Epílogo extra
Aquella llamada, a horas tan intempestivas, despierta a la pequeña Angela, que lloriquea asustada agitando sus puñitos.
Finalmente, ninguno ganó la apuesta pues a pesar de ser niña, no era una preciosidad roja, sino una preciosidad morena, con los exóticos rasgos de su padre dibujados en un pequeño rostro de muñeca.
Me apresuro a tomarla en brazos, mientras Yinn, atiende el teléfono, frotando contrariado su rostro y lanzándome una mirada confusa.
—¡Dígame!
Frunce el ceño y escucha con atención. A medida que su interlocutor habla, el semblante de Yinn se tensa, perfilando en sus mullidos labios una línea dura y preocupada que ensombrece su faz.
Mezo con mimo a la niña, que con apenas siete meses se ha convertido en el centro de nuestras vidas, llenándola de luz y dicha, y beso dulcemente su frente. Me mira con sus grandes ojos pardos y frunce su boquita de fresa.
—¡Mierda, no puede ser!
Busco la mirada de Yinn, y lo que encuentro en ella me seca la garganta. Sus ojos refulgen airados, y su rostro se contrae en una mueca furiosa.
Cuando cuelga inclina la cabeza y resopla antes de sostener mi inquisitiva expresión.
—Era Louise —aclara tomando una gran bocanada de aire que ensancha su poderoso pecho, al tiempo que hunde sus dedos entre su espeso cabello oscuro con evidente irritación—. Han robado el torque de oro de Salomón, el que doné al Museo Rockefeller. Al parecer fue un robo generalizado, se llevaron más objetos. Espero que todavía los ladrones no sepan lo que tienen entre las manos, y debo impedir que lo sepan.
Cierro pesarosa los ojos, y maldigo para mis adentros.
—¿Debes? —musito con disgusto.
Alza una ceja y asiente grave.
—Si, nena, tengo que encontrarlos antes que la policía, y antes de que vendan el torque en el mercado negro. Si alguien lo frota…
—Creí que habíamos destruido a todos los genios con el Rito de Eliminación.
—Pero no la magia de Salomón, la maldición sigue latente y oculta en todos sus objetos, no sé que despertará ese torque, pero convendrás conmigo en que es mejor evitar descubrirlo.
—No irás solo —afirmo rotunda.
Mira a la niña y niega con la cabeza.
—Será peligroso, y Ángela te necesita.
—Puede pasar unos días con Tessa y Louise, no les vendría mal ir entrenando —sugiero decidida.
—Lo que no quiere decir que deje de ser peligroso para ti.
Deposito a Ángela en su cunita, ya medio dormida de nuevo. Me acerco retadora a él, con gesto obstinado.
—También para ti, ya no eres un genio mágico, profesor Murray.
Se pone en pie, irguiéndose en todo su esplendor ante mí.
—Pero sigo siendo un gigante, pequeña —alardea con una sensual sonrisa titilando en sus labios.
—Mmmm… sí —ronroneo, alzándome de puntillas y colgándome de su cuello—, eres un tipo grande y duro, pero yo también conservo algunos poderes.
Yinn alza una ceja y sonríe de medio lado, su mirada se oscurece y mi estómago se agita ante la vibrante sensualidad que rezuma de él.
—Ahora mismo, estoy siendo víctima de ellos. Y eso, nena, es jugar sucio. No querrás que me enfade, ¿no?
—Puede queeee… sí.
Yinn me toma de la cintura y me alza como si fuera una simple pluma ciñéndome a su pecho. Fruto de la costumbre, enlazo mis piernas en torno a sus caderas y siento como sus grandes manos aferran mis nalgas mientras esconde su rostro en mi cuello, mordisqueándolo juguetón. Me saca de la habitación a grandes zancadas.
—Nena —gruñe contra mi piel, su aliento me quema, licuando mis sentido—, no es justo.
Alzo la mirada con diversión, encontrando una expresión sufrida y fingidamente contrariada.
—¿Qué no es justo, grandullón?
—Yo perdí mis poderes como djinn, pero tú no los tuyos como híbrida.
Ensancho mi sonrisa y ronroneo contra sus labios.
—Eres puro fuego nena, y no puedo más que rendirte pleitesía.
Muerde mi labio inferior con suavidad y tira ligeramente de el. Luego atrapa el superior y lo recorre con la lengua. Entreabro los labios y dejo escapar un hondo gemido cuando su lengua incursiona voraz en mi boca. Cerca mi lengua, la rodea, la tantea y la frota con frenesí, nublando mi juicio. Explora con hambre cada rincón, y su sabor me cala los huesos. Vibro entre sus brazos, sintiendo como todo mi cuerpo flamea prendido por un deseo candente que comienza a bullir con vida propia.
