25
Sentimientos
La ballena beluga emite un sonido peculiar, melódico y familiar, cuando aparecemos abruptamente frente a la gruesa cristalera de ese pasaje penumbroso, donde la azulada iluminación de los impresionantes acuarios apenas alumbra esa gruta cónica.
El hermoso y robusto ejemplar blanquecino permanece estático, absorto en la vidriera, con una tensa atención depositada en nosotros.
Y de nuevo abre la boca dentada, de la que emerge un agudo chillido, seguido de un sonido que me paraliza, un canto entrecortado en el que parece incluso vocalizar, con una modulación casi humana.
Abro atónita los ojos y los clavo en esta soberbia ballena.
—Es la única criatura marina que puede reproducir la voz humana —explica Yinn, avanzando hacia el cristal y apoyando las palmas en él—. Puede imitar el ritmo y la entonación, ya que puede bajarla unas octavas, gracias a la musculatura de su tracto nasal. Además, es muy superior en inteligencia al idolatrado delfín. Acaba de rendirme pleitesía.
La beluga inclina la testa y toca el cristal, mostrando una reverente sumisión.
—¿Te reconoce?
—Ve en mí a un ser superior, siente mi poder y mi presencia. A otras les cuesta más.
Me guiña socarrón un ojo y siento el impulso de esbozar una sonrisa cautivada, que por fortuna logro reprimir a tiempo.
—Creo que tengo derecho a saber lo que ha sucedido en la cueva —musito, desviando mi atención hacia la ballena, que sigue inmóvil.
Yinn golpetea con suavidad el cristal un par de veces y pronuncia una frase en ese idioma extraño, con aquella voz gutural, rota y profunda que es como un dedo rasgando la cuerda de un violín, arrancando un sonido aterciopelado y grave, estremecedor y primario que me deja anhelantemente temblorosa.
La ballena parece chillar jovial y se aleja ondulante.
El genio se vuelve hacia mí y me sopesa con cierta preocupación.
—¿Has hablado con alguien? —inquiere con gravedad.
—Contigo.
Sus labios tensos se estiran sucintamente en una mueca carente de humor.
—Muy graciosa. Atiende bien, Cata, corremos un grave peligro, no juegues conmigo. ¿Le has comunicado nuestro paradero a alguien?
Por un instante, dudo si mencionar la llamada de Allan, pero su mirada escrutadora y penetrante me lo impide.
—Anoche Allan me llamó. Te quedaste dormido y hablé con él.
Yinn bufa y maldice mientras se pasa con frustración e impaciencia ambas manos por su espesa melena oscura.
—¡Maldita sea! Y por supuesto te preguntó dónde estabas —masculla indignado—. Y, claro, tú se lo dijiste.
—¿Por qué no iba a hacerlo? Es mi novio, y estaba preocupado por mí —me defiendo altanera.
Bufa de nuevo y tuerce el gesto, furioso.
—¿Pues quizá porque nos persiguen para matarnos?
Avanza amenazador hacia mí y me aferra los hombros. Ante ese contacto, no es temor lo que siento, y me reprendo mentalmente. Sus felinos ojos pardo verdosos centellean contrariados.
—Allan no tiene nada que ver con nuestro problema —señalo, perdida en la luz de sus ojos.
Para colmo de males, sonríe sardónico. Siento en el acto que mi estómago se eleva y mi piel hormiguea.
—Todo lo que nos rodea tiene que ver, pelirroja. Las fuerzas que nos persiguen utilizarán todo lo que esté a su alcance para conseguir sus propósitos. Y te recuerdo que cualquier genio puede adoptar la apariencia humana que desee.
—¿Estás intentando decirme que no fue el verdadero Allan el que me llamó?
—Es justo lo que quiero decir. No puedes fiarte de nadie, muchos menos de tu entorno.
Nos miramos largamente, como si un lazo invisible nos atara y nos acercara sin remedio.
—Te prohíbo que hables con Allan.
—¿Qué más cosas me prohíbes, grandullón?
Yinn acerca su rostro al mío. Siento su aliento y unos deseos irrefrenables de besar sus labios.
—Que me sigas mirando así.
Inclino la cabeza ligeramente y sonrío retadora.
—¿Así cómo? —musito, tentándolo con una lasciva mirada entornada.
La de Yinn se enturbia con un deseo tórrido que crepita uniéndose al mío, formando una especie de chisporroteante halo electromagnético que crece insatisfecho.
—No me provoques, Cata, no me mortifiques —advierte en un susurro atormentado—. Si me contengo es por ti.
—Ahórrate la preocupación, genio, sé lo que quiero y, aunque ahora hay otras prioridades, tengo claro mi último deseo.
Yinn cierra los ojos mortificado, suspira y me suelta con deliberada indiferencia:
—Hay una logia aquí en Vancouver, la Orden Hermética de la Aurora Dorada. Vanut me ha dado las indicaciones pertinentes. Tenemos que encontrar al Ipsissimus, el sumo sacerdote, él sabrá qué hacer.
