TREINTA Y CUATRO
A media tarde del día siguiente, se llevaron a Titus y lo metieron en una celda. Era un espacio pequeño con una ventana con barrotes que miraba al suroeste.
Cuando Titus entró, el rectángulo de la celda estaba cubierto por una luz dorada. Los barrotes negros que dividían la ventana en una docena de secciones verticales quedaban recortados contra el crepúsculo.
En un rincón había un tosco catre, con una manta grana por encima. Ocupando la mayor parte del espacio central una mesa se aguantaba sobre tres patas, porque el suelo era irregular. En ella descansaban unas pocas velas, una caja de cerillas y una copa llena de agua. Junto a la mesa, una silla endeble que en algún momento alguien había empezado a pintar: pero esa persona, quienquiera que fuese, se había cansado de la tarea, así que la silla estaba pintada a medias de negro y amarillo.
Mientras Titus permanecía en pie examinando la celda, el carcelero cerró la puerta y oyó que giraba la llave. Pero los rayos del sol estaban allí, rayos bajos y oblicuos de una luz del color de la miel; se colaban entre los barrotes como si estuvieran dando la bienvenida al prisionero… así que, sin mayor demora, Titus se dirigió a la ventana y, sujetándose a un barrote con cada mano, contempló el paisaje.
Parecía transfigurado. Tan etérea era la luz que los inmensos cedros proyectaban sobre él, y las cumbres de las colinas parecían flotar sobre oro.
A lo lejos, Titus veía una ciudad incrustada y, como si el sol la alcanzara con sus rayos oblicuos, veía también los destellos de las ventanas, uno aquí, otro allá, como chispas de un pedernal.
De pronto, un pájaro surgió del atardecer dorado y voló derecho hacia la ventana desde cuyos barrotes Titus miraba. Se acercó con rapidez, con sus piruetas aéreas, y no tardó en posarse en el alféizar.
Por la forma en que su cabeza se movía a un lado y a otro sobre el cuello, parecía como si buscara algo. Era evidente que el anterior ocupante de la celda había compartido sus migajas con el pájaro blanco y negro…, pero ese día no habría migajas, así que, a falta de otra cosa, la urraca se puso a picotearse las plumas.
De pronto, de la atmósfera dorada, de las piedras de la celda, de los cedros, del aleteo de la urraca, brotó el largo soplo de un recuerdo cuyas imágenes se agolparon ante los ojos de Titus, que vio, con mayor vividez que la puesta de sol o las colinas boscosas, el extenso y reluciente perfil de Gormenghast y las piedras de su hogar, donde los lagartos se solazaban; y a su madre, borrando todo lo demás, su madre como la vio la última vez, a la entrada de la cabaña, con el enorme castillo chorreando detrás de ella como telón de fondo.
«Volverás —le había dicho—. Todo vuelve a Gormenghast», y de pronto Titus sintió una terrible añoranza de su hogar, de lo bueno y de lo malo… deseó poder aspirar su olor, notar el amargo sabor de la hiedra en la boca.
Titus dio la espalda a la ventana, como si quisiera disipar su nostalgia, pero el hecho de desplazar su cuerpo en el espacio no le fue de ninguna ayuda. Se sentó al borde de la cama.
Del exterior, de más abajo, llegó el sonido del aleteo de un mirlo; la luz dorada había empezado a oscurecerse y de pronto Titus fue consciente de una soledad que nunca había sentido.
Se inclinó hacia adelante, presionando los músculos tensos de debajo de las costillas, y empezó a mecerse, como un péndulo. Tan regular era el movimiento que se hubiera dicho que ningún alivio podía extraerse de ello.
Pero sin duda Titus sentía un cierto consuelo, porque, mientras su mente lloraba, su cuerpo seguía meciéndose.
El anhelo por volver a la tierra en la que nació no le daba descanso. No hay reposo para los desarraigados. Son vagabundos, añoran, desafían. Ni tan siquiera el amor puede ayudarles a curarse, aunque el polvo se levanta con cada pisada, flota por los pasillos, se posa sobre ramas o cornisas, y con cada aliento se inhala el pasado, de modo que los pulmones están ennegrecidos de tiempos ya idos, como los de un minero.
Coman lo que coman, beban lo que beban, nunca es el pan de casa o el trigo de sus propios valles. Nunca es el vino de sus viñedos. Es algo extranjero.
Así que Titus se meció en la cuna del pesar; se mecía y se mecía, mientras la celda iba quedando a oscuras y, en algún momento de la noche, se quedó dormido.