38
La Mesa de Salomón

Cuando la puerta se cierra tras de mí, siento que un escalofrío me recorre toda la espina dorsal, deteniéndose en la nuca con un molesto cosquilleo que me estremece por entero.

Lo primero que me llama la atención no es que la sala sea un cuadrado perfecto, sino que puedo verlo. Flota en el recinto un extraño resplandor, como si el mortecino sol del ocaso bañara de oro el ambiente. Hasta las partículas de polvo suspendidas en el aire parecen brillar como si fueran moléculas de oro levitando a mi alrededor.

Veo frente a mí una mesa baja, suntuosamente tallada, de oro y piedras preciosas, tan hermosa que deja sin respiración. Y a ambos lados dos gigantes de bronce, como dos Golems monstruosos, con una maza en la mano, que parecen mirar a los intrusos de manera amenazante en toda su inanimada rigidez.

Avanzo lentamente, mostrando mi respeto a la solemnidad del lugar. Y antes de arrodillarme, no puedo evitar fijarme en la famosa superficie espejada. Es de un verde brillante y parece una tabla de esmeralda pulida. Bajo la cabeza de inmediato y tomo una profunda bocanada de aire antes de hablar.

—No ambiciono tesoros ni poder alguno —comienzo—. Tan solo deseo la vida de un genio llamado Abdel Wahêd, djinn de aire y antiguo atlante. Residía en la Ciudad Etérea, en el Palacio Nebuloso —concreto. Los recuerdos me sepultan—. Solo ansío que se le devuelva la vida y la memoria al momento justo antes de perecer… Yo… solo lo quiero junto a mí, para amarlo como se merece, para consagrarme a él, para dormir entre sus brazos, y oler su piel, para reír con su ingenio y sentir con sus caricias. Lo… necesito para vivir…

»Si… —Las lágrimas caen por mis mejillas incontenibles—. Si… acaso eso no es posible, te entrego desde ahora mismo mi vida. No la quiero. Pues si no lo encuentro aquí, lo buscaré en los confines de la muerte hasta dar con él.

Lloro en silencio, liberando un dolor retenido, evocándolo con tanta fuerza que casi lo siento a mi lado. Pero cuando abro los ojos, todo sigue igual.

Permanezco en la misma postura un largo instante. Nada ha pasado, ni un sonido, ni un destello, absolutamente nada. Decido aguardar un poco más. En mi mente se suceden las plegarias y los ruegos a todos los dioses conocidos. Pero nada ocurre.

Finalmente, me pongo en pie, miro derrotada la emblemática Mesa de Salomón y, movida por un impulso, me quito el anillo del dedo y lo deposito encima. Ambas reliquias del mismo rey, juntas después de tantos siglos.

Tras un hondo y pesaroso suspiro, salgo de la sala.

Cada paso que doy es un paso que me acerca a la muerte. No cabe más destino para mí.

Salgo del recinto por donde he entrado.

En la galería me esperan Tessa y Louis, que sueltan el aire contenido al verme aparecer.

Miran esperanzados tras de mí, pero mi rostro al parecer es claro indicativo de mi fracaso, pues ninguno dice nada. Ambos me enlazan por la cintura y me sacan de allí. Me duele tanto que no soy consciente de nada más, excepto de que la negrura me envuelve y mis rodillas flaquean.