SESENTA Y CUATRO
Maldiciendo a la luna llena, Titus y sus dos compañeros se vieron obligados a dar un largo rodeo y a limitarse en la medida de lo posible a las sombras que rodeaban el bosque o que corrían pegadas a los muros de la ciudad. Haber tomado el camino más corto por los bosques a la luz de la luna hubiera sido demasiado arriesgado.
Mientras avanzaban limitados por los pasos fatigados de la Rosa Negra, quizá por causa de la deuda suprema que había contraído con Trampamorro, Titus sintió el deseo incontrolable de sacudirse aquello de encima como si fuera una pesada carga. Anhelaba el aislamiento y, en su ansia reconocía el mismo cáncer egoísta que se había manifestado en su actitud ante el dolor de la Rosa Negra.
¿Qué clase de bestia era? ¿Estaba destinado a destruir siempre el amor y la amistad? ¿Y Juno? ¿Es que nunca tendría el valor o la lealtad suficientes para ayudar a sus amigos? ¿O para hablar? Quizá no. Después de todo, había abandonado su hogar.
Obligándose a dar forma a las palabras, volvió la cabeza hacia Trampamorro.
—Quiero alejarme de usted —dijo—. De usted y de todo el mundo. Quiero volver a empezar, cuando, de no ser por usted, estaría muerto. ¿Es una ruindad por mi parte? No lo puedo evitar. Es usted tan excesivo y escarpado. Sus facciones son como los montes de la luna. Su cerebro está lleno de tigres y leones que se están desangrando. La venganza anida en su vientre. Es demasiado vasto y remoto. Su situación me quema.
Me hace desear liberarme. Estoy demasiado cerca de usted y necesito estar solo. ¿Qué debo hacer?
—Haz lo que quieras, chico —dijo Trampamorro—, por mí como si te quieres ir al polo, o quemarte el trasero en el rojo ecuador. Y ¿en cuanto a esta dama? Está enferma. ¡Enferma, pedazo de burro! Tan enferma como es posible estarlo en el mundo de los vivos.
La Rosa Negra se volvió a Trampamorro y sus pupilas boquearon como fuentes.
—También quiere huir de mí —dijo—. Le desagrada mi pobreza. Ojalá me hubieras conocido hace años, cuando era joven y hermosa.
—Sigues siendo hermosa —le aseguró Titus.
—Eso ya no importa —repuso la Rosa Negra—. Ya no importa. Lo único que quiero es poder tumbarme en silencio para siempre, sobre unas sábanas de lino. Oh, Dios, lino blanco, antes de morir.
—Tendrás tu lino —terció Trampamorro—. Blanco como el ala de un serafín. Ya falta menos.
—¿Adónde me lleva?
—A una casa junto al río donde podrá descansar.
—Pero Sudario me encontrará.
—Sudario está muerto —dijo Titus—. Muerto como la muerte.
—Entonces su fantasma me perseguirá. Su fantasma me retorcerá el brazo.
—Los fantasmas son tontos —sentenció Trampamorro—, se les sobrevalora. Juno cuidará de ti. En cuanto a este joven, Titus Groan, puede hacer lo que le plazca. Si yo fuera él, me separaría del grupo y desaparecería. El mundo es muy grande. Sigue tus instintos y deshazte de nosotros. Por eso dejaste eso que tú llamas Gormenghast, ¿no es así? ¿Eh? Para descubrir qué había más allá del horizonte. ¿No es eso? Y, como dijiste en una ocasión…
—Ha dicho «eso que tú llamas Gormenghast». Maldito sea. ¡Que lo diga usted! ¡Usted! ¡Que usted precisamente sea tan incrédulo! ¡Usted! Que ha sido como un dios para mí, un dios toscamente tallado. Ha habido momentos en que le he odiado, pero la mayor parte de las veces le he querido. Le he hablado de mi hogar, de mi familia, de nuestros rituales, de mi infancia, de la inundación, de Fucsia, de Pirañavelo y cómo lo maté; de mi huida. ¿Cree que lo he inventado todo? ¿Cree que he estado engañándolo? Me ha fallado. ¡Deje que me vaya!
—¿A qué esperas? —le retó Trampamorro dándole la espalda. Su corazón latía con violencia.
Titus pateó el suelo con rabia pero no se fue. Un momento después, cuando las rodillas de la Rosa Negra flaquearon, Trampamorro llegó a tiempo de cogerla en sus poderosos brazos, como si fuera una muñeca hecha jirones.
Habían llegado a un espacio abierto, y se detuvieron en el punto donde la sombra terminaba.
—¿Ves esa nube? —preguntó Trampamorro con una voz extrañamente alta—. La que parece un gato hecho un ovillo. No, allí, pedazo de burro, detrás de aquella cúpula verde. ¿No la ves? Tiene la luna detrás.
—¿Qué le pasa? —dijo Titus en un susurro irritado.
