OCHENTA Y OCHO

De los fermentos de su mente, del odio crónico que llevaba en su interior, Gueparda, la virgen, estilizada como una aguja para el ojo ajeno, negra para el interno, había por fin concebido un plan para hacer que Titus mordiera el polvo, una forma de herirlo.

Se negaba a aceptar que una parte de su ser no pudiera vivir sin él. Lo que en otro tiempo hubiera podido convertirse en una suerte de amor, se había vuelto abominable. ¿Cómo podía una brizna llevar consigo una amargura tan grande? Sufría por la humillación del visible aburrimiento de Titus… por su forma indiferente de evitarla. ¿Qué quería de ella? ¿El acto y ya está? Su figura menuda se estremeció de asco.

Y sin embargo, su voz sonaba tan indiferente como siempre. Sus palabras flotaban. Era la viva imagen de la sofisticación: deseable, inteligente, distante. ¿Quién hubiera podido decir que, unidos en un dúo mortal bajo las costillas, habitaban los poderes del miedo y el mal?

De todo esto y debido a ello, surgió un plan; algo terrible y retorcido que demostraba, cuando menos, la capacidad de invención de su mente.

Una fría determinación la impulsaba. Un estado que se asocia más fácilmente con la mentalidad del hombre que con la de la mujer. Y sin embargo, en un ser asexuado como ella, era más espantosa que en ninguno de los otros dos.

Le había hablado a Titus de la fiesta de despedida que preparaba en su honor. Le había suplicado; había hecho que sus ojos brillaran, que sus labios hicieran pucheros, que su pecho temblara. Y él, espoleado por el deseo, dijo que iría. Muy bien, todo estaba preparado. Ella era quien daría la señal de salida; quien llevaba la iniciativa y contaba tanto con el elemento sorpresa como con la ventaja de poder elegir las armas.

Pero para llevar a cabo su plan necesitaba la cooperación de un centenar o más de invitados, así como de decenas de trabajadores. La actividad era frenética pero secreta. Hubo cooperación, y sin embargo nadie sabía que estaba cooperando; o, si lo sabía, no sabía con quién, dónde, por qué o de qué forma. Sólo conocían su papel.

Con su magnetismo, Gueparda había convencido a cada hombre y cada mujer de que era el centro de todo. Los había halagado de forma grotesca, desde los de más baja estofa a los de posición más encumbrada. Y era tal la variedad con que los abordaba que no hubo ni uno solo de aquellos incautos que no pensara que sus órdenes estaban dirigidas sólo a él.

Como trasfondo a todo aquello, había una especie de presagio nebuloso y acumulativo; una congregación de cúmulos en el cielo; una exaltación que iba en aumento en medio del secretismo; algo semejante a una colmena que sólo Gueparda conocía en su totalidad, porque no era uno de los zánganos, sino la reina, el alma de la colmena. Los demás, aunque trabajaban sin descanso, no veían otra cosa que su celdilla particular.

Incluso el enigmático padre de Gueparda, el alfeñique, con su espantoso cráneo de color manteca, no sabía nada, salvo que la noche fatídica debía ocupar su lugar en una mascarada.

Podría pensarse que, puesto que todos trabajaban aparentemente con diferentes objetivos, sólo era cuestión de tiempo que aquella intrincada estructura se colapsara irremediablemente. Pero Gueparda, desplazándose de un confín de sus dominios a otro, sincronizó de tal manera las actividades de los invitados y los trabajadores —carpinteros, pedreros, electricistas y así sucesivamente— que, sin saberlo ellos, empezaron a confluir.

¿De qué se trataba? Nunca había sucedido nada parecido. Las especulaciones eran de lo más disparatadas. No tenían fin. De una invención surgía otra nueva. Para cada pregunta, Gueparda encontraba una respuesta.

—Si te lo dijera, no sería una sorpresa.

A aquellos hombres quisquillosos que no veían razón para que se dedicara tanto gasto y atención a Titus Groan, Gueparda les guiñaba un ojo como sugiriendo una conspiración entre quienes la criticaban y ella misma.

Gueparda se movía aquí y allá, como una sombra, dejando instrucciones por doquier, en esta habitación, en aquélla, en el gran almacén de madera; en la cocina; donde las costureras se arracimaban como murciélagos; en las casas de sus amigos.

Pero una buena parte de su tiempo la pasaba en otro sitio.

A partir de aquel momento, allá donde fuera, sin saberlo Titus llevaba una sombra.

Pero quienes le seguían eran a su vez seguidos, por Congrejo, Tirachina y Grieta-Campana.

Estos expertos en viejos crímenes habían aprendido la importancia del silencio, y si una rama se movía o una ramita se partía, se puede tener la seguridad de que ninguno de estos caballeros era el responsable.

Titus Solo
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