Lo miro con extrañeza.
—Vamos, te lo explicaré en el coche —añade.
—¿En qué coche?
—En el que vas a desear tener ahora mismo aparcado en el estacionamiento.
—¿Se han acabado los viajes temporales?
—No puedo transportarnos si no visualizo el lugar. Y dudo que la logia sea de interés turístico por aquí. Como mucho, encontraremos la dirección.
Elijo un todoterreno, un Audi Q7 negro, que destella bajo el sol matinal.
Busco en mi teléfono la ubicación de la logia, arranco el motor, que ruge potente, y piso el acelerador. Bajo mis manos, aferradas al volante, siento la vibración y fuerza del vehículo y la inquietante expectación de Yinn puesta en mí.
Algo ha cambiado en él. Su mirada me escruta con genuina curiosidad, con un deje de admiración y una nota de pesadumbre que me confunde.
—Resulta increíble que una logia esté al tanto de ambas dimensiones.
Con el rabillo del ojo veo que Yinn asiente con expresión concentrada y clava su mirada en la carretera.
—Para eso son las logias —responde algo ausente—, para salvaguardar los más vitales secretos de la humanidad y para intentar proteger el equilibrio entre ambos mundos. Esta en concreto lleva desde tiempos inmemoriales cultivando y transmitiendo el saber de la magia de Hermes.
—¿Hermes?
—Hermes Trismegisto, el «tres veces grande» o el «tres veces nacido». Vivió en el Egipto faraónico, aunque era de origen griego. Sin embargo, pocos saben que en realidad era un atlante, una raza superior a la vuestra, de la que descendéis, y que por desgracia se extinguieron sin pasaros sus conocimientos y capacidades.
—¿Conociste la Atlántida?
—Nosotros fuimos los espíritus invocados y encarnados en los atlantes oscuros, quienes ocupamos sus cuerpos y gobernamos su razón… Ellos nos crearon, por eso la Atlántida desapareció en el fondo del mar, como castigo divino por infringir las normas celestiales.
Siento un escalofrío que me recorre la espina dorsal y lo miro con cierta aprensión.
—¿Eres un demonio?
Yinn enarca una ceja y asiente con sonrisa traviesa.
—¿Ahora te das cuenta?
Dudo si bromea o no. De cualquier forma, sea lo que sea, dependo de él.
—Lo sospechaba —musito, centrando mi atención en la carretera.
—Ningún ángel puede procurarte el placer que yo te ofrecí.
Me guiña jactancioso un ojo, frunce los labios y me lanza un beso.
—Sin duda, sufrí un placer infernal —reconozco—, pero has de admitir que tú gozaste como un ángel en las puertas del paraíso.
—Jajajajajajaja… Lo admito, mi placer fue celestial, pelirroja. Es lo más cerca que he estado nunca de Dios.
—Espero que eso logre eximir mis pecados cuando tenga que dar cuenta de ellos —replico sonriente.
—Haber visto la luz divina entre tus piernas no me convierte en un alma redimida, preciosa, sigo estando en el otro lado.
Tuerzo el gesto y lo fulmino con la mirada.
—Entonces, mi sacrificio ha sido vano.
En la boca de Yinn aparece una sonrisa pendenciera.
—Un sacrificio que piensas repetir como despedida —me recuerda petulante.
—Cierto —concedo—. Por fin te veo como lo que eres: un instrumento a mi servicio. Uno que usaré cuando me apetezca hasta que te pierda de vista.
Yinn permanece en un tenso silencio, puedo sentir su furia. De repente, posa la palma de la mano en la guantera, frente a él.
En ese instante pierdo el control del vehículo. Una fuerza invisible mueve el volante, girándolo hasta el arcén y frenándolo bruscamente.
Antes de que me dé cuenta de lo que está ocurriendo, Yinn me coge de los hombros con fuerza inusitada y me besa con encono.
Su lengua incursiona en mi boca con apremiante necesidad. Intento rechazarla, zafarme, me debato infructuosamente, hasta que es mi cuerpo el que comienza a traicionar mi determinación.
Esta sedosa humedad acariciadora nubla mis sentidos y abotarga mi juicio, despertando mi hambre. Yinn no desiste, su apremio comienza a ser el mío. Una mano grande y fuerte se desliza hasta mi nuca y la afianza mientras su boca me lleva al delirio. Vierto mis gemidos en ella, inhalo los suyos y me dejo llevar por una nube densa de deseo que quema mis entrañas.
Pierdo la noción del tiempo, del lugar y hasta del mundo. Cuando me suelta, clava una penetrante mirada en mí que me seca la garganta y acelera mi ya agitada respiración.
—Ya no soy tu siervo, Cata, acabo de sellar mi declaración de intenciones.
Lo miro con aturdimiento, todavía arrobada y flotando en mi particular nebulosa lasciva.
