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Angustia

Kamil es poderosa, una arpía del inframundo, que chilla como tal y pelea como un demonio.

Wahêd está débil, acaba de enfrentarse a dos esbirros de Malik, dos genios de agua que lo han herido. No es el mejor momento para medir sus fuerzas con ella. Sin embargo, apela a su decisión de vencerla, al miedo de casi perder a Cata, a la rabia que lo consume por haber llegado a esta situación.

La ghoula proyecta toda su poderosa energía contra el escudo que él ha logrado formar, pero que apenas consigue mantener. Se desgasta progresivamente. Concentra todas sus fuerzas en crear un torrente de viento huracanado que al menos la aleje el tiempo suficiente como para poder escapar.

El escudo se sacude, comienza a resquebrajarse y por las sinuosas brechas se filtra un humo ondulante que lo atiere. Maldice entre dientes, sabe que no aguantará mucho más.

Su poder se resiente, su energía se apaga. Kamil redobla sus esfuerzos y el escudo se volatiliza. Wahêd recibe la ponzoñosa emanación de la ghoula, lo que lo hace perder su apariencia aérea y caer al suelo doblado en dos, sacudido por bruscos espasmos que lo contorsionan dolorosamente.

No puede dejarse vencer, piensa, tiene que apurar hasta el último resto de energía que encuentre. Tiene que salvarla. Y entonces, un resplandor rojizo llega hasta él.

Alza la mirada y lo que ve lo subyuga.

Una diosa de fuego extiende los brazos, un halo ardiente emana de su cuerpo, crepitante y cautivador. Avanza hacia él, pero Kamil se interpone.

Sabe que es ella, su Cata, y sabe que el fuego avivado por el aire aumenta su poder. Juntos pueden lograrlo.

Se concentra profundamente, deja brotar su último hálito de energía y retoma su apariencia aérea, girando con violencia. Ese movimiento de aspiración atrae como un imán el fuego que despide Cata. Y entre ellos se crea un torrente de llamas que atraviesa el cuerpo de Kamil, arrancando un estridente chillido en la ghoula. Su hebras espectrales se crispan y encogen y a continuación desaparecen.

Wahêd, exhausto y desgastado, pierde nuevamente su apariencia aérea y, tambaleante, se dirige hacia Cata, cuyo fuego comienza a palidecer.

Se miran en silencio, jadeantes y conmocionados. Él abre los brazos, tienen que largarse de allí con urgencia. Pero ella titubea, mira hacia atrás y, ya con su apariencia normal, se dirige hacia una esquina de la azotea.

—¡Cata!

No le contesta, solo se agacha y recoge algo del suelo.

Es el medallón de Horus. Se lo cuelga al cuello y corre hacia él.

Cuando la estrecha entre sus brazos, algo se derrite en su corazón, una fuerza lo sacude, el miedo lo abandona. Se estremece de alivio al saberla de nuevo junto a él.

Aunque está furioso, muy furioso con ella. Antes de introducirse en el vórtice dimensional, visualiza el interior del Phantom. Lo último que ve es un cuerpo inerte humeando.


Cata conduce. Está inquieta y echa furtivas miradas a Wahêd, entre ansiosas y preocupadas.

—Has estado a punto de morir —le espeta él, huraño.

—También tú.

—Pero no por mi culpa —replica con sequedad.

Cata aprieta los labios, le brillan los ojos.

—Lo… lo siento… Yo… Me dijo que Tessa estaba en el hospital y…

—¡Maldición! —brama Wahêd—. Te creía más lista. Te dejo sola un segundo y a punto has estado de mandarlo todo al garete. ¿No pensaste que era una trampa?

—Sí, pero tenía que asegurarme.

—Pues tu comprobación casi te lleva a la tumba —rezonga furioso—. Y a mí contigo.

—¡He dicho que lo siento, joder! ¿Qué más quieres que diga? He sido una redomada estúpida, una imprudente, una ingenua, pero no puedo retroceder en el tiempo y cambiar lo que he hecho. —Su mirada se nubla, su rostro se congestiona en un sollozo—. Además, no sé qué le habrá pasado a Tessa estando con ese…

—Allan fue seducido por las fuerzas del mal —afirma pensativo—. Pero no ahora, hace ya un tiempo.

A su mente acude la advertencia de Yaced. Allan era la trampa, Cata el cebo y él el objetivo.

Ella gira la cabeza hacia él con los ojos abiertos como platos, pálida y temblorosa.

—No puedo creerte —replica.

—Dime, la vez que te atacó Kamil y te sumergió en el lago, ¿viste a Allan en el parque?

Asiente y se muerde el labio inferior.

—Encontré tu colgante en el camino. Supongo que debió soltártelo, digamos… ¿mientras te besaba?

Su voz se arrastra con evidente incomodidad.

—Me abrazaba —puntualiza ella.