Apenas soy consciente de que me lleva a la balconada de nuestro cuarto, donde solemos mirar las estrellas divagando sobre mil universos pero cautivos solo en el nuestro.
Toma asiento en el sofá balancín conmigo a horcajadas y gruñe mientras sus manos se cuelan bajo la seda de mi camisón para circundar mis nalgas, presionando ligeramente las yemas de sus manos en mi piel. Me encojo de hombros sin apartar mi boca de la suya y saco los brazos por los tirantes, sacudiéndome lo justo para conseguir que la prenda se deslice hasta mis caderas.
Entonces me aparto apenas y tomo su cabeza entre mis manos.
—Tú y solo tú eres capaz de convertirme en fuego, y ahora, has de soplar hasta apagarlo.
—Como desees, mi ama —susurra con voz rasgada y contenida.
El pícaro brillo de sus ojos enciende todos mis sentidos, incrementando las llamas de mi deseo.
Sus hermosos y mullidos labios se curvan oblicuos, en un gesto tan oscuro que todo mi cuerpo se estremece ansioso.
Atrapa mis caderas, inclina su cabeza hacia mis pechos, y toma en su boca uno de mis pezones. Me arqueo hacia atrás liberando un gemido sofocado, sintiendo como su lengua traza húmedos círculos sobre la aureola para terminar atrapando entre sus labios mi enhiesta cumbre, tirando de ella. Lo cubre nuevamente con la boca y succiona con frenesí. Luego se retira y sopla suavemente, constriñéndolo de placer. Alterna mi agonía de un pecho a otro, mirándome lascivo, y esa mirada me encoge el estómago y acelera mi pulso más que cualquiera de sus caricias.
Gimo y me retuerzo atormentada por un placer implacable, cuando de repente, toma toda mi roja melena en un puño tirando hacia abajo, obligándome a alzar la barbilla y pasea su candente lengua por la línea central de mi cuello hasta la barbilla que muerde juguetón.
Dejo escapar un profundo jadeo, y en ese instante suelta mi cabello, aferra mi nuca y me atrae hacia su boca con tan brusca impaciencia que las mariposas de mi pecho se liberan recorriendo cada fibra de mi ser. Esta vez su beso es más hosco, más urgente, su lengua más dura y su apremio acucia el mío con el mismo salvajismo que lo domina a él.
Jadeo, gruñe, y las manos en mis caderas me impelen a danzar sobre su palpitante dureza, me froto anhelante sobre ella. Él solo lleva un liviano pantalón de pijama, apenas nos separan unos milímetros de tela, no los suficientes para que él no note mi humedad ni yo su ardor.
Emite un ronco gemido casi lastimero cuando logra separarse de mí.
—Ardo nena, pero antes te calcinarás tú —promete en un grave susurro.
—Ponte en pie, y siéntate de nuevo sobre mí de espaldas —pide con voz tirante.
Hago lo que me pide, me siento sobre sus piernas y apoyo mi espalda en su cálido y acerado pecho.
—Contempla las estrellas —murmura contra mi oído—. Te haré viajar a ellas. Deberían estar celosas de ti, porque ninguna brilla como tú.
Separa mis rodillas y desliza su mano a mi entrepierna, aparta hábil mi braguita y repasa mi hendidura con su dedo, hundiéndose tiernamente entre mis pliegues. Me muerdo con fuerza el labio.
—Eres suave como la seda, ardiente como el magma de un volcán y tan húmeda y resbaladiza como el musgo de una roca de manantial. ¿Y sabes qué?
Sus dedos me desquician, sus caricias me arrebatan el sentido, sus susurros me nublan la razón, y mi cuerpo se agita aguijoneado por mil espinas de placer abrasador.
—¿Qué? —logro articular entre jadeos.
La yema de su dedo corazón frota en círculos mi inflamado botón, mientras sus dientes atrapan el lóbulo de mi oreja. Un brusco estremecimiento me arquea, su otra mano me afianza contra él.
—Que eres mía.
Acelera sus movimientos y me inmoviliza contra él, rodeando mi cintura. El placer me fustiga con tan paroxismo que siento cercano un violento orgasmo.
—¡Sí, lo soy!
—Lo fuiste desde el día que me invocaste, Cata. Bastó tenerte frente a mí, para saberlo, para descubrir que eras mi destino, mi razón. Te deseé tanto ese día… pero, ¿sabes algo más?
No puedo hablar, solo soy capaz de negar con la cabeza. Dos de sus dedos me penetran, iniciando un movimiento rítmico sin dejar de acariciarme.
