejaran de latir. Ha llegado el momento de que también tu corazón deje de hacerlo.
Trampamorro no miraba a aquel despojo que tenía sujeto del extremo del brazo. Miraba a través de él. Y entonces dejó caer la mano y arrastró al científico por el polvo.
—Así que di un paseo. ¡Y qué paseo! Me llevó a tu fábrica, donde conocí a tus amigos y tus máquinas, y todo cuanto acarreó la muerte de mis bestias. ¡Oh, Dios, mis bestias coloridas, mi fauna ardiente! Y una vez allí accioné la espoleta azul del centro. No creo que tarde. ¡Bum! —Trampamorro miró a su alrededor—. Bueno, bueno, bueno —dijo—. Bonito montón de gente tenemos aquí. ¡Cielos, Titus, chico, el aire parece contaminado! Míralos. ¿Los conoces? ¡Ja ja! ¡Por el hígado de Dios, si no son ésos los de los yelmos! Cómo nos pisan la cola.
—Señor —dijo el Ancla adelantándose—. Deje que le aguante yo al científico. Incluso un brazo como el suyo debe de cansarse.
—¿Y tú quién eres? —dijo Trampamorro dejando su brazo donde estaba, como un poste, porque había vuelto a levantarlo.
—¿Acaso importa? —repuso el Ancla.
—¡Importar! ¡Ja ja, ésa sí que es buena! —dijo Trampamorro—. Tanto como esa melena cobriza que tienes. ¿Cómo es que has decidido unirte a nosotros?
—Tenemos una dama en común.
—¿Y quién es esa dama? —preguntó Trampamorro—. ¿La reina de las sirenas?
—¿Eso es lo que parezco? —Era Juno quien, desoyendo las indicaciones del Ancla, había salido de las sombras para llegarse a su lado—. Oh, Titus, amor mío.
Al salir Juno de las sombras, el aire pareció electrificarse, y una figura se movió como el rayo, veloz como una comadreja. Era Gueparda.