SESENTA Y SIETE
Entre cada uno de sus gritos estrangulados, el anciano volvía la cabeza y escupía, hacía girar los ojos, echaba atrás su pequeña cabeza huesuda y ladraba al cielo como un perro.
—Compren, compren. ¡Un asiento para la puesta de sol! Cojan una todos. Dicen que será rojiza, verde y gris. Un penique. Sólo un penique.
Fue pasando entre las mesas y no tardó en llegar a donde estaba Trampamorro. El viejo se detuvo, con la boca abierta, pero ningún sonido brotó de ella durante un rato, tan absorto había quedado por la visión de aquel nuevo rostro.
Las sombras de ramas y hojas se proyectaban sobre la mesa como encaje y se movían imperceptiblemente. La delicada sombra de la fronda de una acacia fluctuó como un ser vivo sobre la frente huesuda de Trampamorro.
Al final, el viejo vendedor cerró la boca y volvió a empezar.
—Un asiento para la puesta de sol, rojiza, verde y gris. ¡Dos peniques la entrada sin asiento! ¡Tres con asiento! Un penique entre los árboles. ¡La puesta de sol a sus malditos pies, amigos! Compren, compren, compren.
Mientras Trampamorro observaba al viejo con los ojos entornados, volvió a hacerse el silencio, un silencio cálido y espeso, dulce como la muerte.
Al final, Trampamorro musitó con suavidad:
—¿De qué está hablando este hombre, en el nombre de la mortalidad y toda su descendencia, de qué habla?
No hubo respuesta. Volvió a hacerse el silencio, un silencio perplejo ante la idea de que pudiera haber alguien que no entendiera lo que decía aquel viejo.
—Rojiza, verde y gris —siguió diciendo Trampamorro como si hablara para sus adentros—. ¿Son ésos los colores del cielo esta noche? Queridos míos, ¿pagáis por ver la puesta de sol? ¿No es gratis la puesta de sol? Dios, Dios, ¿ni siquiera la puesta de sol es gratis?
—Es lo único que tenemos —dijo una voz—, eso y el amanecer.
—No se puede confiar en el amanecer —dijo otro, con tanto patetismo que parecía que tenía alguna rencilla personal contra la atmósfera teñida.
El vendedor de entradas se inclinó hacia adelante y escrutó a Trampamorro más de cerca.
—¿Gratis, dice? ¿Cómo va a ser gratis? Con esos colores que son como el pecho enjoyado de una reina. ¡Gratis! ¿Es que no hay nada sagrado? Compre una localidad, señor Gigante, y véala cómodamente… Dicen que es posible que haya pinceladas de pardo rojizo, y salmón cuajado en las franjas más altas. ¡Y todo por un penique! ¡Compren, compren, compren! Gracias, señor, gracias. Para usted, los bancos de cedro, señor. Bendito sea.
—¿Y qué pasa si el viento decide cambiar de dirección? —dijo Trampamorro—. ¿Qué pasará entonces con su luz verde y rojiza? ¿Me devolverá mis peniques? ¿Y si llueve? ¿Eh? ¿Y si cae un aguacero?
Alguien le escupió a Trampamorro, pero él no hizo nada, aparte de sonreírle al individuo con un ángulo tan curioso de los labios que el hombre sintió un escalofrío en la columna.
—Esta noche no habrá viento —dijo una voz—. Una ráfaga o dos. El verde será como cristal. Quizá un tigre sacrificado se alejará flotando por el sur. Quizá la sangre de sus heridas goteará por el cielo… pero no…
—¡No! ¡Esta noche no! ¡Esta noche no! Verde, rojiza, gris.
—Yo he visto puestas de sol negras como el hollín en regiones occidentales, removidas por la sangre de los gatos. He visto puestas de sol como un rebaño de rosas: flotando, con sus bellos traseros en la superficie. En una ocasión vi el pezón de una reina… el sol… estaba rosa como un…