—Que nunca imaginé que pudiera desearte más de lo que ya lo hacía, sin embargo, cada día este deseo crece y me consume lentamente.
—¡Oh… dios… Yinn…!
—Pero aún hay algo que me abruma más.
Siento como un núcleo de lava crece en mi interior, creciendo hasta desbordarme por completo. Toda mis terminaciones nerviosas ondulan presas de un oscuro placer, como minúsculos látigos que fustigan la bola de fuego que palpita en mi interior.
—Y es ver como me revientas el pecho cada día con tan solo una mirada.
Un sonoro y largo gemido escapa de mis labios anunciando como la crepitante bola de placer acumulado estallaba en un violento orgasmo, sacudiendo mi cuerpo con brusquedad y derramando mis jugos hasta empapar las perneras de su pantalón.
Libera el yugo de su antebrazo y me abraza con ternura, frotando su nariz contra el lateral de mi cuello.
—Te amo tanto, pelirroja.
Giro la cabeza buscando su boca, se abalanza sobre la mía y me besa con pasión desatada. Una intensa emoción me estrangula, erizando el vello de mi piel y pellizcando mi pecho.
Mi corazón también revienta de amor, cuando me separo de él para sumergirme en sus ojos.
—Conseguir tu amor siempre fue mi deseo velado.
Sus labios sonríen, pero no su mirada. Esta tan preñada de deseo, luce tan sufrida y contenida, tan oscura y salvaje, que mi cuerpo despierta de nuevo.
Me pongo en pie, y de nuevo me coloco a horcajadas sobre él. El balancín se mece suavemente, las cadenas que lo sujetan al techo crujen tenuemente. Desciendo la cinturilla elástica de su pantalón liberando su orgullosa y palpitante verga y cierro mi mano en torno a ella.
Yinn se estremece. Me yergo y la manipulo hacia mi entrada, bajando lentamente hasta encajarla por completo en mí.
La expresión de Yinn se tensa, aprieta los dientes y gruñe en cada movimiento. Cimbreo mi cuerpo estirando su placer buscando una mayor fricción, cambio de ritmo, me detengo para besarlo, balanceando en círculos mis caderas, delicadamente, arrancando de su garganta hondos gemidos rotos. Siento como mi carne se abre a él, ciñéndose a su dureza, procurándome un placer que de nuevo me lleva al delirio. Y cuando me impulso hacia arriba para deslizarme de nuevo, frena mi intención, atrapando mis caderas de nuevo y presionándome contra él. Sentir toda la extensión de su dureza llenándome en una penetración tan profunda, impedida para seguir danzando sobre él, percibiendo como su miembro late en mi interior, consigue que mis sentidos se rompan en mil pedazos; velándome con un placer tan desgarrador que alcanzo nuevamente un impetuoso clímax.
Yinn me acompaña derramándose con un gruñido casi feroz. Mientras se agita dentro de mí, tomo su boca y devoro todos y cada uno de sus gemidos.
—Me has convertido en cenizas, amor mío, abrázame antes de que me lleve el aire —musita contra mis labios.
—Nada ni nadie te arrancará de mi lado —murmuro con firmeza—. Y para asegurarme de eso, te acompañaré a Jerusalén.
Yinn arquea una ceja con diversión, y sonríe lánguido y vencido.
—¿Crees que ahora estoy en condiciones de negarte algo?
Prorrumpo en una risa triunfal y lo beso de nuevo.
—No, porque si lo haces, la que me enfadaré esta vez seré yo.
—Me matas nena, ¿mi enfado no ha sido suficiente?
Rio de nuevo, abrazándome a su cuello.
—Adoro tus enfados, como tú adoras los míos, y jamás serán suficientes.
Pasear de nuevo por la añeja Jerusalén, con Yinn de la mano y con el corazón más henchido que las rosas que lucen algunos balcones, será otro recuerdo que atesoraré en mi arcón de dichas compartidas y que ahora paladeo como una niña un helado.
Después de comer en Abu Shukri, junto al zoco, un rústico y sencillo restaurante típico de la ciudad, donde preparan el mejor hummus y un falafel de chuparse los dedos; nos dirigimos a la Catedral de Santiago, en el barrio armenio, el más tranquilo de los cuatro barrios que pueblan la ciudad vieja de Jerusalén, para encontrarnos con el contacto que nos ha procurado Louis.
Tras la muerte de Sam, fue elegido nuevo Ipsisimus de la Orden Hermética de la Aurora Dorada, recayendo el cargo sobre Louis, que ahora regentaba la central de Vancouver. Tessa se había ido a vivir con él, tras una peculiar declaración de Louise y ahora esperaban su primer hijo. Solíamos visitarlos a menudo, y cada encuentro resultaba toda una experiencia. Ver a mi amiga tan feliz, alegraba mi corazón, después de su amargo desencanto con Yinn, fue todo un golpe de suerte que apareciera Louise en nuestras vidas, en todos los sentidos además.
