31
Jerusalén
Amanece.
Tenues halos dorados acarician las doradas cúpulas de sinagogas y mezquitas, iluminan los coloridos vitrales de las iglesias y aclaran la piedra caliza dolomítica de las numerosas construcciones que abarrotan las angostas y ancestrales callejuelas de la gran urbe.
Caminamos por la Ciudad Vieja de Jerusalén. A esa hora, los animados mercados aún duermen. El eco de sus pasos resuena en las calles empedradas, cubiertas en varios tramos por bóvedas que conectan algunas viviendas.
Se respira un misticismo especial. Esta ciudad vibra con una energía peculiar, intensa y contenida, como el latido amortiguado de una crisálida a punto de romper su envoltura. Se puede sentir su poder, su pasado respira en cada poro de la piedra que piso, en cada rincón, en cada murmullo, hasta en la brisa con aroma a pino y azahar que inunda mis fosas nasales, despertando hasta el más dormido de mis sentidos.
Yinn camina a mi lado, un hermoso gigante, que avanza con paso seguro, echándome fugaces miradas para absorber cada una de mis expresiones, mientras recorremos una ciudad añeja y rebelde, pero tan embriagadora que subyuga.
Junto a Sam y a sus dos hermanos de logia, Louis e Izan, de pétrea expresión y mirada permanentemente suspicaz, nos dirigimos a la Explanada de las Mezquitas o monte del Templo, en cuyo interior están los dos templos más importantes del Islam, la mezquita de Al-Aqsa y la Cúpula de la Roca.
—Espero que tus hermanos no sean judíos —le dice Yinn al maestre—, o se tendrán que quedar fuera del recinto.
—Ninguno de mis acólitos judíos osaría entrar en el monte del Templo —responde el Ipsissimus—, violarían el sanctasanctórum.
—El lugar sagrado de los judíos se limita al muro exterior, el Muro de las Lamentaciones —puntualizo yo.
—Precisamente por eso es un punto caliente de la ciudad —explica Sam.
Yinn asiente circunspecto.
—Cuando comiencen las obras del tercer templo de Salomón, se desatará el verdadero conflicto, el definitivo, la bomba estallará.
La mirada del Ipsissimus se oscurece con un velo de preocupación.
—Artesanos hebreos de todo el mundo están fabricando todas las piezas necesarias para el interior del templo. Las mujeres judías ya han tejido el gran cortinaje que separa los espacios de oración y están listos los ropajes sacerdotales. Hasta han sido seleccionados los sacerdotes, que se preparan concienzudamente para su sagrada misión y tienen en su poder la reliquia más sagrada del judaísmo: la menorah original.
—¿La menorah? —inquiero.
—El candelabro de siete brazos. Tiene el tamaño de un hombre y es el objeto sagrado más importante y antiguo del judaísmo —responde Yinn—. Simboliza el espíritu de Yahveh y representa la zarza ardiente que vio Moisés en el monte Sinaí.
—¿Quiere decir todo eso que la reconstrucción ya es un hecho?
Yinn me mira y asiente con gravedad.
—Esta vez no se alzará con la ayuda de ningún genio mágico, pero será un genio mágico quien querrá alzarse en su trono.
Trago saliva y me acerco a él, que me pasa un brazo sobre los hombros. Este simple gesto me proporciona una seguridad reconfortante.
—No si podemos impedirlo —murmura Sam.
Giramos a la derecha del Muro Occidental y atravesamos la plaza del Muro hacia uno de los accesos para turistas, la puerta de Al-Muraghradia, donde la guardia israelí custodia la entrada.
—Necesitarás un hiyab, pelirroja —dice de pronto Yinn, mirando mi alborotada y llamativa melena—. Pídemelo.
—Creía que habías dejado de ser mi genio.
Sonríe oblicuamente, alzando la V partida de su ceja izquierda, me mira de soslayo y niega con la cabeza.
—Lo soy, solo que ahora yo decido cuándo serlo y cuándo no. Y resulta que decido serlo casi siempre.
Sonrío encandilada por su expresión pendenciera.
—¿Casi?