—Tú vas en esa dirección. Ve hacia allí. Camina en esa dirección durante más de un mes y serás relativamente libre. Libre de los enjambres de aviones sin piloto; de la burocracia; de la policía. Libre de moverte por donde quieras. Es territorio en su mayor parte inexplorado. Por allí están mal equipados. No hay escuadrones de agua, mar o aire. Como debe ser. Una región donde nadie recuerda quién está en el poder. Pero hay bosques como el jardín del Edén donde puedes tumbarte tranquilamente y escribir un mal verso. Habrá ninfas para tu deleite, y flautas. Una tierra donde los jóvenes se detienen y mean a la luna, como si quisieran apagarla.
—Estoy cansado de sus palabras —protestó Titus.
—Las utilizo como una celosía —se explicó Trampamorro—. Me esconden de mí mismo… por no hablar de ti. Las palabras pueden ser agobiantes como un enjambre de insectos. ¡Pueden zumbar y picar! Pueden no ser más que una sucesión de pedos; pero también pueden ser duras, inflexibles, inviolables, piedra sobre piedra. Como eso que tú llamas Gormenghast. Como habrás notado, he vuelto a utilizar la misma frase, esa que tanto te mortifica. Porque, aunque pareces haber aprendido el arte de hacer enemigos (y ciertamente eso es bueno para el alma), sin embargo eres ciego, sordo y tonto cuando se trata de otro tipo de lenguaje. Rígido, seco; inequívoco: algo hecho de mendrugos y agua. Si lo que buscas son halagos… Recuerda esto en tus viajes. Y ahora vete… por Dios… ¡Lárgate!
Titus alzó los ojos a su compañero. Y dio tres pasos hacia él. La cicatriz de su mejilla brillaba como seda a la luz de la luna.
—Señor Trampamorro.
—¿Qué pasa, chico?
—Siento pena por usted.
—Siente pena por esta criatura destrozada —le replicó Trampamorro—. Ella es la débil.
En el silencio les llegó la voz apagada de la Rosa Negra.
—Lino —gimió con voz obstinada y hermosa—. Lino… lino blanco.
—Está muy caliente por la fiebre —musitó Trampamorro—. Es como tener ascuas en los brazos. Pero ahí está Juno, ella nos dará refugio, y un gato para que te orientes; y de ahí, al fin del mundo. El gato durmiente —musitó con la voz tomada—. ¿La viste alguna vez… viste a mi pequeña civeta? La silenciaron junto con los demás. Se movía como una ola del mar. La quería mucho, junto con los lobos, Titus, hijo. Nunca has visto unos ojos como los suyos.
—Pégueme —dijo Titus—. Soy un cerdo.
—¡Tonterías! —repuso Trampamorro—. Ya es hora de que ponga a la Rosa Negra en manos de Juno.
—¡Ah, Juno! Dígale que la quiero —dijo Titus.
—¡Vaya! Acabas de retractarte. Ésa no es manera de tratar a una dama. Por Dios que no lo es. Ora le das tu amor, ora se lo quitas; lo ocultas, lo expones… como si estuvieras jugando al escondite.
—Pero usted mismo estuvo enamorado de ella y la perdió. Y ahora vuelve a ella otra vez.
—Cierto —dijo Trampamorro—. Touché, tienes toda la razón. Después de todo, está envuelta en una especie de bruma. Es una orquídea… un ser dorado. Generosa como la Vía Láctea, o las fuentes de un gran río. ¿Qué tienes que decir a eso? ¿No es maravillosa?
Titus levantó la cabeza rápidamente hacia el cielo.
—¿Maravillosa? Seguro que lo era.
—¿Era? —preguntó Trampamorro.
Se hizo un extraño silencio y, durante el mismo, una nube empezó a deslizarse sobre la luna. No era una nube grande, así que no había tiempo que perder y, en la semioscuridad, los dos amigos se alejaron el uno del otro y corrieron como si lo necesitaran, uno en dirección a la casa de Juno, con la Rosa Negra en brazos, y el otro avanzando rápidamente en dirección norte.
Pero, antes de que se perdieran definitivamente en la oscuridad, Titus se detuvo y miró atrás. La nube había pasado, y vio a Trampamorro de pie en la esquina de la plaza dormida. Su sombra, y la de la Rosa Negra en sus brazos, yacía a sus pies, como si estuviera sobre un charco de aguas negras. Su cabeza tallada estaba inclinada sobre la criatura frágil que portaba. Y entonces Titus vio que se daba la vuelta y echaba a andar con grandes zancadas, con su sombra siguiéndolo por el suelo. Luego la luna desapareció y se hizo un profundo silencio.
En ese silencio, el joven esperó. No sabía por qué, pero esperó, mientras una enorme sensación de pesar lo embargaba. Pero el pesar se disipó en seguida, porque en la oscuridad, a lo lejos una voz gritó:
—Eh, Titus Groan. Alza el mentón, chico. Nos volveremos a encontrar; no lo dudes. Algún día.
—¿Por qué no? —gritó Titus también—. Gracias para siempre…
Pero Trampamorro interrumpió sus palabras con otro grito.
—Adiós, Titus, adiós, mi joven presuntuoso. Adiós…