—Dijo que era un tipo moreno con barba, alto y enjuto —recordé, al traspasar los portalones de la catedral.
Yinn me regala una mirada socarrona y mira a nuestro alrededor.
—Louise será una fuente de conocimientos, pero esa descripción engloba buena parte de los habitantes armenios de la ciudad —chasquea divertido la lengua y agrega tranquilizador—. Seguro que nuestra descripción será más fácil de localizar por su contacto.
La catedral, construida en el siglo XII, es una de las pocas iglesias de la época de las cruzadas que se han mantenido intactas. Su interior evoca tiempos pasados. La luz tenue de los candelabros, las bellas lámparas que cuelgan de la cúpula iluminando los iconos, los frescos y los hermosos azulejos de colores verde y azul crean un ambiente acogedor. El suelo de mármol está cubierto con moquetas de colores púrpura, verde y rojo. Es tan hermosa y mística que corta el aliento.
Además es poco conocida con lo que la afluencia de turistas es más reducida. Una joya oculta entre ancestrales callejuelas empedradas que nos permite deambular admirando cada rincón.
Mientras Yinn susurra en mi oído la historia del apóstol Santiago, sin dejar de vigilar con atención los pocos hombres que recorren la construcción. Reparo subyugada como se filtran dorados haces solares a través de la cúpula sita en el centro de la nave central, sostenida por cuatro fastuosas columnas. El sol ilumina mágicamente los iconos y frescos de las paredes, todos de clara influencia bizantina. El dorado de los murales refulge con una intensidad casi hipnótica. En este instante, un hombre de las característica que buscamos, se acerca a nosotros, con expresión grave y mirada huidiza.
—Síganme por favor, soy un hermano áureo.
Y sin añadir nada más se gira y sale de la catedral.
Yinn me toma de la cintura y caminamos a buen paso tras él, para introducirnos por callejuelas laberínticas hasta la calle Hanostrim, donde se introduce en un estrecho y oscuro portal.
De pronto Yinn se detiene con desconfianza y me pide esperarlo en la calle, para asegurarse de que no es una trampa. Lo miro con aprensión pero asiento, sé que esta vez no transigirá.
Finjo prestar atención a un mercadillo de especies, mientras oteo el portal y rezo para mis adentros volver a verle salir de el.
Una extraña picazón se aposenta en mi nuca, como si alguien me estuviera observando, me agito nerviosa, y contengo el aliento. Con todo el desinterés que soy capaz de simular miro a mi alrededor. No veo nada inusual, y aunque me cruzo con varios pares de ojos de manera casual, no encuentro nada que me alarme. Intento tranquilizarme y suelto el aire contenido cuando veo a Yinn emerger del portal. Su imponente presencia sí atrae miradas interesadas, su ceño oscurece su faz, confiriéndole un aspecto pendenciero y peligroso que aguijonea mi bajo vientre. ¿Será posible que en un momento como aquel, solo desee besarlo contra el muro de piedra? Me reprendo con disgusto y me acerco a él.
—Es de fiar —confirma grave— me enseñó el emblema de la Orden y citó correctamente la consigna.
Toma mi mano y cuando comienza a encaminarse hacia el portal se detiene a mirarme con gesto pícaro y suspicaz.
—No sé que he hecho o dicho para que me mires así, nena. Pero si sigues haciéndolo el hermano áureo tendrá que esperar.
Sonrío con cierto rubor y le doy una palmada en el brazo.
—Solo ser tan condenadamente sexy —confieso mordiéndome el labio inferior.
Tira de mí y me arrastra al portal, que resulta ser un túnel penumbroso y angosto, donde la cegadora luz de un patio interior se vislumbra al final.
No bien recorremos unos pasos, Yinn se frena, me apoya en la pared y se cierne sobre mi boca, imponiéndome un beso duro, apasionado y voraz, al que me someto gustosa, liberando mi propia hambre.
Un grave y repetitivo carraspeo nos frena en seco. Yinn mira con disgusto a hacia el hombre que silueteado por la luz nos mira reprobador.
—Disculpe, solo infundía ánimos a mi esposa —aclara burlón.
Oculto una sonrisa divertida y lo empujo suavemente para despegarlo de mí, gruñe y me libera con evidente desgana. El hombre agita la cabeza y pone los ojos en blanco con disgustada impaciencia.
