DIEZ
Por tres de los lados del patio, unas paredes macizas de piedra impedían la entrada del amanecer, salvo por un lugar donde los rayos oblicuos del sol se colaban por una alta ventana orientada hacia el este para salir por otra aún más alta orientada hacia el oeste y acabar su viaje en un estanque de luz sobre un frío tejado de pizarra.
Ajeno a la escena y a la prodigiosa longitud de su sombra; ajeno al hecho de que su pecho pardo y menudo brillaba al sol, un gorrión se picoteaba el ala tintada. Como un chiquillo que se estuviera rascando, absorto en su tarea, y hubiera quedado transfigurado.
Entretanto, Trampamorro había bajado del asiento del conductor y, como si se tratara de un animal, ató el vehículo con una cuerda a una morera que había en medio del patio.
Sólo entonces se dirigió a largas zancadas ociosas y desgarbadas hacia la esquina noroeste del patio y entre dientes emitió un silbido agudo como el de un silbato. Un rostro apareció en una ventana por encima de su cabeza. Y luego otro. Y otro. Arriba se oyó un gran ajetreo de pies, una campanilla y, por debajo de estos sonidos, algo más lejano, más continuo y diverso, pues recordaba las voces de bestias y aves; un aullido, una tos, un chillido y un ulular, pero todo esto en la distancia y diferenciado de los sonidos más próximos, las pisadas en las escaleras y el repique de la campanilla. Luego, surgiendo de las sombras que colgaban como negras aguas de las paredes del gran edificio, un grupo de sirvientes salió de la casa y corrió hacia su señor, que había vuelto a su coche.
Titus se había incorporado con expresión fatigada y, aún sentado, de cara al inmenso Trampamorro, sin pensarlo, sin darse cuenta, sintió una ira irracional, porque en el fondo de su mente seguía habitando una época anterior en la que, a pesar de todo el horror y la confusión y la reiterada idiotez de su hogar inmemorial, era por derecho propio el Señor del lugar.
El hambre le requemaba el estómago, pero había otra cosa, la quemazón del desplazado; del no reconocido; el irreconocible.
¿Por qué aquella gente no sabía quién era? ¿Qué derecho tenía ningún hombre a tocarlo? ¿A llevárselo sobre cuatro ruedas desvencijadas? ¿A secuestrarlo y llevarlo por la fuerza a aquel patio? ¿A inclinarse sobre él y mirarlo con las cejas enarcadas? ¡No era ningún niño! Había conocido el horror. Había luchado, y había matado. Había perdido a su hermana y a su padre y al larguirucho Excorio, fiel como las piedras de Gormenghast Y había sostenido en sus brazos una ninfa, había visto al rayo que la golpeó y la redujo a cenizas, cuando el cielo se desplomó y el mundo se tambaleó. No era un niño… no… no era un niño en absoluto y, tras ponerse en pie tambaleándose por la debilidad, lanzó su puño contra el rostro inmenso de Trampamorro… un rostro que pareció desintegrarse ante él y en seguida se aclaró… para volver a disolverse.
Su puño quedó atrapado en la espaciosa zarpa del hombre con nariz de timón, quien indicó a sus sirvientes que llevaran a Titus a una habitación de la planta baja con las paredes cubiertas del suelo al techo por vitrinas de cristal en las que, hermosamente sujetas a láminas de corcho, un millar de mariposas extendían sus alas en un gran gesto de crucifixión.
En esta habitación dieron a Titus un cuenco de sopa, pero estaba tan débil que no paraba de derramarla, hasta que un hombrecito al que le faltaba un trozo de oreja le arrebató la cuchara y lo alimentó con dulzura mientras él yacía medio acostado en una larga tumbona de mimbre. Antes incluso de haber comido la mitad del cuenco, se recostó en los almohadones y, al instante, quedó sumido en el vacío de un sueño profundo.