SETENTA Y DOS
Cuando Titus la vio pensó que se trataba de otra más de aquella multitud de imágenes, pero, al seguir mirándola, se dio cuenta de que no era un rostro entre nubes.
Ella no le había visto abrir los ojos, así que Titus tuvo ocasión de contemplar, por unos momentos, el hielo de su rostro. Cuando volvió la cabeza y vio que la miraba, no trató de suavizar su expresión, pues sabía que la había cogido desprevenida. No, en lugar de eso, le devolvió la mirada, hasta que llegó un momento en que fue como si estuvieran jugando a quién aparta primero la vista y ella fingió no poder seguir poniendo esa cara y su rostro se deshizo en una expresión que era una mezcla de sofisticación, abigarramiento y exquisitez.
—Tú ganas —dijo. Su voz era ligera e indiferente como un villano.
—¿Quién eres? —preguntó Titus.
—Eso no importa. Mientras sepas quién eres tú… ¿O sí?
—¿Y quién soy?
—Lord Titus de Gormenghast, septuagésimo séptimo conde. —Las palabras revolotearon como hojas en otoño.
Titus cerró los ojos.
—Gracias a Dios.
—¿Por qué? —dijo Gueparda.
—Por saberlo. Hasta yo había acabado por dudar de ese condenado lugar. ¿Dónde estoy? Me siento el cuerpo ardiendo.
—Lo peor ha pasado.
—¿En serio? ¿Y qué ha sido lo peor?
—La búsqueda. Bebe esto y túmbate.
—Tienes un rostro curioso —dijo Titus—. Es como un paraíso impaciente. ¿Quién eres? ¿Eh? No me contestes, lo sé todo. ¡Eres una mujer! Eso es lo que eres. Así que deja que chupe de tus pechos, como pequeñas manzanas, y juegue con tus pezones con la lengua.
—Desde luego, se nota que te sientes mejor —dijo la hija del científico.