Nos conduce hasta un cerrado y sobrio patio interior, con un pozo en el centro y una triste mesa con cuatro sillas rodeada de algunas macetas que otorgan algo de calidez al lugar.
—Sentaos, mandé traer un té de hierba buena.
Asentimos conformes y tomamos asiento.
Al cabo, aparece una sirvienta, con una bandeja y nos ofrece sendos y humeantes vasos de té con una larga cucharilla dentro, y el azúcar moreno en un recipiente metálico.
—Hemos localizado a los ladrones —comienza el contacto—, son una banda organizada armenia, sabemos donde esconden sus alijos. Habréis de entrar y sustraer el torque antes de que lo cambien de lugar, suelen hacerlo para confundir chivatazos. Tenemos hombres vigilando el lugar las veinticuatro horas, y un infiltrado en la banda. Gracias a él sabemos que el torque sigue dentro, en un sótano. Están obligados a que se calmen las aguas antes de poder introducir el torque en el mercado negro, los objetos de museo son muy difíciles de colocar, y esa es nuestra baza.
—El problema a mi parecer —objeta Yinn meditabundo— es entrar subrepticiamente en un lugar que estará siempre vigilado.
—Nuestro infiltrado os facilitará la entrada, será esta noche, de madrugada, con señal acordada. Tendréis que caminar por los tejados y entrar por el desván, bajar dos plantas hasta el sótano, y salir por el mismo sitio hasta llegar aquí de nuevo.
Yinn tensa la mandíbula y se frota la marcada línea de su mentón poco convencido.
—Ya no poseo el don de la invisibilidad, como tampoco el de la ubicuidad, hacer todo eso sin ser visto es completamente imposible.
El hombre se rasca la frente, da un largo trago a su té, nos mira estudiándonos receloso y tomando una gran bocanada de aire, comienza circunspecto:
—Señor Murray, es una empresa arriesgada, pero de vital importancia. Sabemos que tendrá… que hacer ciertas cosas por el bien de la causa. No puede dejar con vida a quien vea su rostro y no puede fallar. Siento ser tan exigente, pero convendrán conmigo en que un tema tan delicado requiera medidas drásticas.
—Lo comprendemos, Sevag —coincide Yinn—. Solo espero que hayan tenido al menos la consideración de nos mandarme con las manos vacías.
El hombrecillo sonríe complacido, niega ladino con la cabeza y hace un gesto a un arcón que se encuentra pegado al muro.
—Podrá elegir su armamento, naturalmente —me mira intrigado y añade—. Y si su mujer lo acompaña o no.
Niega con la cabeza y yo lo fulmino con la mirada.
—Cata, dejaré que vengas conmigo hasta el jodido tejado si lo deseas, pero te quedarás en él y esperarás a que salga. Quizá no pueda escapar por allí, y necesitaré entregarte el torque, y despistarlos si me siguen.
Aprieto los puños, sosteniendo su obcecada mirada, comprendiendo al punto, con angustiada desolación que solo entorpecería su misión.
Asiento dócil y Yinn se inclina y deposita un casto beso en mi frente.
—Es pan comido, nena —murmura guiñándome un ojo.
Una afirmación que no apacigua ni mínimamente ninguno de los miedos que empiezan a acudir en tropel.
La noche viste la ciudad con su punteado manto, descubriéndonos una ciudad dormida, pero tan mística y hermosa que parece un sueño.
Con la ayuda de Yinn, recorremos los tejados con sumo cuidado, recordándome la vez en que me ayudaba a saltar de piedra en piedra en el rio Nahanni. Cierto que no conserva sus poderes sobrenaturales, pero su felina habilidad para sortear obstáculos guardando el equilibro con un gracia innata, sigue siendo sorprendente.
Ambos vamos de negro, y con pasamontañas. Yinn lleva bajo su camiseta dos automáticas con silenciador, y en su bota un impresionante puñal. Yo llevo otra automática, algo más ligera, y mi teléfono, además de un manojo de nervios que me cierran la garganta.
Más allá vemos una claraboya abierta, justo la indicada y avanzamos hacía ella. Trastabillo de vez en cuando, reconociendo con frustración que si no fuera por la ayuda de Yinn, hacía tiempo que habría caído rodando calle abajo.
—Voy a llamarte, descuelga y escucha con atención. Dejaré la llamada abierta para que estés al tanto de cuánto ocurre.
Mi teléfono móvil empieza a vibrar, acepto la llamada y lo sujeto con fuerza.
Yinn mete su propio teléfono en la cinturilla de su pantalón bloqueando la pantalla y clava en mí su penetrante mirada.
