NOVENTA Y SEIS
Titus sólo sabía que estaba por los aires; que nadie le contestaba cuando hablaba; que parecía estar en movimiento; que oía el suave zumbido de un aparato; que el aire nocturno era cálido y tonificante; que ocasionalmente oía voces allá abajo y que había alguien a su lado, compartiendo el mismo aparato y negándose a hablar.
Llevaba las manos cuidadosamente atadas a la espalda y, aunque las cuerdas no le hacían daño, estaban lo suficiente apretadas como para que no pudiera soltarse. Igual que el pañuelo de seda que le tapaba los ojos. Se lo habían colocado de forma que no sufriera ninguna molestia, salvo la de no ver.
El hecho de que estuviera en semejante situación no dejaba de ser sorprendente. Sí, ciertamente, de no ser porque estaba dispuesto a enfrentarse a cualquier situación disparatada, ya se hubiera puesto a gritar exigiendo que lo soltaran.
No tenía miedo. Le habían explicado que, puesto que aquélla era la noche de la fiesta, debía esperar cualquier cosa. Y que, para que fuera una noche entre todas las noches, sólo hacía falta una cosa, y era el elemento sorpresa. Sin eso, todo se estropearía.
En algún momento futuro, tenían que quitarle la venda de los ojos para que viera la gran hoguera, un centenar de brillantes invenciones.
Tenía que esperar a que llegara el momento y dejar que floreciera. Bajo el firmamento plagado de estrellas, bajo el susurro de hojas y helechos estaba la Casa Negra. Escenario de un oscuro esplendor, del rocío de la noche. Testimonio de la triste decadencia de siglos que, cuando Titus pusiera sus ojos en ella, no dejaría de recordarle el clima negro que había tratado de quitarse de encima como un manto, pero que ahora sabía que no tenía fuerzas para evitar.
Sin el elemento sorpresa, todo lo demás estaba condenado al fracaso. Gueparda lo sabía. No importaba la brillantez de la idea o lo maravilloso que pudiera ser el espectáculo; todo estaría perdido a menos que Titus sufriera la degradación máxima.
No por nada había pasado horas y horas sentada a los pies de su cama cuando él deliraba o desvariaba por la fiebre. Escuchando una y otra vez los mismos nombres; las mismas escenas. Ella conocía hasta el más mínimo detalle sobre su vida, a quién amaba, a quién despreciaba. Conocía las tortuosas entrañas de Gormenghast con la misma seguridad que si tuviera un mapa ante sus ojos. Sabía quién había muerto. Quiénes seguían con vida. Quiénes habían permanecido al lado de Gormenghast. Sabía quién era el Abdicador.
Que tenga su sorpresa. Su banquete dorado. Su fantástica fiesta, para la que no había gasto excesivo. Sería una despedida inolvidable.
Gueparda había susurrado: «Arderá como una antorcha en la noche. El bosque se encogerá al oírlo».
En un momento de debilidad, en el calor del momento, cuando su mente y sus sentidos estaban enfrentados y apareció un resquicio en su armadura, él había dicho: «Sí».
«Sí», aceptaba… aceptaba la idea de ir a un lugar desconocido, con los ojos vendados, para que fuera una sorpresa.
Y ahora estaba volando por los aires en medio de la noche, navegando sin saber adonde, hacia su fiesta de despedida. De haber estado sus ojos libres, habrían visto que un hermoso globo blanco los sostenía en el aire, como una ballena gigante, teñida bajo la luz.
Sobre el globo, muy arriba en el cielo, había bandadas de artefactos de todos los colores, formas y tamaños.
Por debajo, volando en formación, aeronaves como dardos dorados y, mucho, mucho más abajo, en dirección norte, hubiera visto una gran extensión de marismas cubiertas por un resplandor que se extendía en el horizonte.
Hacia el sur, en los bosques, hubiera visto el humo de la hoguera que les indicaba el camino.
Pero Titus no veía nada de todo esto… no veía el juego de luces sobre las marismas sedosas ni las sombras de los variados artefactos voladores que se deslizaban lentamente por encima de las copas de los árboles.
Ni veía a su acompañante. Ella estaba allí sentada, a escasos centímetros, erguida, menuda y supremamente eficiente, con las manos en los mandos.
Los trabajadores ya se habían ido. Habían trabajado como esclavos. Habían desbrozado zonas de bosque para que los helicópteros y toda clase de aeronaves pudieran aterrizar. Los pesados carros estaban atestados de hombres agotados.
El gran cráter de la Casa Negra, que hasta entonces había bostezado a la luna, tenía en su interior algo muy distinto a su propio aliento. Su vacío había desaparecido, y escuchaba como si tuviera oídos.
Desde luego, hubo mucho que oír. Porque en la última semana o más, por el bosque habían resonado los martillazos, las sierras, los gritos de los forestales.
Lo bastante cerca para observar sin ser vistos, pero lo bastante lejos para evitar el peligro, montones de pequeños animales del bosque —ardillas, tejones, ratones, musarañas, comadrejas, zorros y aves de todas las plumas—, olvidando sus enemistades tribales, permanecían sentados en silencio, siguiendo cada movimiento, aguzando los oídos. Poco sabían ellos que habían formado un círculo de carne y hueso mientras respiraban y observaban el cascarón de la Casa Negra. El cascarón y las cosas extrañas que sucedían dentro de él.
Conforme pasaban las horas, esta circunferencia viva iba creciendo, hasta que un día se hizo el silencio y, en este silencio, la respiración de la fauna se oía como el sonido del mar.
Desconcertados por el silencio —porque llegó el momento de que los trabajadores se fueran y los invitados aún no habían llegado—, estos montones de ojos observaban la Casa Negra, que ahora presentaba al mundo una cara tan extraña que pasó un buen rato antes de que bestias y aves rompieran el silencio.