SESENTA Y UNO

¿Qué es lo que se desliza por el inflamado cerebro del antiguo asesino? ¿Miedo? No, ni siquiera el que cabría en la cuenca del ojo de una mosca. ¿Remordimiento? Jamás ha oído esa palabra. Lo que siente cuando alza su largo brazo derecho es lealtad. Lealtad hacia el niño con las piernas llenas de costras que arrancaba las alas a los gorriones tanto tiempo atrás. Lealtad hacia su soledad. Lealtad hacia su maldad, porque solamente gracias a ésta ha podido subir las espantosas escaleras que conducen a los pisos más altos del infierno. Si lo hubiera deseado, no hubiera podido retirarse de la contienda, porque eso hubiera sido como negar a Satán su soberanía sobre el dolor.

Titus había levantado su espada muy alto y en ese momento su enemigo arrojó su hoja contra él. El arma voló por los aires tan veloz como una piedra arrojada con una honda y golpeó la espada de Titus justo bajo el mango, haciendo que se soltara de su mano.

La fuerza del impacto hizo que Titus cayera de espaldas. Como si él mismo hubiera recibido el golpe. Sus brazos y sus manos vacías se sacudían y hormigueaban por el golpe.

Mientras yacía en el suelo, Titus vio dos cosas. Lo primero, que Sudario había cogido un par de cuchillos del suelo mojado y se dirigía hacia él, con el cuello y la cabeza inclinados hacia delante, como una gallina cuando corre buscando comida, con los puños armados levantados a la altura de las orejas. Por un instante, mientras Titus lo observaba hechizado, la boca mezquina se abrió y la lengua rojiza pasó con rapidez de un extremo al otro. Titus se lo quedó mirando privado de toda iniciativa, sin fuerza, pero incluso caído e indefenso como estaba, por el rabillo del ojo vio también algo que se movía por encima de su cabeza, y, durante un involuntario segundo, se descubrió mirando con los ojos muy abiertos una viga larga y resbaladiza que parecía suspendida en la penumbra.

Pero lo que Titus vio, lo que hizo que el pulso se le acelerara, no fue la viga en sí, sino algo que se arrastraba por ella; algo compacto y sin embargo totalmente silencioso; algo que avanzaba inexorablemente centímetro a centímetro. No podía ver exactamente de qué se trataba. Lo único que sabía es que era pesado y ágil, y que estaba vivo.

El señor Sudario, el quebrantavidas, viendo que durante una fracción de segundo Titus había levantado la vista para escrutar las sombras, detuvo por un instante su avance y volvió el rostro hacia las vigas. Lo que vio arrancó de las mismísimas entrañas de la inmensa audiencia una exclamación aterrada, pues la figura, aunque parecía inmensa bajo la luz vacilante, se levantó sobre la viga y saltó.

Era imposible calcular el peso y la velocidad de Trampamorro cuando derribó a la mantis sobre el suelo resbaladizo. El rostro de la víctima estaba alzado en el momento del impacto, así que la mandíbula, la clavícula, los omóplatos y cinco costillas fueron los primeros en ceder como ramitas muertas en una tormenta.

Sin embargo, este demonio, esta mantis, este tal señor Sudario no emitió el menor sonido. Incluso derribado y postrado, se levantó de nuevo y, para su horror, Titus vio que las facciones de su rostro parecían haber cambiado de sitio.

También las extremidades habían resultado dañadas. Al tratar de apartarse, tuvo que arrastrar una pierna rota, que le siguió como un trozo muerto de madera sujeto a la cadera. Lo único que podía hacer era huir de Trampamorro dando saltitos, con el surtido de facciones amontonadas sobre su cuello como un espantoso nido.

Pero no fue muy lejos. De pronto, Titus, Trampamorro y la enorme audiencia impresionada comprendieron que aún tenía los cuchillos en las manos, y que sólo las manos y los brazos habían escapado a la destrucción. Y allí estaban, refulgiendo en sus manos.

Sudario ya no podía ver a sus enemigos. Su cabeza estaba destrozada. Pero su mente seguía intacta.

—¡Rosa Negra! —gritó en el temible silencio—. Mírame bien, porque será la última vez. —Y con esto se clavó los cuchillos entre las costillas, en la zona del corazón. Y los dejó allí, retirando las manos de las empuñaduras.

En el silencio, el terrible sonido de su risa brotaba cada vez con más fuerza, y cuanto más fuerte se oía, más de prisa brotaba la sangre, hasta que llegó un momento en que, con una convulsión final, cayó sobre su rostro dislocado y absurdo, crispado por última vez, y murió.

Titus Solo
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