—Estaré de regreso antes de lo que imaginas —susurra con extrema dulzura, al tiempo que acaricia dulcemente mi mejilla—. Puede que no tenga poderes mágicos, pelirroja, pero soy diestro en muchas artes, ya presenciaste como derribé a tres tipos en aquel parque en Fort Simpson y hubiera podido con los seis, y sabe que no es fanfarronería. Confía en mí, preciosa, con lo que me costó encontrarte… ¿crees que permitiré que me alejen de ti?
Niego con la cabeza y rodeo con mis brazos su nuca.
—Tampoco yo lo permitiré amor mío.
Nos besamos con ternura, imprimiendo en el beso la emotiva intensidad que nos desborda el pecho.
Se separa de mí con una sonrisa que podría derretir hasta la luna que nos cubre de plata y desaparece por la oscura oquedad que lo introduce en el edificio.
Suspiro hondamente y me acomodo sentada en aquel tejadillo, mirando esa cuña marfileña que parece sonreírme, escuchando los sonidos de pasos y roces que emite el teléfono. Y así transcurren unos pacíficos momentos, hasta que un golpe sordo me envara, seguido de un impacto sordo, un gruñido y algo desplomarse.
Al rato, un apagado susurro familiar me tranquiliza.
—Dos menos —le escucho decir.
De nuevo pasos y crujidos, el quejido de un gozne y silencio.
Resopló angustiada y en ese instante lamento no haber insistido en acompañarlo. Nada puede ser peor que esta incertidumbre que crispa mis nervios y acelera mi pulso.
De pronto escucho una voz alarmada pronunciando una exclamación en otro idioma y acto seguido un golpe sordo y un sonido como de arrastre.
Tengo la seguridad de que ni siquiera está usando la pistola, imagino que prefiere reservarla para una situación más complicada.
Y en ese instante le escucho gruñir y debatirse con alguien. Pego el auricular a mi oído temblorosa, afinando mi oído hasta el extremo.
Golpes y más golpes, quejidos sofocados y jadeos estrangulados. Mis dedos se crispan en torno a mi Smartphone, y me concentró en evitar que mi corazón se salga por mi boca.
Tras un agónico instante, su informe acompasa mis latidos y mi garganta se abre tomando con ansia oxígeno.
—Uno menos, pero por el tamaño cuenta como tres.
Mis labios dibujan una sonrisa aliviada ante su ironía. Casi veo su ceja alzada, el travieso brillo en sus ojos y esa permanente sonrisa sardónica que tanto me encandila.
Mas ruidos, ninguno preocupante, hasta que deduzco que baja peldaños y lo imagino llegando al sótano. Tomo una buena bocanada de aire y aguardo atenta.
—¡Lo tengo!
¡Vamos grandullón, sal ya de ahí!, pienso impaciente. Me doy cuenta de que llevo un buen rato sin dejar de frotar mis pies entre ellos. Tengo que tranquilizarme, me digo, o me dará un infarto antes de que salga de ese condenado agujero.
Pasos de nuevo, esta vez más raudos. Lo está consiguiendo, pienso orgullosa y con tal desesperación por abrazarlo que me pican hasta las yemas de los dedos.
De repente, otro forcejeo, y ahí si escucho claramente los silbidos de su automática, más golpes, y ya voces extranjeras que dan la alarma y bullicio de hombres corriendo. Cierro los ojos y rezó cuánto sé con tal devoción y ansiedad que apenas percibo que lo hago en voz alta.
Se ha desatado un pandemónium tan difícil de interpretar que afila mis nervios y me provoca nauseas. El miedo atenaza mi pecho, y siento deseos de llorar. Niego con la cabeza gritándome que lo conseguirá. Me asomó por la claraboya, distinguiendo con claridad el eco de voces alarmadas y furiosas.
Por el teléfono suena la urgencia y el desconcierto, pero también una respiración agitada. Sé que es Yinn escondido en algún lugar, aguardando la oportunidad de escapar. Lo están buscando, y en mí la nace la imperiosa necesidad de hacer algo. Pero, ¿qué, maldita sea?
No puedo acudir a nadie, Sevag, el hermano áureo, fue muy claro en sus indicaciones, si no lo conseguimos, mandarán a otros, pero no pueden actuar directamente.
Palpo la pistola encajada en mi cinturón y la empuño, amartillándola con la decisión tomada. Justo cuando me decido a aventurarme escaleras abajo, Yinn emerge veloz y cierra la claraboya tras él. Está herido y magullado. Compruebo asustada que le han disparado en el hombro. Un hilillo de sangre mana de sus labios, y otro brota de su ceja partida cubriendo un lateral de su rostro.
—¡Yinn!
Me abrazo a él con lágrimas en los ojos, pero me separa con grave apremio y me toma por los hombros.