—Siempre te quedas con los matices, y luego el cínico soy yo. Casi, pelirroja, porque me obligas a tomar el mando cuando pierdes los estribos. No creas que olvido los azotes que te debo.
Asiento divertida a pesar de las circunstancias e ignoro la mirada impaciente de los hermanos áureos, para centrarme en mi gigante.
—Deseo un pañuelo blanco y lo deseo ya.
Yinn se mete la mano en el bolsillo trasero de sus desgastados tejanos y saca lentamente un hiyab blanco, pero no me lo da. Se acerca a mí y lo dispone sobre mi cabeza con mimo.
—El blanco te favorece, Cata —murmura.
El roce de sus dedos en mi piel me estremece.
—Ese truco se lo he visto hacer a magos mediocres —masculla Louis, mordaz.
Izan sofoca una carcajada y mira a Yinn.
—Reza para no tener que presenciar mi mejor actuación —contesta el genio, sonriente.
—Hay otro problema —informa Sam—. Tienen un escáner corporal y no creo que les guste lo que vean cuando pases tú.
—¿Y quién te ha dicho que yo voy a pasar ese control de seguridad? Os espero dentro de la Cúpula de la Roca.
Y, sin más, esboza esa endiablada sonrisa que remueve hasta la más recóndita fibra de mi ser, se da la vuelta y camina indolente, con las manos en los bolsillos de los tejanos. Me dirige una última mirada, me guiña el ojo izquierdo y se adentra en un estrecho callejón.
Siento la necesidad casi imperiosa de correr tras él.
En cambio, avanzo hacia la puerta de acceso, junto a los hermanos de logia.
Justo en ese instante, se oye el estirado canto del muecín reverberando en los muros de piedra, flotando sobre nosotros y viajando en la brisa matutina, melódico y regular, anunciando la primera oración de la mañana.
—No los mires a los ojos —me aconseja Sam—, muéstrate cabizbaja y sumisa. Nosotros te escoltaremos y cubriremos. Simula leer esto.
Y me entrega un folleto turístico de la Explanada de las Mezquitas.
Asiento y miro furtivamente tras de mí.
Caminamos a buen paso y, cuando llegamos a la entrada, atravesamos un arco electrónico. Dos guardias israelíes, uniformados y armados, nos escrutan con gravedad.
Haciendo caso del consejo de Sam, me concentro en el folleto, como una típica turista, sin atreverme a sostener la atenta mirada de los soldados.
Justo cuando los dejamos atrás y accedemos a la inmensa explanada, uno de los soldados se dirige a Sam en inglés.
—La mujer no puede entrar a la mezquita durante la oración. Habrá de esperar a que termine.
—Gracias, así lo hará —contesta Sam. Sus ojos azules se posan en mí—. ¿Podemos visitar mientras tanto la Cúpula de la Roca?
El soldado asiente y se rasca la tupida barba negra.
—Sí, pero ya sabe, nada de fotos.
—Por supuesto —asiente Sam con una sonrisa agradecida.
El hombre emite un débil gruñido, supongo que complacido, y se vuelve a su puesto.
Caminamos hacia el singular edificio, situado casi en el centro de la explanada completamente despejada y yerma. Allí, en ese dominio de piedra caliza, se yergue una joya arquitectónica peculiarmente cautivadora, como una delicada flor en mitad de un desierto.
A medida que me acerco a la construcción, su belleza me sobrecoge.
Lo más llamativo y espectacular sin duda es la enorme cúpula de oro, rotunda y pulida, que la corona, elevándose unos treinta metros del suelo. El edificio tiene una base octogonal, dividida en dos naves, con una corona de ocho pilares separados entre sí por arcadas. Cinco ventanas por lado, cubiertas con ricas celosías, rompen la densidad de la piedra. La ornamentación vegetal y de formas geométricas multicolores dotan a la construcción de una vistosidad incomparable.
Más allá se divisa la mezquita de Al-Aqsa, con su cúpula de plata y su planta rectangular de muros irregulares. Es inmensa.
—¿Por qué la llaman la Cúpula de la Roca?
Sam me mira hierático, parece inquieto.
