DOS
El sol se puso con un sollozo, la oscuridad se extendió por el horizonte, haciendo que el cielo se contrajera, el mundo se quedó sin luz y entonces, en ese mismo instante de aniquilación, como si hubiera estado esperando su turno, la luna apareció surcando la noche.
Sin saber apenas qué hacía, el joven Titus amarró su bote a la rama de un árbol en la orilla y bajó trastabillando a tierra. Las márgenes del río estaban cubiertas de juncos, un poderoso ejército cuyos contagiosos susurros sugerían descontento. Con este sonido en los oídos, Titus se abrió paso entre los juncos, con los pies hundidos hasta los tobillos en el cieno.
Tenía la vaga intención de aprovechar el terreno elevado que se alzaba en la orilla derecha y trepar por la estribación más próxima, a fin de echar un vistazo a lo que tenía por delante, pues se había perdido.
Pero cuando consiguió llegar a lo alto entre la vegetación, después de una serie de percances y de añadir nuevos desgarrones a sus ropas, de suerte que era sorprendente que se mantuvieran unidas, para ese entonces, aunque se encontró en lo alto de una colina cubierta de hierba, no tenía ojos para el paisaje, sino que cayó al suelo al pie de lo que parecía una enorme roca tambaleante. Pero era Titus quien se tambaleaba, y se desplomó agotado por el cansancio y el hambre.
Y allí quedó, acurrucado, con la apariencia frágil y adorable que suelen tener cuantos duermen por razón de su desamparo, con los brazos abiertos, la cabeza en un extraño ángulo que conmueve el corazón.
Pero los sabios son comedidos en su compasión, pues el sueño puede ser como la nieve sobre una áspera roca y fundirse al primer contacto con la realidad.
Y así fue con Titus. Al volverse para aliviar el hormigueo del brazo, vio la luna y la odió; odió la vil hipocresía de su luz; su rostro fatuo; la odió con una repugnancia tan real que le escupió y le gritó: «¡Mentirosa!».
Y entonces, una vez más, pero ya no tan lejana, se oyó la risa de la hiena.