—Escóndete tras esa chimenea hasta que veas todo despejado y regresa junto a Sevag. Haré que me sigan y los despistaré. Luego me reuniré con vosotros.
Se sube la camiseta y me entrega un hermoso torque de oro trenzado dentro de una bolsa de plástico con cierre hermético.
—Estás herido, ¿y si no consigues esquivarlos?
—Se necesitan más balas para detenerme —masculla adquiriendo un gesto despreocupado, mirando su hombro perforado—. Es solo un rasguño, nena. Y ahora ve, pronto estaremos juntos de nuevo rumbo a casa.
Besa mis labios, me gira y me palmea las nalgas.
—También se necesitan más balas para no admirar tu culo.
Me giro hacia él ofuscada, topándome con su expresión confiada y una mueca traviesa. Me guiña el ojo, y agita las manos con urgencia. Llego hasta la chimenea y me escondo tras ella. Lo último que veo es a Yinn abriendo la claraboya y silbando.
Han pasado dos días desde la última vez que vi a Yinn. Y mi esperanza es apuñalada sin cesar por el terror que aumenta a cada hora que paso sin él.
El dolor por su destino es como un monstruo que devora cada una de las teorías que mi mente baraja, desmontándolas con cruel saña.
No como, no duermo, hasta respirar me hace daño. Todos los hombres de la Orden disponibles en la ciudad, peinan cada calle, preguntando por su paradero, haciendo averiguaciones y escudriñando todos los rincones de la ciudad. Pero Yinn sigue sin aparecer.
—Lo hemos buscado por todas partes —repone el hermano Sevag con pesar—, y ya no sabemos donde hacerlo. Seguiremos insistiendo, señora Murray, pero si está muerto, puede pasar mucho tiempo hasta que aparezca su cuerpo, si acaso lo hace.
Niego al tiempo que sofoco un sollozo. Tengo los ojos enrojecidos e irritados de tanto llorar, la opresión de mi pecho aumenta tanto que es como si un puño apretujara mi corazón llevándolo al límite de sus fuerzas.
—Esta vivo —afirmo dolida— lo está.
—¿Y por qué no se comunica con usted, enviando un mensaje en el caso de estar herido?
—¡No lo sé! —grito furiosa, negándome semejante posibilidad—. Solo sé que está vivo y me necesita.
Mi voz se rompe, y los sollozos me quiebran.
—No sabe cuánto lo lamento, señora, y créame que lo siento muchísimo, es como si se lo hubiese tragado la tierra.
Y entonces, en mitad de mi sufrimiento, un destello de luz me ilumina ante la visión de una imagen. ¿Y si en verdad la tierra se lo ha tragado?
—¡El Templo de Salomón! —exclamo esperanzada, enjugando las lágrimas de mi rostro.
Sevag agranda los ojos con extrañeza, para luego entrecerrar la mirada sopesando esa posibilidad.
—¿Y qué demonios haría en los subterráneos del Antiguo Templo?
—Nadie lo buscaría allí, ¿no es cierto? —aduje con la ilusión refulgiendo en mi rostro.
—Eso sin duda, pero…
—Sevag, mi corazón me dice que está allí. Tengo que comprobarlo.
El hombre me mira compasivo y asiente tras resoplar aceptando mi decisión.
—En verdad su corazón le dice que lo que realmente desea ver, aún así, la acompañaremos y veremos si su pálpito es acertado.
Regresar a aquel lugar solo me trae recuerdos aciagos y angustiosos.
La batalla sostenida entre aquellas gruesas paredes de arenisca, donde el mal y el bien decidían su destino, siempre permanecerá oculta para el resto de la humanidad como si jamás hubiese existido. Y como eso, ¿cuántas cosas transcendentales ocurrirían por el mundo sin que nosotros fuéramos conscientes de ello?
A diario, la luz enfrentaba la oscuridad, ante la ceguera de los mortales que vivían sus vidas ajenos a esos combates, sin conocer nunca las veces que sus destinos fueron salvados por seres que vivían entre ellos, por guardianes de luz que moraban atentos a cualquier desequilibrio entre ambas fuerzas. Ajenos también a la primigenia maldad que trazaba sin descanso su plan de imponerse y gobernar el mundo, consiguiendo siervos en almas débiles y predispuestas. Y así, pasaban los siglos, en una batalla continúa, desde tiempos inmemoriales.
No sabía si ser plenamente consciente, y participante además de aquellos misterios era un suerte o una desgracia. Solo sabía que gracias a la magia, mi corazón seguía latiendo, y que era él, poderoso o no, el que guiaba mis pasos por los túneles subterráneos que descendían hacia la Cámara de los Tesoros de Salomón; percibiendo el eco de otro latido, uno que me era más imprescindible para vivir que el mío propio.
