OCHENTA Y SEIS

Juno ha dejado su casa junto al río. Ha dejado la ciudad que en otro tiempo frecuentaba Trampamorro. Va conduciendo velozmente por el perímetro de un valle. Su silencioso compañero va sentado a su lado. Parece un bandolero. Un mechón de pelo rojo y oscuro se agita sobre su frente movido por el viento.

—Es extraño —dice Juno— que aún no sepa tu nombre. Y, por alguna razón, no deseo saberlo. Así que tendré que inventar un nombre para ti.

—Hazlo —dice el acompañante de Juno con un suave gruñido, tan hondo y cultivado que resulta difícil creer que pueda haber salido de una cabeza tan pirática.

—¿Cuál?

—Ah, en eso no puedo ayudarte.

—¿No?

—No.

—Entonces me ayudaré yo misma. Creo que te llamaré mi «Ancla» —dijo Juno—. Me produces una intensa sensación de seguridad.

Al volver el rostro para mirarlo, Juno toma una curva a demasiada velocidad y están a punto de volcar.

—Tu forma de conducir es única —dice el Ancla—. Pero no puedo decir que me dé seguridad. Mejor cambiamos el sitio.

Juno se detiene a un lado de la carretera. El coche es como un pez espada. Más allá, la línea extensa y errática de las montañas de color amatista. El cielo que se cierne sobre todo el paisaje está despejado, salvo por el pequeño jirón de una nube allá lejos, hacia el Sur.

—Cuánto me alegra que me hayas esperado —dice Juno—. Durante todos estos años, en el bosquecillo de cedros.

—Ah —dice el Ancla.

—Has evitado que me convierta en una vieja sentimental y aburrida. Me imagino con el rostro bañado en lágrimas pegado al cristal de la ventana… Llorando por los tiempos pasados. Gracias por enseñarme el camino, señor Ancla. El pasado pasado está. Mi casa es un recuerdo. Jamás volveré a verla. Porque tengo estos rayos de sol y estos colores. Una nueva vida me espera.

—No esperes demasiado —dice el Ancla—. El sol puede apagarse sin previo aviso.

—Lo sé, lo sé. Quizá estoy siendo un tanto simplona.

—No —dice el Ancla—. No creo que ésa sea la mejor palabra para describir el desarraigo. ¿Podemos continuar?

—Quedémonos aquí un poco más. Es un sitio adorable. Luego podrás seguir. Y conducir como el viento… llevarme a otro país.

Se hace un largo silencio. Están totalmente relajados; con las cabezas echadas atrás. A su alrededor se extiende el colorido paisaje. Los dorados campos de maíz; las montañas amatista.

—Ancla, amigo mío —dice Juno en un susurro.

—Sí, ¿qué pasa?

Juno ve su rostro de perfil. Jamás ha visto un rostro tan relajado y distendido.

—Soy tan feliz… —dice Juno—, aunque hay muchas cosas por las que estar triste. Supongo que a la tristeza también le llegará su turno. Pero ahora… en este momento, me siento como si flotara en una nube de amor.

—¿Amor?

—Amor. Amor hacia todo. Amor por esas colinas rojizas; amor por el mechón rojizo de tu frente.

Juno se recuesta contra el respaldo, cierra los ojos y, al hacerlo, el Ancla vuelve su cabeza bamboleante hacia ella. Sin duda, es bella, con una belleza que está más allá de su sabiduría. Majestuosa más allá de lo que ella misma puede saber.

—El mundo pasa —dice Juno— y nosotros vamos con él. Y sin embargo hoy me siento joven; joven, a pesar de todo. A pesar de mis errores. A pesar de mi edad. —Se vuelve hacia el Ancla—. Tengo más de cuarenta años —susurra—. Oh, mi querido amigo, ¡tengo más de cuarenta años!

—Yo también —dice el Ancla.

—¿Qué vamos a hacer? —pregunta Juno.

Le coge del antebrazo con sus manos enjoyadas y aprieta.

—No podemos hacer nada, salvo vivir.

—¿Por eso pensaste que debía dejar mi casa? ¿Mis posesiones? ¿Mis recuerdos? ¿Todo? ¿Es por eso?

—Ya te lo he dicho.

—Sí, sí. Vuelve a decírmelo.

—Estamos empezando de nuevo. Por muy incompatibles que seamos. Tú con tu belleza serena que supera la de cien damiselas, y yo con…

—¿Con qué?

—Con una especie de felicidad.

Juno se vuelve hacia él pero no dice nada. El único movimiento visible es el de la seda negra de su pecho, sobre el que un gran rubí sube y baja como una boya en una bahía a medianoche.

Al cabo, Juno dice:

—El sol parece más adorable que nunca, porque hemos decidido volver a empezar. Los días irán pasando y nosotros los pasaremos juntos. Pero… Oh…

—¿Qué tienes?

—Es Titus.

—¿Qué pasa con él?

—Se ha ido. Se ha ido. Le decepcioné.

Con una determinación lenta y ociosa, el Ancla se sienta al volante, pero antes de que el pez espada se sacuda, dice:

—Pensaba que lo que buscábamos era el futuro…

—Oh, sí, claro que sí —exclama Juno—. Mi querido Ancla, desde luego.

—Pues entonces vamos a cogerlo por la cola y echemos a volar.

Con expresión radiante, Juno se inclina hacia delante en el pez espada acolchado y se alejan, sin más sonido que el aliento de la velocidad.

Titus Solo
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