NOVENTA Y OCHO
Descendiendo con delicadeza de las diferentes máquinas, las bellezas y los espantajos relucientes, dispuestos como colibríes, entraban y salían de las sombras con sus acompañantes, con las lenguas titilantes, los ojos muy abiertos por la expectación, pues aquello era algo nunca visto… aquel vuelo nocturno. Los bosques agrestes; la exquisita sensación de miedo; la emoción de lo desconocido; las bolsas de oscuridad; las bolsas de luz; el aliento vacilante, contenido y liberado con un estremecimiento de alivio; alivio en cada pecho por no estar solo, aunque las estrellas brillaban a pesar del frío y pequeñas serpientes acechaban entre las ruinas.
Cada grupo deslumbrante que cruzaba de puntillas las puertas medio derrumbadas de la Casa Negra volvía la cabeza involuntariamente hacia la hoguera central; una cuidadosa estructura compuesta por ramas de enebro que, cuando estaba encendida, como en aquel momento, despedía un humo perfumado.
—Oh, querida —dijo una voz saliendo de la oscuridad.
—¿Qué pasa? —inquirió otra saliendo de la luz.
—¡Qué impresión! ¿Dónde estás?
—Aquí, a tu lado.
—¡Oh, Ursula!
—¿Qué pasa?
—¡Y pensar que todo esto es por ese joven!
—¡Oh, no! Es por nosotros. Para nuestro deleite. Es por la luz verde de tu pecho… y los diamantes de mis orejas. Es esplendor. Es brillo.
—Es muy primitivo, querida. Primitivo.
Otra voz intervino:
—Este sitio es para las ranas.
—Sí, sí, pero sigamos adelante.
—¿Adelante de qué?
—Somos la vanguardia. Míranos. Si no somos nosotros el alma de este lugar tan chic, ¿quién lo es?
Otra voz, de hombre. Un pobre añadido:
—Esto es una neumonía doble —dijo resollando.
—Por Dios, cuidado con esa alfombra. A mí se me ha salido el zapato —dijo su amigo.
La multitud crecía por momentos. En su mayor parte, los invitados se dirigían hacia la hoguera de enebro. Los montones de caras parpadeaban y saltaban a capricho de las llamas.
De no haberse tratado de la fiesta de Gueparda, sin duda muchos se hubieran atrevido a criticar aquel ostentoso despliegue… la heterodoxia de todo el asunto hubiera suscitado rencores. Pero lo cierto es que la desagradable sensación que producía la Casa Negra era ideal para la ocasión. Pues eso es lo que era.
El barboteo de voces iba en aumento conforme el número de invitados se multiplicaba. Pero había muchos jóvenes aventureros que, cansados de contemplar las llamas y de tener que aguantar las lenguas chillonas de sus acompañantes, habían empezado a alejarse del calor para explorar las zonas más alejadas de las ruinas. Y allí se encontraron con extravagantes formaciones que se elevaban hacia el cielo de la noche.
Por todas partes en su deambular se topaban con peculiares estructuras de difícil interpretación. Pero no había nada complicado en la mesa oscura y escasamente iluminada por unas velas, con un gran pastel en cuyos lados se habían grabado las palabras «Adiós, Titus». Detrás del mismo, en un estante tras otro, aguardaba el banquete, a media luz. Un centenar de copas centelleaban, y las servilletas se alzaban como si quisieran levantar el vuelo.
Seis espejos que se reflejaban los unos en los otros por los lúgubres confines de la Casa Negra concentraban su luz en algo contradictorio, porque, visto desde un ángulo, parecía una pequeña torre, y sin embargo si se miraba desde otro, parecía más bien un púlpito o un trono.
Fuera lo que fuese, no cabía duda de que era importante, porque, apostados en sus cuatro esquinas, había sendos lacayos que demostraban un celo casi anormal por evitar que los pocos invitados que llegaban hasta allí se acercaran demasiado.
Entretanto, algo estaba pasando, algo… si no en la fiesta de despedida, muy cerca. ¡Algo que andaba a grandes zancadas!