Sevag y dos de sus hombres siguen mis pasos sin vacilar ni replicar. Y yo camino en silencio linterna en mano, concentrada en una sola cosa, su rostro.
Paso a paso, mis percepciones se agudizan. Rodeada de oscuridad, comienzo a ver entre el polvo suspendido ante mí, un leve resplandor azulado. Nadie más lo ve, pues el silencio de mis compañeros es sepulcral, pero yo sé que tengo que seguir ese rastro, pues es su esencia, la que lo creó y lo trajo hasta mí y que la había de devolvérmelo.
Un débil resuello acelera mi pulso. Apresuro el paso y tras doblar dos recodos más nos adentramos en una antesala redonda. Algo me dice que esta cerca.
Comienzo a pasear el haz de mi linterna por la sala hasta que se topa con un cuerpo oscuro tendido en el suelo. Contengo el aliento y corro hacia él.
Yinn, sobre un denso y reseco charco de sangre parece semi inconsciente. Me abalanzo sobre él y cojo su rostro entre mis manos.
—¡Amor mío!
Gira con extrema debilidad su rostro hacia mí, guiado por mi voz, no abre los ojos, pero si entreabre sus labios intentando hablar. Apenas logra articular un ininteligible sonido.
Sevag y sus hombres se arrodillan ante él. Uno de ellos le toma el pulso y estudia su pupila, otro inspecciona sus heridas, me sorprende descubrir que tiene otro orificio en su costado derecho.
—Está deshidratado y casi desangrado. Por fortuna parece que ambos proyectiles atravesaron limpiamente su cuerpo, sin quedarse en él. Tendremos que ver si el del costado ha dañado algún órgano. Sé que ninguno vital, pues si así fuera ya no estaría respirando.
Sevag detiene su atención en mi lloroso rostro y sonríe satisfecho.
—Su corazón no erró, señora Murray, tampoco su instinto, siguió adecuadamente el hilo rojo que une sus almas.
Asiento presa de las lágrimas, tan liberada, tan dichosa y tan plena que río entre sollozos, abrazada a su pecho. Escuchando el latido de un corazón que aunque late débilmente fuera de mi pecho, es mío.
En el salón de casa, todo son risas, bromas y conversaciones cruzadas.
Louise y Tessa, Yinn y yo, celebramos el éxito de la misión con una cena copiosa aderezada de cariño, brindis y armonía.
Tessa ya está de seis meses, lleva un niño, y elegir su nombre es motivo de discordia continua entre ellos. Pero una discordia jocosa y ocurrente, un reto de ingenio continuo y un duelo de voluntades que amenazan con dejar al niño sin nombre.
—¿Aaron? ¿En serio?
Louise abre los ojos y desencaja artificiosamente la barbilla.
—Sí, es elegante y regio, no se que problema le ves.
—Es aburrido y gris, ya me imagino a nuestro hijo con barriga cervecera apoltronado en un sillón de orejas con el mando de la tele en una mano y una bolsa de patatas fritas en la otra.
—¡Oh claro, como si Ted, fuera chispeante! Seguro que no hay ningún Ted con barriga cervecera.
—Ted es un nombre con fuerza —se defiende Louise.
Tessa pone los ojos en blanco y resopla.
—Por eso el osito Teddy es tan duro.
Camuflo mi sonrisa sorbiendo mi Martini. Echo una subrepticia mirada a Yinn que mira al techo con divertido hastío.
—¿Qué tal si lo llamáis niño, hasta que pueda decidirlo él? —se mofa Yinn.
—Yo casi lo prefiero —masculla Louise entre dientes.
Tessa los mira ceñuda, se acaricia el vientre y chaquea la lengua.
—Me gustan los nombres bíblicos —replica—, y se me está ocurriendo uno.
Louise aprieta los dientes como si fuera a recibir un golpe.
Yinn comienza a abrir la boca, pero Louise se apresura a negar con la cabeza admonitorio.
—Mejor no preguntes, empiezo a tener retortijones.
—Lo llamaré Salomón.
Los tres tosemos al unísono escupiendo nuestras bebidas… nos miramos con mudo asombro y estallamos en carcajadas.
—En tal caso, no lo frotes mucho —bromea Yinn.
Las risas se suceden alargando una velada entrañable.
Cuando por fin nos retiramos a nuestra alcoba, nos abrazamos mientras contemplamos como la pequeña Angela duerme en su cuna.
—Me has salvado dos veces la vida —musita Yinn—, y me siento en deuda. ¿Se te ocurre como puedo pagarla?
—Quizá, mostrándome las estrellas.
Fin