—No te entiendo —admito.
—Anoche rompí mi vasallaje. Mi vínculo con Uughetsean comenzará a debilitarse gradualmente. No sé cuánto tiempo lograré mantener mis poderes. Cuando eso ocurre, somos castigados y condenados a las frías prisiones del Palacio de Bronce. Si somos perdonados, puede que recuperemos el respeto y la fuerza, algo que no ocurrirá conmigo. Mi único destino es el destierro. Eso si logro destronar a Malik, en caso contrario…
Su ojos se oscurecen, su semblante se contrae.
—Así que todo lo que pase entre nosotros mientras compartamos esta misión —agrega circunspecto—, será por voluntad de ambos.
—Primero te muestras compungido por haber sucumbido a la pasión, luego distante, a continuación protector… Me deseas pero te contienes, y luego dicen que las mujeres somos complicadas.
—¿Qué quieres que te diga, Cata? —masculla ofuscado—. ¿Que me muero por ti, pero que no deseo que sufras cuando me vaya? ¿Que veo lo que esconde tu corazón y me asusta? ¿Que no sé qué hacer con lo que me haces sentir? Pues te lo digo.
Por un momento, siento que mi corazón se detiene. Nos sostenemos la mirada con profunda fijeza, destilando un torrente de sentimientos encontrados que nos sacuden como un feroz viento azotando un maizal.
No soy la única que siente y esa verdad suscita en mí emociones cambiantes que no sé interpretar.
—¡Conduce, no tenemos tiempo que perder! —ordena, desviando la mirada.
Su rostro se ha cubierto con un velo tenso y preocupado.
No replico, me limito a arrancar de nuevo y conduzco en silencio, sumida en mis pensamientos.
Saber que Yinn se contiene por protegerme me desgarra. Lo más sensato es alejarme, escudarme en la misión sin que nuestros sentimientos interfieran. Pero por el amor de Dios, ¿de dónde sacaré las fuerzas necesarias para reprimir el impulso de besarlo hasta desfallecer? ¿Cómo seré capaz de reanudar mi vida con Allan, o con quien sea, teniendo en mi memoria cada instante vivido con él?
«El tiempo —me digo—, el tiempo conseguirá apagar lo que ahora revienta mi pecho, diluyéndolo en un olvido progresivo. Eso, o mi vida será un infierno».
—Nunca me olvidarás —masculla sin mirarme, con expresión pétrea. De nuevo adivina mis pensamientos con pavorosa claridad—. ¿Y sabes por qué lo sé?
No contesto, tan solo soy capaz de tragar saliva y apretar con fuerza el volante.
—Porque ningún hombre será capaz de hacerte sentir lo que sientes entre mis brazos. Y no es porque yo sea una criatura mágica. No, no son mis poderes, ni mis dotes de seducción, ni tan siquiera lo que provocas en mí. Es algo más, es una conexión fuera de lo común, en mi mundo y en el tuyo. Yo ya estoy asumiendo que mi existencia nunca volverá a ser la misma. Haz tú igual. No te esfuerces en olvidar, mejor asume cuanto antes que nunca podrás hacerlo. Has de aprender a vivir con tu vacío, como yo lo haré con el mío. Eso es todo.
—¿Esto es todo?
Lo fulmino con la mirada un breve instante. Algo en mí se rebela, no contra sus palabras, sino contra el destino empeñado en zarandearme con sus injustos designios.
—No, grandullón, eso no es todo. Porque si esta jodida conexión es tan especial, será porque se nos ha reservado algo maravilloso. La vida no puede ser tan cruel.
Siento sus ojos sobre mí. No me atrevo a mirarlo, sé que si lo hago, las lágrimas que empiezan a quemar mis ojos se derramarán, mostrando la necesidad abrumadora de tenerlo de manera indefinida junto a mí.
—Se nos ha reservado una misión conjunta transcendental —contesta con un hilo de voz, contrito—. Una misión en la que los sentimientos de ambos tendrán su peso llegado el momento; nada es aleatorio, ni casual, todo está predestinado.
Suspira hondo. Puedo sentir su abatimiento, su amarga pesadumbre.
—Cata, cuando todo esto acabe, no estaré a tu lado. No te agarres a esperanzas vanas, no hay nada por lo que luchar, excepto por salvar tu mundo y el mío.
—¿Cuánto tiempo?
—Ojalá lo supiera —responde circunspecto—. Es la primera vez que me destierran.
Los abetos pasan raudos ante mis ojos ya empañados. Un sol brillante reverbera entre sus ramas, dibujando en el asfalto un baile de luces y sombras cambiantes. Al fondo, majestuosas montañas se recortan contra un cielo límpido y azul. Y ante este subyugador paisaje, la negrura que sale de mi pecho se extiende agrisando mi ser. No, no hay esperanza alguna para lo que siento, y peor aún, para lo que sentiré después.