CIENTO SEIS
Las figuras tocadas con yelmo soltaron los brazos de Titus.
—Te hemos traído a tu madre y a tu hermana. ¿A quién más te gustaría ver?
Titus volvió la cabeza hacia ella y en sus ojos vio la magnitud de su amargura. ¿Por qué lo había elegido a él? ¿Qué había hecho? ¿Tan terrible era que jamás la hubiera amado por sí misma sino con lujuria?
La oscuridad pareció concentrarse. La luz de las antorchas ardía de forma irregular y una leve llovizna salió de la noche.
—Estamos reuniendo a tu familia —susurró Gueparda—. Llevan demasiado tiempo en Gormenghast. Debes salir a recibirlos y entrar con ellos en el círculo. Mira, te están esperando. Te necesitan. Porque ¿acaso no les abandonaste? ¿Acaso no abdicaste? Por eso están aquí. Por una sola razón. Para perdonarte. Para perdonar tu traición. Mira cómo les brillan los ojos de amor.
Mientras hablaba, sucedieron tres cosas importantes. La primera —a instigación de Gueparda— fue que inmediatamente se abrió un corredor entre los escalones del trono y el círculo, para que Titus pudiera ir hasta allí sin obstáculos.
La segunda fue la repetición del silbido chillón y reminiscente que Titus y Gueparda habían oído un rato antes. Esta vez sonó más cerca.
La tercera fue que nuevos monstruos empezaron a llegar al centro del círculo.
La habitación olvidada los iba escupiendo, uno a uno. Primero las tías, las mellizas, cuyos rostros estaban iluminados de tal forma que parecían suspendidos en el aire. La longitud de sus cuellos; sus narices horriblemente respingonas; el vacío de sus miradas… todo esto por sí solo ya era malo, sin las palabras que pronunciaban una y otra vez en un tono uniforme y monótono.
—Arde… arde… arde…
Después salió Sepulcravo, moviéndose como si estuviera en trance, con su alma fatigada en la mirada y los libros bajo el brazo. A su alrededor los collares de mando, de acero y oro.
En la cabeza llevaba la corona de color herrumbre de los Groan. Cada paso iba acompañado de profundos suspiros, como si cada uno fuera el último. Inclinado como si la pena le pesara, se lamentaba con cada gesto. Llegó al centro del círculo arrastrando una larga cola de plumas, imitando con su trágica boca el ulular de un búho.
Aquello cada vez se parecía más a una espantosa pantomima. Todo cuanto Gueparda había oído durante los accesos de fiebre de Titus, todo su pasado, había quedado almacenado en su espaciosa memoria.
Cada uno de aquellos personajes surgía amenazante, cauteloso; se pavoneaba o avanzaba con pesar, lloraba, aullaba o guardaba silencio.
Una criatura flaca con hombros altos y deformes y un rostro en dos colores saltaba a un lado y a otro como si tratara de liberar su energía.
Al verla Titus retrocedió, no por miedo, sino debido a la sorpresa; porque mucho tiempo atrás él y Pirañavelo habían luchado a muerte. El hecho de saber que todo aquello era una especie de cruel payasada no parecía ayudarlo, pues en los rincones más remotos de su imaginación el impacto era tremendo.
¿Quién más había en el tosco círculo hacia el que Titus se dirigía ahora involuntariamente? Estaba el delgado doctor con su risita estridente. Al mirarlo, Titus no vio al extremado payaso que tenía ante él con andares y voz afectada, sino al verdadero doctor. El doctor al que tanto amaba.
Cuando llegó al círculo, a punto de entrar en él, cerró los ojos en un intento por liberarse de todos aquellos monstruos, porque le recordaban cruelmente los días lejanos en que sus modelos eran reales. Pero, justo cuando los cerró se oyó un tercer silbido. Esta vez aquella nota aguda parecía mucho más cercana. Tan cercana que no sólo hizo que Titus volviera a abrir los ojos, sino que mirara a su alrededor. Y, al hacerlo oyó una vez más aquella nota aguda.