—Lo sabrás cuando entremos.
Avanzamos con paso largo hasta la entrada. Atravesamos las arcadas exteriores y nos adentramos en un recinto lleno de columnas romanas y bizantinas, ricos mosaicos de vivos colores, con jarrones, motivos vegetales, cornucopias, ornamentos reales, coronas e inscripciones de citas coránicas.
Miro a mi alrededor impresionada.
Dos deambulatorios concéntricos, separados por pilares y columnas con fustes de mármol y capiteles de oro, permiten recorrer el perímetro de la enorme losa de piedra que da nombre al edificio.
Atravesamos el segundo deambulatorio hasta la barrera que protege la Roca Sagrada.
—La llaman la Roca fundacional —dice Sam, contemplándola con actitud reverencial—. Según los musulmanes, es el punto desde donde Mahoma ascendió a los cielos para reunirse con Dios. Según los cristianos y los judíos, es donde Abraham estuvo a punto de sacrificar a su hijo Isaac en nombre de Yahveh. Y también donde Jacob vio la escalera al cielo.
—Y según yo, es la entrada al templo de Salomón.
Me vuelvo sobresaltada ante la suave voz que me acaricia el oído, y me topo con el poderoso pecho de Yinn.
—No pongas esa cara, pelirroja, ya sabías que te esperaría aquí —musita burlón.
Miro en derredor, estamos los cinco solos, a excepción de un guardia que deambula flemático.
—Pero no sabía que aparecerías justo tras mi espalda.
Sonríe de medio lado, inclina ligeramente la cabeza y niega con ella.
—No, preciosa, he aparecido tras aquella arcada y me he acercado a ti. Soy tan sigiloso como un gato.
—Voy a tener que ponerte un cascabel.
Arquea un ceja y me observa socarrón.
—¿Es un deseo?
Sonrío, prendada de su pícara expresión.
—Lo que van a ponernos a todos son unas esposas, si seguimos perdiendo el tiempo —advierte Sam, ceñudo—. ¿Dónde está exactamente la entrada al templo?
Pasea su escrutadora mirada por toda la vasta e irregular extensión de la piedra y luego la posa intrigado sobre Yinn.
—Justo debajo de esta roca.
Yinn la señala y su expresión adquiere gravedad.
—Puedo verla —confiesa—. Esta Roca Sagrada lo es realmente. No solo ha sido testigo de acontecimientos relevantes para vuestras religiones monoteístas, sino que también guarda la entrada a los subterráneos del antiguo templo de Salomón.
Los demás hombres se miran entre ellos. Detrás se oye el eco de los pasos del guardia.
—¿Cómo accedemos? —inquiere Sam con preocupación.
Yinn mira hacia atrás un instante y espera a que los pasos se alejen.
—Cogeos de las manos, tenemos que formar un círculo —explica, tomándome de la mano y tendiendo la otra—. No se os ocurra soltaros.
El acólito áureo de pelo claro, Louis, mira la mano de Yinn con cierta aprensión, pero titubeante, alarga la suya. Sus ojos brillan temerosos.
—Creía que estabas deseando presenciar otro truquito de magia —se mofa Yinn.
El hombre traga saliva y frunce el cejo, dándose valor.
Sam toma mi mano y la de su hermano Izan y así completamos el círculo.
Yinn nos mira uno a uno, respira hondo y cierra los ojos. Su poderoso pecho se alza en cada inspiración, su cejo se frunce y sus manos se crispan. De sus labios brota una extraña letanía, con aquella voz de ultratumba que nos eriza la piel.
Comienzo a sentir un hormigueo eléctrico que me recorre la piel, acompañado de una sensación de ligereza inusitada. Miro asombrada a mis compañeros, que se diluyen ante mis ojos en una incorporeidad manifiesta. Sus miradas alarmadas y estupefactas se tornan difusas. Observo mi cuerpo y creo dejar escapar una exhalación de asombro cuando compruebo que pierdo consistencia. A cada palabra pronunciada por Yinn, nos convertimos en seres translúcidos, apagándonos de manera gradual.
