NOVENTA Y CINCO
—Tengo la sensación de que Titus tiene problemas —dijo Juno—. Anoche soñé con él. Estaba en peligro.
—Ha estado en peligro la mayor parte de su vida —repuso el Ancla—. Creo que no sabría qué hacer consigo mismo si no lo estuviera.
—¿Tú crees en él? —preguntó ella tras una larga pausa—. Nunca te lo he preguntado. Supongo que me da miedo lo que puedas contestarme.
El Ancla levantó la vista y estudió el techo del salón privado en la planta noventa y nueve. Luego se recostó en un cojín de color índigo. Juno estaba de pie junto a una ventana. Tan regia como siempre. La papada y las patas de gallo no desmerecían en absoluto su grandeza. La habitación estaba inundada de una luz azul claro que daba un extraño tono a la roja mata de pelo del Ancla. A lo lejos se oía un rumor, como el murmullo del mar.
—¿Que si creo en él? —inquirió el hombre—. ¿Y eso qué significa? Creo en su existencia, del mismo modo en que creo que tú estás temblando. ¿Estás enferma?
Juno se dio la vuelta y lo miró.
—No estoy enferma —susurró— pero lo estaré si no respondes a mi pregunta. Ya me entiendes.
—¿Su castillo y su linaje? ¿Es eso lo que te preocupa?
—¡Es tan joven! ¡Tan joven y dorado! Siempre fue muy dulce conmigo. No puedo creer que nos estuviera mintiendo, a mí y a todo el mundo. ¿Qué sientes al oír esa extraña palabra?
—¿Gormenghast?
—Sí, Gormenghast. Oh, Ancla, querido mío. Siento una pena tan grande en mi corazón…
El Ancla se puso en pie con un movimiento silencioso y se acercó a ella con un leve contoneo. Pero no la tocó.
—No está loco —dijo—. Sea lo que sea, no está loco. Si él estuviera loco, entonces que los locos gobiernen el mundo. No. Quizá se trate de inventiva. Por lo que sabemos, bien puede tener la última palabra en los dominios de la imaginación, la hipótesis, la suposición, la conjetura y todo cuanto queda dentro de los entramados de la imaginación. Pero ¿loco? No.
El Ancla la miró con una sonrisa forzada en los labios.
—Entonces, a pesar de toda esa palabrería, no le crees —exclamó Juno—, ¡crees que es un mentiroso! Oh, Ancla, ¿qué me pasa? Tengo tanto miedo.
—Es por el sueño —dijo el Ancla—. ¿Qué pasaba?
—Veía a Titus —susurró Juno al fin— tambaleándose, con un castillo a su espalda. Altas torres entrelazadas con mechones de cabellos rojo oscuro. Y tambaleándose, gritaba «¡Perdonadme! ¡Perdonadme!». Detrás veía ojos suspendidos. ¡Sólo ojos! Enjambres de ojos. Y cantaban, con las pupilas dilatadas o contraídas, según las notas. Era horrible. Estaban tan concentrados… como sabuesos a punto de despedazar a un zorro. Pero cantaban todo el rato, y en medio de aquel sonido continuo a veces resultaba difícil oír a Titus. «Perdonadme. Por el amor de Dios, perdonadme». —Juno se volvió al Ancla—. Titus está en peligro. ¿Por qué si no iba a soñar algo así? No debemos descansar hasta que lo encontremos. —Alzó la cabeza hasta la de él—. Ya no se trata de amor. Mis celos y mi amargura han desaparecido. Nada de eso forma ya parte de mí. Quiero a Titus por otro motivo… del mismo modo que quiero a Trampamorro y a otros que fueron importantes para mí en el pasado. El pasado, sí. Sí, eso es. Necesito recuperar mi pasado. Sin él no soy nada. Me bamboleo como un corcho sobre las aguas. Quizá no soy lo bastante valiente. Tal vez tenga miedo. Pensábamos que podíamos volver a empezar. Pero yo no dejo de pensar en los tiempos pasados. La bruma se ha instalado en mí como un polvo dorado. Oh, mi querido amigo. Mi querido Ancla. ¿Dónde están? ¿Qué debo hacer?
—Partiremos y los encontraremos. Conjuraremos a sus fantasmas, querida mía. ¿Cuándo empezamos?
—Ahora mismo —dijo Juno.
El Ancla se puso en pie.
—Ahora mismo —repitió él.