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Última oportunidad

Amanece.

El tenue resplandor del alba apenas consigue disipar las sombras de la habitación, todavía en penumbra. Fijo los ojos en el techo. Otra noche sin dormir, otro día que despierta sin esperanza.

Sobre mí, el desván donde todo empezó.

Al principio pensé tapiar la puerta, pero me encontré subiendo cada tanto, sin saber muy bien para qué, guiada tan solo por la imperiosa necesidad de estar ahí, quieta, mirando el arcón, sin atreverme a abrirlo de nuevo. Solo lo hice la primera vez que subí, para guardar el udyat, el amuleto de Horus. Ese día, cometí el gran error de tomar entre mis manos el brazalete de oro y frotarlo con desgarradora desesperación, presa de un paroxismo emocional que me dejó tirada en el suelo, sollozando largo rato, hasta que mis lágrimas se secaron y mi cuerpo se debilitó.

Después de esa crisis, decidí utilizar la estancia y enfrentarme al mundo. Así que monté allí un estudio de pintura, arrinconé el arcón, lo cubrí con una sábana y llené el espacio de lienzos, caballetes, paletas, botes llenos de pinceles diversos, todos de pelo de marta, espátulas, óleos y aceite de linaza.

Reina un caos ordenado, en el que se acumulan cuadros a medio acabar, esbozos a carboncillo y al menos una decena de obras terminadas, unas secas y otras esperando pacientes que el barniz se endurezca lo suficiente como para ponerlas a la venta.

Aunque la verdad es que me cuesta desprenderme de ellas, pues todas y cada una forman parte de quién soy, como los recuerdos que me gritan que soy incapaz de compartir un mundo donde él no está.

Una en particular me acompañaba adondequiera que voy dentro de la casa.

Su imagen, la primera vez que lo vi. Un hermoso genio de piel acanelada, cabello oscuro recogido en estirada coleta, poderosos brazos cruzados sobre un excelso pecho acerado. Mirada retadora y pícara, sensual sonrisa taimada, mandíbula firme y boca tentadora. Él, mi Yinn.

Y esos ojos verdosos y penetrantes me miran desde las profundidades del lienzo, apostado en una silla junto a la cama.

Suspiro y me siento en el borde. Paseo la punta de los dedos por su rostro pintado, sintiendo la rugosidad del lienzo como si al mismo tiempo un papel de lija frotara mi corazón.

No sé cuánto tiempo seré capaz de continuar esta tortuosa vida. A cada instante soy más consciente de que no quiero estar en ella, no sin él.

De repente, el estridente sonido del teléfono me sobresalta. Miro el vibrante móvil danzar sobre la superficie de la mesilla y vacilo en cogerlo. Hoy no tengo ganas de hablar con el mundo.

Respiro hondo y miro la pantalla.

Es Louis.

La llamada continúa insistente. Caigo en la cuenta de que no suele llamarme tan temprano. Resoplo hastiada y finalmente contesto.

—Hola, Louis, ¿qué tal?

Sueno apática y cansada.

—He esperado a que amaneciera para llamarte, Catalina.

Él, en cambio, suena entusiasmado y agitado.

—¿Sucede algo? —inquiero con inquietud.

—He descubierto una cosa en los archivos de la logia que te concierne.

Me envaro en la cama, mis dedos aprietan con más fuerza el teléfono.

—¿A mí? No puede ser.

El resuello acelerado de Louis comienza a alterarme.

—Hay una manera de revivirlo.

Sus palabras detienen mi pulso, el flujo sanguíneo se congela en mis venas, mi piel se eriza y mi vientre se contrae.

—Louis… ¿hablas en serio?

—Por el amor de Dios, Catalina, sé cuánto sufres —replica ofendido—. ¿De veras crees que me arriesgaría a decirte esto si no creyera realmente que existe una posibilidad real? Te juro que llevo noches releyendo textos hebreos, manuscritos árabes y todo lo referente a la Mesa de Salomón, y todo me conduce a lo mismo.

Mi interior gira como si tuviera un sistema de centrifugado atroz. En este momento solo soy un revoltijo emocional que tartamudea y tiembla inconteniblemente.

Intento detener la chispa de esperanza que brota en mi ser como el parpadeante destello de la llama de una vela ante una ventana abierta a la brisa. Me resisto a ella, pues sé que si me aferro y desaparece, solo habrá un camino para mí. Sin embargo, prende.

—¿Qué has descubierto?

—Que la Mesa del Poder, o Mesa de Salomón, puede concederte el deseo que le pidas. Fue un regalo de Dios al rey hebreo por la construcción del templo de Jerusalén en su nombre. Todas las fuentes coinciden que de ella obtenía Salomón su poder y sus riquezas. En ella grabó su conocimiento del Universo, la Fórmula de la Creación y el verdadero nombre de Dios. Si logras descifrar el jeroglífico grabado sobre sus patas y formular tu deseo, siempre que no sea materialista, se cumplirá.

»Según las Crónicas, judías y visigóticas, cuando destruyeron el templo donde se hallaba, fue llevada a Roma, y cuando la Ciudad Eterna cayó en manos de los godos, fue transportada a Carcassonne, a Rávena y diferentes lugares, hasta acabar en Toledo, España. Se encuentra allí, en una de las galerías subterráneas de la Cueva de Hércules.

Trago saliva, siento que me mareo.

—Mi familia materna proviene de allí. Mi madre se trajo el arcón con las reliquias de una casa vieja de Toledo. Lo encontró mi abuela cuando hicieron las excavaciones para construir la vivienda.

—Ese fue el origen entonces.

«Y quizá el final», pienso.

—Mándame toda la información por mail. Voy a preparar de inmediato mi viaje a Toledo.

—Voy contigo. Circulan toda clase de leyendas negras y maldiciones sobre el lugar. Escucha esto: «Aquel que ose entrar en la cueva, hallará tanto bienes como males…». Esta inscripción está sobre el dintel de entrada.

—Por eso mismo iré sola —contesto.

Oigo resoplar a Louis malhumorado.

—¿Crees que serás capaz de resolver el jeroglífico tú sola?

Claudico ante su evidente cuestión.

—Louis, voy a reservar dos pasajes sin pérdida de tiempo. Te quiero aquí mañana a primera hora.

—Allí estaré. Te mando toda la información pertinente, para que te pongas al día.

—¡Ah, Louis, una cosa!

—Dime.

—Gracias por esta última oportunidad.

—¿Sabes?, te vinculamos al anillo y lo llevas contigo, aunque ya sin poderes. Pero tú te vinculaste a Yinn y a la inversa. Sin él, tengo la certeza de que no aguantarás mucho más.

Cierro los ojos, se me hace un nudo en la garganta y mi mirada se empaña.

—Esta es mi última oportunidad —admito—. Si no funciona…

Una pausa tensa. Puedo percibir su pesadumbre; sin embargo, exclama con convencimiento:

—¡Funcionará!