CINCUENTA Y SEIS
Un día asesinó a un mendigo como si fuera un cerdo y robó de su bolsillo manchado de sangre la insignia secreta del Subrío. La policía estaba muy cerca. Sudario se ocultó con la Rosa Negra al amparo de una estatua y, cuando la luna desapareció tras una nube, la arrastró con él hasta la orilla del río. Allí, entre las sombras, por fin encontró lo que buscaba, una entrada al túnel secreto, porque, con una astuta combinación de engaño y fortuna había aprendido mucho en el campo.
Pero eso fue un año atrás. Un año entre tinieblas. Y ahora estaba allí, de pie y en silencio en la pequeña habitación, bien erguida, con los ojos clavados en la nada.
Por primera vez la Rosa Negra miró al hombre que tenía delante.
—Casi preferiría volver a ser una esclava —susurró— que tener esta clase de libertad. ¿Por qué me sigues? La vida se me escapa. ¿Qué has descubierto?
Y sin embargo, el hombre volvió a recorrer con la mirada al pequeño y silencioso grupo antes de volverse a ella. Desde donde estaba, la mujer sólo podía ver su silueta.
—Dime —dijo la Rosa Negra. Su voz seguía siendo tan neutra que casi parecía absurda—. ¿Lo has encontrado? ¿Has encontrado el túnel?
El hombre huesudo se frotó las manos con un sonido de lija. Luego asintió con su pequeña cabeza.
—A kilómetro y medio de aquí. No más. La entrada está cubierta de helechos. Vi salir a un joven. Acércate. No quiero que nos oigan. ¿Recuerdas el látigo?
—¿El látigo? ¿Por qué preguntas eso?
Antes de contestar, la silueta aferró a la Rosa Negra, y unos segundos después habían salido de la cámara iluminada. Giraron a la izquierda una vez y luego otra, y llegaron a una esquina de rocas, como la esquina de una calle. Una franja de luz caía sobre el suelo mojado. Los brazos de ella estaban rígidos, apresados por las manos de él.
—Ahora podemos hablar —dijo él.
—Suéltame o por Dios que grito.
—Dios nunca te ha ayudado, ¿es que lo has olvidado?
—¿Olvidar qué, saco de huesos? ¡Sucia cabeza! ¡No he olvidado nada! Recuerdo perfectamente tus sucios juegos. Y el hedor de tus dedos.
—¿No recuerdas el látigo de Kar, y el hambre? ¡Y cuando yo te daba ración doble de pan! Sí, y te alimentaba a través de los barrotes. Y tú ladrabas pidiendo más.
—¡Oh, sucio fango de un cenagal!
—Aunque te acostabas con cualquiera, se veía que en otro tiempo habías sido espléndida. Se veía perfectamente por qué te daban ese nombre, «Rosa Negra». Eras famosa. Eras deseable. Pero cuando llegó la revolución tu belleza no te sirvió de nada. Así que te azotaron, quebrantaron tu orgullo. Cada vez estabas más delgada. Tus extremidades se convirtieron en tubos. Te afeitaron la cabeza. No parecías una mujer. Parecías más bien una…
—No quiero volver a oír todo eso… déjame en paz.
—¿Recuerdas lo que me prometiste?
—No.
—¿Y cómo te volví a salvar y te ayudé a escapar?
—¡No, no, no!
—¿Te acuerdas de cómo me suplicabas que tuviera piedad? Me suplicabas de rodillas, con la cabeza afeitada inclinada como en una ejecución. Y tuve piedad contigo, ¿no es verdad?
—Sí, oh, sí.
—A cambio de tu cuerpo, como me prometiste.
—¡No!
—Huye conmigo o púdrete a la luz de estas lámparas.
Volvió a agarrarla con violencia y ella gritó agónicamente; pero en ese mismo momento hubo otro sonido que pasó inadvertido… el sonido de unos pasos ligeros.
—¡Levanta la cabeza! ¿Por qué tanto miramiento? No eres más que una puta.
—No soy ninguna puta, saco putrefacto de huesos. Tengo tantos deseos de que me toques como una llaga abierta.
Entonces el hombre con la cabeza pequeña y huesuda levantó el puño y la golpeó en la boca. Una boca que en otro tiempo fue suave y roja; bonita a la vista; excitante en un beso. Pero ahora parecía como si no tuviera forma, porque estaba cubierta de sangre. Al recibir el golpe, la joven se golpeó la cabeza contra la pared y sus ojos se cerraron por el dolor; esos ojos, esos iris que parecían tan negros como las pupilas y se fundían con ellas formando un enorme pozo que tragaba todo cuanto miraban. Pero, antes de cerrarse, una especie de fantasma se apareció ante ellos. No era un reflejo, sino algo terrible y triste… el fantasma de una desilusión insoportable.
Los pasos se habían detenido al gritar ella pero, cuando cayó de rodillas, una figura echó a correr. Las pisadas sonaban más cercanas a cada momento.
El hombre de cráneo pequeño y extremidades largas y flacas ladeó la cabeza y se pasó la lengua por sus labios invisibles con un movimiento deliberadamente suave. Esta lengua era como la lengüeta de una bota, igual de larga, igual de ancha y delgada.
Entonces, como si acabara de tomar una decisión, cogió a la Rosa Negra en brazos y dio una docena de pasos, hasta donde la oscuridad era más densa, y allí la dejó caer al suelo como si fuera un saco. Pero cuando se volvió para desandar sus pasos vio que alguien le esperaba.