Siento vértigo y una sensación de vacío insidiosa que me inunda irremisiblemente. De repente, noto que caigo, que algo me atraviesa. Quiero gritar, pero no puedo. Soy arrastrada por una vorágine de colores entremezclados, succionada por un canal giratorio. Solo una cosa me ancla, su mano.
Súbitamente, mis pies toman contacto con una superficie material y consistente, siento una leve sacudida y el hormigueo comienza a diluirse. Respiro un aire rancio y acre que hace que me pique la garganta. Todo es negrura pesada y opresiva, pero poco a poco una luz azulada comienza a iluminar el espacio cerrado en el que nos hallamos.
La luz proviene de Yinn.
Todavía unidos, con las manos enlazadas, nos observamos entre jadeos de asombro y semblantes descompuestos y asustados.
—¿Qué tal este truco? —le pregunta Yinn sonriente a Louis, que se sacude trémulo—. Séptimo principio del hermetismo —agrega mirando a Sam—: todo se transmuta de estado en estado, de grado en grado, de condición en condición, de polo a polo, de vibración en vibración. La verdadera transmutación hermética es un método, una práctica, un arte mental. Un arte que buscáis, que tenéis a vuestro alcance, pero que por algún motivo os cuesta lograr. Todo es mente.
Yinn suelta la mano del acólito, pero no la mía. Me atrae hacia él y me abraza.
—Estás helada —dice, mientras me frota la espalda.
Mis brazos se enredan en su cuello. Yinn suspira cuando me fundo con él en un abrazo.
—Cata —me susurra al oído—, no puedo despegarme de ti.
Lo estrecho más si cabe, cuando oigo un carraspeo a mi espalda.
—Síii, ya sé —rezonga Yinn con pereza—, tenemos que salvar el mundo.
Se aparta de mí con evidente renuencia y mira hacia uno de los cuatro túneles que se abren en la sala en la que nos hallamos.
—¿Por qué brillas? —pregunto, admirando el halo de luz azul claro que mana de su piel, los tatuajes de sus antebrazos refulgen con intensidad.
—Porque si no, no veríamos nada —responde, guiñándome un ojo.
Bufo y pongo los ojos en blanco.
—Cata, soy un djinn de aire, poseo el poder de la tormenta, los relámpagos, los vientos y tornados. Este halo que proyecto es el fulgor de los rayos que soy capaz de desencadenar en mi interior.
—Impresionante —comenta Sam, maravillado—. Creía que todos los genios mágicos eran de fuego.
—No —aclaro—. Los hay además de aire, tierra y agua.
—Los cuatro elementos, cómo no —reflexiona Sam—, pensaba que eran elementos protectores.
—Lo éramos —afirma Yinn—, hasta que vuestra ambición nos traicionó.
—La ambición de un rey antiguo —matiza el Ipsissimus—. No creo justo que paguemos todos por él.
—¿Acaso Salomón fue distinto de como sois vosotros ahora? ¿Acaso he hallado algo más que ambición en vuestros corazones a lo largo de mis innumerables servidumbres? Ni uno solo de mis vasallajes me han hecho pensar lo contrario. Ni uno solo de los deseos que he concedido me ha sido devuelto.
»Sí, reconozco que ha habido humanos que han sabido utilizar bien sus deseos en favor de un bien común, pero han sido los menos. Te aseguro, Sam, que esa nimia proporción no os exime de culpa.
—Y aun así piensas sacrificarte por nosotros —murmuro con pesadumbre.
Yinn clava en mí su brillante mirada, mi corazón da un vuelco ante su intensidad.
—Esa pequeña parte me vale —replica, señalando mi corazón—. Hay futuro para vosotros, mas no para mí. En realidad solo estoy siendo objetivo.
Trago saliva y aparto ofuscada la sola idea de perderlo. Empujo el pensamiento a un rincón de mi mente y lo encierro en un apartado oscuro y recóndito.
«No —me digo—, no sé cómo, pero no voy a perderlo».
Siento ganas de llorar, aprieto los labios y bajo la vista.
—Elegid túnel —indica Yinn—, hemos de encontrar cuanto antes el Lemegeton.