El solo hecho de imaginarla abrazada a otro hombre lo descompone.

—Bueno, pues ya sabes que el único abrazo seguro es el mío —rezonga desdeñoso.

Ella lo mira de reojo, frunciendo el cejo.

—Ahora lo sé —admite—. Entre las curiosas capacidades que he heredado de mi padre, la adivinación no es una de ellas.

—La obediencia tampoco —masculla él, frustrado—. Creo que te avisé sobre eso. Te dije bien claro que utilizarían a tus seres queridos para tenderte una trampa. Cualquier genio puede adoptar la apariencia que desee.

—Pero dudo que pueda imitar el comportamiento, los sentimientos y la forma de hablar —alega testaruda.

—Cierto —admite con sequedad—. Por esa razón sé que era Allan, tu Allan —añade tenso, acentuando con cierto regusto amargo cada sílaba—. Además del siervo de Kamil.

—Pero ¿cómo…?

—Las fuerzas oscuras también gozan de siervos humanos, que usan como guardianes, con la promesa de concederles sus más ansiados deseos cuando cumplan su misión. Actúan como esbirros de los genios de alto rango. Estoy seguro de que Allan dio contigo por orden de su amo, en este caso ama.

Cata bufa reprobadora, niega con la cabeza y le dirige una mirada porfiada.

—¡Por amor de Dios, conocí a Allan en la universidad!

—¿Y?

—Demasiados años sin delatarme, ¿no?

Wahêd respira hondo y niega también con la cabeza. Esboza una sonrisa cínica y resopla.

—Tenía que asegurarse, necesitaba una prueba, buscaba la llave… —hace una mueca malhumorada—… sin saber que la tenía entre los brazos.

Cata toma el desvío hacia el aeropuerto, tras dedicarle una mirada tierna.

—Estás celoso —afirma.

—Estoy furioso —rectifica él, con el cejo fruncido.

—Y celoso —insiste ella con una sonrisa incipiente en su atribulado rostro.

Wahêd gruñe y mira al frente en silencio, con los brazos cruzados sobre el pecho.

—No puedo creer que alguien como tú pueda ser capaz de envidiar nada —musita Cata, sin apartar los ojos de la carretera.

La nota tensa, triste, preocupada y cansada, pero contiene todas esas emociones con encomiable esfuerzo. Él la ayudará a liberarlas. Tiene que sacarlas de dentro antes de que la envenenen y la lleven a cometer otra locura. Pero ahora no es el momento, corren grave peligro. A buen seguro, Kamil debe de estar reuniendo a todas sus huestes para atacarlos.

—No soy humano, pero tengo sentimientos.

—No me refería a eso —aclara ella.

—¿A qué entonces?

Parece replantearse lo que va a decir. Finalmente, claudica ante sí misma y murmura con un hilo de voz:

—A que eres jodidamente perfecto.

Wahêd reprime una sonrisa vanidosa e intenta contener las ganas de besarla. Sin embargo, se descubre perdiendo la batalla. Maldice entre dientes, alarga el brazo hacia el salpicadero del vehículo, transmitiéndole su magia para que se detenga y luego se vuelve hacia Cata, se inclina sobre ella y se abalanza sobre su boca, tomándola con delirio.

Es un beso brusco, liberador, ansioso, desesperado. Ella se debate, intenta poner de nuevo en marcha el vehículo, alarmada, pero él no ceja. La inmoviliza y la somete a su férreo control.

Su oposición se derrite, la lengua de Wahêd pasea triunfal por el reino conquistado, paladeando la dulzura de la mujer, imprimiendo en el beso todo lo que le hace sentir, volcando en su boca el miedo a perderla, la absoluta y primaria necesidad de poseerla, la locura que barre sus defensas, el amor que lo ahoga y del que ya no puede ni quiere escapar.

Ella jadea y se entrega por entero, igualando su pasión. Wahêd siente sus manos recorriéndole los hombros, la nuca, agarrando su cabello, atrayéndolo hacia ella, como si quisiera fundirlo con su cuerpo. Y se siente morir de agonía.

Ya no hay vuelta atrás, su destino ya no lo rige una misión, ni siquiera sus principios, solo manda su corazón.

Plenamente insatisfecho, logra apartarse a regañadientes, vuelve a su posición y mira al frente con mirada circunspecta. Sabe que Cata tiene los ojos puestos en él, que la pasión ruboriza sus mejillas e ilumina sus ojos, y que si posa la vista en sus inflamados labios, no se conformará solo con un beso.

—Concéntrate en conducir, pelirroja, no querrás matarnos —dice, ocultando una sonrisa, mientras toca de nuevo el salpicadero.

Cata exhala un gemido sorpresivo y coge con urgencia el volante. Lo mira ceñuda.

—¡Eres tú el que vas a matarnos, insensato!

Wahêd arquea una ceja y sonríe travieso de medio lado. Sus ojos chispean.

—De placer, provocadora.

—¿Provocadora yo? ¿Qué he hecho para haberte tentado a besarme?

—Existir.

Sus cristalinos ojos aguamarina se clavan enternecidos en los suyos. Suspira profundamente. Su pecho se agita y toda ella reverbera con una majestuosa aura dorada. Está tan bella que quita el aliento.

—Joder, Yinn —se lamenta, aunque en tono suave y meloso—, estamos en peligro de muerte y derrochas todas tus armas de seducción en un maldito coche, rumbo al infierno.

—Jerusalén no es tan feo —replica sardónico.

—Jajajajajajaja… ¡Oh, Dios, te amo!

Su sonrisa ilumina el habitáculo, el grisáceo día y su corazón.

—Creo que yo también —admite él, respirando hondo.

—¿Crees?

Wahêd la mira largamente, memorizando cada rasgo de su rostro, sumergiéndose en el océano de su mirada, saboreando cada ondulación de su cabello, inhalando su aroma, su esencia, regocijándose de su alma. Sabe que es suya y hasta que su vida se apague, lo seguirá siendo.

—Nunca he sentido nada parecido —confiesa—. A decir verdad creo que la palabra «amar» no está a la altura de lo que me haces sentir. Me revientas el pecho, Cata.

Ella dirige de nuevo su mirada a la carretera, de sus ojos brotan gruesas lágrimas. La línea de sus hombros se tensa, sus labios se contraen.

—Cata…

Alarga la mano hacia su mejilla e interpone un dedo índice en el húmedo surco de su piel, arrastrando una cálida lágrima fuera de su irregular sendero.

—Es… es tan injusto —murmura ella—. Encontrarte para perderte. Pero te juro que no lo voy a consentir.

Wahêd no responde, la opresión que siente se lo impide. Sí, es muy injusto, piensa, un ser inmortal, solo y vacío, se llena de amor justo cuando debe entregar su vida. Y aunque sabe que si lograra conservarla jamás podría ofrecerle un futuro, que sus destinos estarían separados indefectiblemente, que vivirían en mundos distintos, aun así, solo por poder rememorar eternamente cada segundo vivido a su lado, valdría la pena soportar los siglos venideros.

Se acercan al aeropuerto. Cuando Cata toma el desvío hacia una pista privada, Wahêd percibe en ella un inquieto malestar.

—He de confesar que… —Se muerde nerviosa el labio inferior y agrega—: Me he enfrentado a los hermanos áureos al intentar salir del avión.

Wahêd la contempla atónito.

—Están bien —se apresura a añadir ella—, pero deben de estar furiosos conmigo.

—Yo lo estoy —rezonga— y más que ellos.

—No lo parece.

Le sonríe confiada, se pone un mechón de pelo tras la oreja y vuelve su atención al frente.

—Lo parecerá, pero que esté loco por ti no impedirá que te tumbe en mis rodillas y te dé una buena azotaina. Y ya te aviso que si vuelves a cometer una locura semejante, vas a sufrir la terrible ira de un genio de aire muy de cerca.

—¿Cómo de cerca?

—¡Provocadora!

—Jajajajajajaja… tentador.

El aerodinámico jet privado sigue en la pista, con la escalerilla bajada y una portezuela abierta.

Cata detiene el coche y mira temerosa hacia el avión.

Wahêd fija sus ojos en el udyat que descansa entre la hendidura de sus senos y dice pensativo:

—El medallón de Horus es más poderoso de lo que imaginaba. No te separes de él, pase lo que pase.

Salen del coche. Al instante, Sam y su acólito Izan aparecen en la puerta abierta del avión. Wahêd mira al cielo, siente la energía oscura que tiñe las nubes y la cercana presencia de sus congéneres. Los buscan.

—Rápido, cada segundo es crucial.

La coge de la mano y la conduce hacia la escalerilla.

Sam se aparta para dejarlos pasar al interior de la aeronave.

—Hemos creído que estaba todo perdido —masculla malhumorado.

Se estira la chaqueta del traje con gesto impaciente y mira a Cata sin disimular su desconfianza.

—He tenido que hacerlo —se excusa ella, sosteniendo altanera la mirada del Ipsissimus.

—No perdamos más tiempo, Sam —urge Wahêd, interponiéndose entre ambos—. Te aseguro que no nos sobra.

El hombre asiente todavía ceñudo y los conduce hacia los asientos de piel.

—Ahora comprendo lo especial que es —murmura, escrutando intrigado a Cata.

—No imaginas cuánto —contesta Wahêd, guiñándole un ojo a ella, que se sienta y se abrocha el cinturón.

Él se acomoda a su lado. Odia viajar en todo tipo de artefactos, pero su opinión cambia cuando Cata rodea su brazo y apoya la cabeza en su hombro con un suspiro complacido.